Milenio/21 de enero de 2010
Recuerdo las calles de la ciudad tomadas por la ahora llamada sociedad civil, las nubes del polvo de cemento y el olor penetrante del gas butano. Recuerdo la inexistencia de los poderes y la inexistencia de la policía, los semáforos sustituidos por jóvenes que demarcaban el flujo de los coches con pañuelos y paliacates. Recuerdo los centros de acopio y las miles de cajas con víveres que venían de lejos con recados manuscritos y buenos deseos; los aviones militares en el aeropuerto donde compartían pista los antiguos aviones soviéticos, mano a mano, con norteamericanas ballenas voladoras, españoles galeones flotantes y todas las banderas del mundo. Recuerdo también la incomunicación y el miedo, el pillaje y los espantos, las réplicas y el recuerdo intacto del terremoto que partió el alma de la Ciudad de México a las siete horas con diecinueve minutos de un diecinueve de septiembre… que es hoy mismo.
Es probable que aquí escriba por primera vez la palabra Haití. Confieso que hasta ahora mantenía una funcional y supuestamente inofensiva ignorancia en torno a ese raro país que ahora despierta un dolor inconcebible. Sabíamos que era cohabitante de la isla Española, con la otra mitad llamada Dominicana y que se fundó gracias a una exitosa revuelta de esclavos negros que lograron —nada más y nada menos— la primera revolución de Independencia de América. La preocupación por el destino de esa población se ventiló entre los firmantes del pliego norteamericano contra la Corona inglesa en el verano intenso de 1776 y, aún ajenos a su dialecto creol y su filiación a la lengua francesa, llevamos más de dos siglos con cíclicas noticias negras, huracanes o dictaduras infernales que azotan a esa población condenada a la diáspora continua, que hoy es nada menos que la morgue más grande del mundo.
Llueven lágrimas con tan sólo imaginar o recordar la sensación inclasificable de la tierra sacudiéndose, los edificios que oscilan como hechos de pan y los gritos, desesperaciones y miradas perdidas para siempre de hombres y mujeres como hormigas indefensas. Llanto de ver a los niños que se quedaron sin padres y a los padres que llevan en brazos a sus niños muertos, las heridas abiertas, el olor a gangrena, la ironía de las toneladas de ayuda y medicamentos que no pueden distribuirse… y luego, la desesperación del pillaje, el horror de los fantasmas negros con machete a pocas calles de las mismas tropas armadas que libran batallas electrónicas al otro lado del mundo. Una niña de trece años ha caído muerta de un balazo por haber tenido la ocurrencia de robarse unos cuadros de entre los escombros de un almacén derruido por la escala de Richter… y un hombre desnudo, aún con vida, va arrastrado —amarrado por los tobillos— al precio de la saña de quienes lo sorprendieron robando agua, medicinas o comida… el pie de foto subraya que se trata de un delincuente, pero la confusión podría traicionarnos con la noticia de que ese hombre intentaba alcanzar un litro de leche para sus hijos desahuciados, habiendo perdido a toda su familia bajo los escombros de una pobreza que se venía acumulando desde mucho antes del terremoto.
El poeta haitiano René Despestre —traducido por Virgilio Piñera y en algún tiempo refugiado en Cuba— tiene un poema titulado “Flores en mi buzón”. Sus versos narran que esta misma mañana una mano anónima ha puesto flores en tu buzón: son cartas que envía el Sol desde una cárcel de otro país y un telegrama de la Luna, amenazada por la llegada del Hombre. Son recados de un árbol en Nueva Zelanda y mensajes cifrados de la lluvia, la desesperada misiva de un ruiseñor que pide dinero, flores del fondo del mar, firmadas por algas marinas y el beso de una sirena que es princesa de altamar, que deletrea su alfabeto de espumas para dejarlo en tu buzón… Canta el poeta que en tu buzón han llegado esas flores como “la morsa gloriosa de su sangre en flor”, de la princesa de la mar océano que desde el fondo de las aguas trae noticias de las hierbas inocentes, los buenos días de los primeros peces y “los primeros besos de adolescentes que reclaman un poco de ternura, de paz y dignidad, con una luz fresquísima, para todos los ojos que acaban de llorar”.
