Guillermo Sheridan
El Universal/19 de enero de 2010
Celebré aquí hace dos semanas que el rector de la UNAM, Dr. José Narro Robles, criticase a la institución que preside y que ordenase a los funcionarios ahorrar recursos limitando el uso de teléfonos celulares, automóviles, gasolina, gastos de representación y otros lujos.
El asunto se relaciona con la paradoja que aceptó el rector José Sarukhán hace 20 años cuando habló de la necesidad de “academizar” a la UNAM. Se reconocía que en la UNAM conviven el conocimiento y sus reglas con diversas formas de poder político (y sus propias reglas). Se entendía que en la UNAM hay una pugna con un poder no académico, pero capaz de “desacademizar a la academia”. Los usos políticos y partidarios de la universidad la “desacademizan”, pero también lo hace la preeminencia del interés de los funcionarios sobre el desinterés de los académicos.
El dispendio aludido es un ingrediente más entre los que propician que en la mayoría de las instituciones públicas de educación superior del país la carrera de funcionario sea más redituable que la de académico. Así como hay quienes prefieren ingresar al Sindicato de la UNAM que a la UNAM, hay quienes prefieren administrar el conocimiento en oficinas que generarlo o enseñarlo en bibliotecas, laboratorios y aulas obviamente carentes de lujo.
Desde luego, hay funcionarios universitarios íntegros, creativos y con un intachable sentido del servicio; pero el simple hecho de que el rector haya tenido que detener los gastos suntuarios ya delata privilegios que nunca debieron existir. Pero junto al problema de su costo está el otro, que es aún peor: el problema del poder que va de la mano con los privilegios.
Se trata de privilegios que suelen ser adictivos: quien ha probado sus mieles, difícilmente aprenderá a prescindir de ellos. El resultado es que, para conservarlos y aumentarlos, hay quienes politizan su desempeño administrativo; quienes explotan políticamente y en beneficio propio el desinterés de los académicos; quienes no tardan en adquirir compromisos, en crearse alianzas políticas o prestarse a ellas.
Esto se puede observar en todo tipo de prácticas. Habrá quienes distribuyen a su conveniencia los puestos disponibles, manipulan comisiones, hacen negocios, practican el nepotismo. Puede haber un director que se ordena a sí mismo prologar los libros de sus subordinados o hasta compartir su autoría, a lo que éstos se resignarán a la espera de un eventual provecho. Ha habido quienes despojan a sus subordinados de sus iniciativas para decorar su ansioso curriculum, y quienes optan por el silencio crítico propio y de los demás.
Las prácticas más ofensivas son las que los funcionarios han diseñado para autopremiarse. Ser funcionario académico, por ejemplo, supone cumplir de entrada con uno de los requisitos para aspirar al máximo nivel de los estímulos económicos que se dan por méritos. Durante años, ser director suponía recibir de manera vitalicia el salario íntegro al dejar el cargo (ahora son sólo tres años). De todos modos, en tanto que el salario de un director es superior al de un mero académico, y en tanto que un director puede serlo hasta ocho años, la promesa de once años con un salario de primera se carga de atractivo. Y un director ambicioso que no puede serlo más, siempre podrá apelar a ardides para salir del brete, como cambiarle de nombre a su instituto y empezar de cero.
Y no son malos salarios, como veremos la semana que viene…
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