lunes, 7 de septiembre de 2009

2009: hora de cambiar

José Antonio Crespo
Excélsior/7 de septiembre de 2009

En su mensaje en torno al III Informe de Gobierno, Felipe Calderón afirmó que ha llegado “la hora de cambiar, y cambiar a fondo”. Que ya no bastaba conformarse con las reformas posibles (como él lo hizo en estos tres años), sino que había que ir por las necesarias (es decir, las deseables). Suena estupendo. Muchos vieron en su discurso un gran liderazgo, pero otros vemos una emotiva retórica, que hace décadas venimos oyendo sin concreción en la realidad. Coincido con quienes dicen que se trata de un discurso un tanto desfasado; que correspondería, bien a un candidato en campaña o a un presidente recién electo marcando las pautas de lo que será su programa. O incluso de uno que, en la elección intermedia, ha recibido un claro respaldo de ciudadano, cuyo partido habría conquistado una mayoría que no tenía hasta entonces, y con la cual podrá empujar los cambios de fondo ahora propuestos. Pero no, Calderón ni está empezando el sexenio ni en la elección intermedia su partido recibió mayor respaldo, sino mucho menor, reduciendo el margen de maniobra del Ejecutivo.
Es la hora del cambio, nos dice Calderón. Muchos esperábamos, en su momento, que esa hora sería el año 2000, cuando se congregaban todas las condiciones para hacer más probable el éxito del ambicioso proyecto. No cuando el PAN va de salida, sumamente debilitado y altamente desacreditado. El océano del cambio pudo haberse cruzado, quizá, cuando la nave democrática recién había sido inaugurada, cuando estaba flamante y entera, no cuando, tras haberse metido innecesariamente en los rápidos de las componendas y las playas de la impunidad, se presenta lastimosamente con el mástil fracturado, los remos rotos, el velamen rasgado y el casco haciendo agua por varios lados. Al parecer, ante el encajonamiento, Felipe ahora sí lanza propuestas audaces y de fondo, como dejando a la nueva mayoría legislativa la responsabilidad de llevarlas a cabo. Pero el PRI, ni tardo ni perezoso, se ha deslindado del paquete que Calderón intenta endilgarle; no va a cogobernar, ha dicho, por no ser parte del gobierno. Ni la responsabilidad principal es del Legislativo, acota, sino del Ejecutivo, que tiene que presentar iniciativas concretas en cada uno de los puntos que conforman su decálogo.
Pero más allá de la viabilidad o no del decálogo calderonista, durante su mensaje emitió ideas que suscitan reservas razonables:
1) En materia del combate al narcotráfico, el eje de su gobierno, indicó que los decomisos de droga y armas son los más voluminosos de nuestra historia, así como la captura de sicarios del narco. Qué bien. Pero no sabemos cuánta droga y armas dejaron de ser decomisadas, y que seguramente rebasan con mucho a las que sí lo fueron. Y el reclutamiento para reponer a los sicarios presos se hace con hombres cada vez más jóvenes, un auténtico “ejército de reserva”, sobre todo en tiempos de crisis y desempleo (y aunque no lo fueran, por lo elevado de los ingresos que el narco ofrece). Lástima que los logros no se hayan traducido en lo que se reconoce como las principales metas de la estrategia: reducir el consumo, la producción y, sobre todo, la violencia y la inseguridad. Peor aún, incluso quienes tienen el deseo y la determinación de rehabilitarse, pueden de pronto acabar fusilados por un comando. Triste paradoja: de prevalecer la despenalización de las drogas, quizás esos jóvenes de Ciudad Juárez se hubiera rehabilitado y vivido, pero en el contexto de la prohibición y la guerra consecuente, no tuvieron siquiera esa oportunidad.
2) En esa misma materia, pide Calderón a los ciudadanos, no actos de heroísmo, pero sí de compromiso. Pero denunciar es arriesgado, como lo hemos visto, al no ser clara la frontera entre ladrones y policías (si acaso existe ese lindero). Y también pide ocupar espacios públicos, pero eso mismo no garantiza la seguridad como lo comprueba el atentado en Morelia, durante el Grito de Independencia de hace un año, o los jóvenes recién acribillados en Sinaloa, cuando justo ocupaban el espacio público. Cada vez es más seguro mantenerse en los espacios privados, y menos en los espacios públicos.
3) El Estado de derecho, dice, es fundamental no sólo en términos de justicia y dignidad, sino porque “es una palanca indispensable para el desarrollo”. En efecto. Pero ello exige una gran guerra contra la corrupción política, que en nueve años de gobierno panista no hemos visto ni de lejos. La corrupción en los múltiples ámbitos de la sociedad es el caldo de cultivo, el terreno abonado, para que opere el crimen organizado. Bien nos hubiera caído una guerra frontal contra la corrupción pública, pues además es menos costosa en vidas humanas y violencia que la respectiva contra el narco. ¿La va a iniciar ahora Calderón? Implicaría romper pactos de impunidad entre la clase política de distintos partidos, incluido, desde luego, el suyo propio. El tema ni siquiera figura en su decálogo.
4) En materia de educación, se presumió que ahora 25 mil plazas ya no están sujetas a la compra o herencia tradicionales. Qué bien. Sólo que a ese paso, liberar más de un millón de plazas magisteriales tomará más de cuarenta años. Y para superar el “marasmo de intereses y las inercias” que obstruyen la educación, bien podría empezar retirando las prebendas políticas a la responsable de ese “marasmo”. Algo que difícilmente hará.
5) “Para que cambie México, tenemos que cambiar nosotros —dice Felipe a la clase política—, quienes tenemos algún tipo de responsabilidad encomendada por los electores”. Así es. Pero, ¿a partir de qué incentivos vendrá ese cambio, cuando nuestros representantes tienen el respaldo de 32 millones de electores, los cuales les extendieron con su voto un cheque en blanco, al no tener en sus manos mecanismos eficaces para premiarlos o sancionarlos? Falta por ver si Calderón pondrá la muestra, y si los demás lo siguen.
Bien nos hubiera caído una guerra frontal contra la corrupción pública, pues además es menos costosa en vidas humanas y violencia.

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