Hoy abro el buzón de la más negra conciencia y duele Haití con el recuerdo del terremoto que ya vivimos y sobrevivimos en México, en la Ciudad Monstruo que ha vuelto a poblar barrancas y sobrepoblarse con hacinamientos que tiemblan a la espera de una nueva sacudida subterránea. Como un hombre que va arrastrado por las calles de la desolación, la más negra conciencia se revuelve en silencio y como flores en un buzón parece llamar la atención de nuestra amnesia y sacudir el recuerdo de la fácil desidia y el necio desprecio que le guardamos a todos los países, islas, bosques y prados que olvidamos en los mapas. En inglés se quiebra ya la costumbre de pronunciar el nombre de Haití, fonéticamente idéntico a cómo se pronuncia la palabra Odio… pero hoy esa isla y todos necesitan no más que amor… y la esperanza iluminada de un bebé que resucita en brazos de un bombero español anónimo, de la anciana que logra volver a la intemperie entre los eslabones heroicos de los brazos enlazados de hombres-topos mexicanos… el primer sorbo de agua que le llega a los labios a un hombre recién amputado sin anestesia por las delicadas manos moradas de un médico belga… los llantos del orfanato que se desmoronó en el tiempo justo para que los huérfanos alcanzaran a salir corriendo y en brazos de sus familias postizas, temporales, bajo las nubes del polvo de cemento, las noches de miedo negro y callado, el incesante ronroneo de las plegarias entre los palacios blancos del poder derrumbado, sobre la cuadrícula infernal de las calles adoquinadas con cadáveres en descomposición, campamentos de miles de desamparados sobre los lujosos prados de un campo de golf en esas zonas donde siempre han de quedar inmunes a la tragedia los que más tienen…. Llegan las imágenes que devastarán el alma de todo aquel que se sabe doler, incluso del dolor ajeno, y se contagia el agua salada en los ojos, miradas profundas, que hoy sólo podemos unir bajo los párpados como abono a las futuras flores de todos aquellos que reclaman un poco de paz y dignidad, esa ternura como luz fresquísima de los primeros besos adolescentes entre todos los ojos del mundo que acaban de llorar.
Recuerdo las calles de la ciudad tomadas por la ahora llamada sociedad civil, las nubes del polvo de cemento y el olor penetrante del gas butano. Recuerdo la inexistencia de los poderes y la inexistencia de la policía, los semáforos sustituidos por jóvenes que demarcaban el flujo de los coches con pañuelos y paliacates. Recuerdo los centros de acopio y las miles de cajas con víveres que venían de lejos con recados manuscritos y buenos deseos; los aviones militares en el aeropuerto donde compartían pista los antiguos aviones soviéticos, mano a mano, con norteamericanas ballenas voladoras, españoles galeones flotantes y todas las banderas del mundo. Recuerdo también la incomunicación y el miedo, el pillaje y los espantos, las réplicas y el recuerdo intacto del terremoto que partió el alma de la Ciudad de México a las siete horas con diecinueve minutos de un diecinueve de septiembre… que es hoy mismo.
Es probable que aquí escriba por primera vez la palabra Haití. Confieso que hasta ahora mantenía una funcional y supuestamente inofensiva ignorancia en torno a ese raro país que ahora despierta un dolor inconcebible. Sabíamos que era cohabitante de la isla Española, con la otra mitad llamada Dominicana y que se fundó gracias a una exitosa revuelta de esclavos negros que lograron —nada más y nada menos— la primera revolución de Independencia de América. La preocupación por el destino de esa población se ventiló entre los firmantes del pliego norteamericano contra la Corona inglesa en el verano intenso de 1776 y, aún ajenos a su dialecto creol y su filiación a la lengua francesa, llevamos más de dos siglos con cíclicas noticias negras, huracanes o dictaduras infernales que azotan a esa población condenada a la diáspora continua, que hoy es nada menos que la morgue más grande del mundo.
Llueven lágrimas con tan sólo imaginar o recordar la sensación inclasificable de la tierra sacudiéndose, los edificios que oscilan como hechos de pan y los gritos, desesperaciones y miradas perdidas para siempre de hombres y mujeres como hormigas indefensas. Llanto de ver a los niños que se quedaron sin padres y a los padres que llevan en brazos a sus niños muertos, las heridas abiertas, el olor a gangrena, la ironía de las toneladas de ayuda y medicamentos que no pueden distribuirse… y luego, la desesperación del pillaje, el horror de los fantasmas negros con machete a pocas calles de las mismas tropas armadas que libran batallas electrónicas al otro lado del mundo. Una niña de trece años ha caído muerta de un balazo por haber tenido la ocurrencia de robarse unos cuadros de entre los escombros de un almacén derruido por la escala de Richter… y un hombre desnudo, aún con vida, va arrastrado —amarrado por los tobillos— al precio de la saña de quienes lo sorprendieron robando agua, medicinas o comida… el pie de foto subraya que se trata de un delincuente, pero la confusión podría traicionarnos con la noticia de que ese hombre intentaba alcanzar un litro de leche para sus hijos desahuciados, habiendo perdido a toda su familia bajo los escombros de una pobreza que se venía acumulando desde mucho antes del terremoto.
El poeta haitiano René Despestre —traducido por Virgilio Piñera y en algún tiempo refugiado en Cuba— tiene un poema titulado “Flores en mi buzón”. Sus versos narran que esta misma mañana una mano anónima ha puesto flores en tu buzón: son cartas que envía el Sol desde una cárcel de otro país y un telegrama de la Luna, amenazada por la llegada del Hombre. Son recados de un árbol en Nueva Zelanda y mensajes cifrados de la lluvia, la desesperada misiva de un ruiseñor que pide dinero, flores del fondo del mar, firmadas por algas marinas y el beso de una sirena que es princesa de altamar, que deletrea su alfabeto de espumas para dejarlo en tu buzón… Canta el poeta que en tu buzón han llegado esas flores como “la morsa gloriosa de su sangre en flor”, de la princesa de la mar océano que desde el fondo de las aguas trae noticias de las hierbas inocentes, los buenos días de los primeros peces y “los primeros besos de adolescentes que reclaman un poco de ternura, de paz y dignidad, con una luz fresquísima, para todos los ojos que acaban de llorar”.
Hoy abro el buzón de la más negra conciencia y duele Haití con el recuerdo del terremoto que ya vivimos y sobrevivimos en México, en la Ciudad Monstruo que ha vuelto a poblar barrancas y sobrepoblarse con hacinamientos que tiemblan a la espera de una nueva sacudida subterránea. Como un hombre que va arrastrado por las calles de la desolación, la más negra conciencia se revuelve en silencio y como flores en un buzón parece llamar la atención de nuestra amnesia y sacudir el recuerdo de la fácil desidia y el necio desprecio que le guardamos a todos los países, islas, bosques y prados que olvidamos en los mapas. En inglés se quiebra ya la costumbre de pronunciar el nombre de Haití, fonéticamente idéntico a cómo se pronuncia la palabra Odio… pero hoy esa isla y todos necesitan no más que amor… y la esperanza iluminada de un bebé que resucita en brazos de un bombero español anónimo, de la anciana que logra volver a la intemperie entre los eslabones heroicos de los brazos enlazados de hombres-topos mexicanos… el primer sorbo de agua que le llega a los labios a un hombre recién amputado sin anestesia por las delicadas manos moradas de un médico belga… los llantos del orfanato que se desmoronó en el tiempo justo para que los huérfanos alcanzaran a salir corriendo y en brazos de sus familias postizas, temporales, bajo las nubes del polvo de cemento, las noches de miedo negro y callado, el incesante ronroneo de las plegarias entre los palacios blancos del poder derrumbado, sobre la cuadrícula infernal de las calles adoquinadas con cadáveres en descomposición, campamentos de miles de desamparados sobre los lujosos prados de un campo de golf en esas zonas donde siempre han de quedar inmunes a la tragedia los que más tienen…. Llegan las imágenes que devastarán el alma de todo aquel que se sabe doler, incluso del dolor ajeno, y se contagia el agua salada en los ojos, miradas profundas, que hoy sólo podemos unir bajo los párpados como abono a las futuras flores de todos aquellos que reclaman un poco de paz y dignidad, esa ternura como luz fresquísima de los primeros besos adolescentes entre todos los ojos del mundo que acaban de llorar.
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