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Hace seis años se publicó La academia en jaque, perspectivas políticas sobre la evaluación de la educación superior en México (I. Ordorika, coordinador). Es un libro colectivo del Seminario de Educación Superior de la UNAM. Varios autores hicimos señalamientos y críticas a la evaluación en virtud de que los programas, puestos en marcha desde mediados de los ochenta, han tenido un impacto muy fuerte en la vida de las instituciones, y de quienes las habitamos, con resultados diversos e indeseados.
Entonces hicimos nuestros propios análisis y, desde luego, tratamos de recoger lo dicho por un núcleo amplio de colegas. Y, no obstante, al asunto de la evaluación no se le ha prestado la atención debida: sigue habiendo distintas posturas que se contraponen, en su apreciación, en su perspectiva política y en las partes técnicas. Aclaro que la mía no es en contra de la evaluación, pero sí en contra del modelo que se ha utilizado, por sus efectos perversos, que han terminado por desvirtuar la academia.
¿Por qué insistir en el asunto de la evaluación? Porque a los académicos nos afecta en el trabajo cotidiano. Ha sido la política central del gobierno, compuesta por un conjunto amplio de lineamientos que atienden a distintos ámbitos: el sistema de educación superior, las instituciones que lo forman, los programas que llevan a cabo, los medios de difusión, en los que se publican los trabajos, y los miembros de la comunidad académica y científica del país.
No existe evidencia de que aplicadas las evaluaciones en cada ámbito existan las conexiones para tener una visión articulada y global de cómo opera la realidad académica nacional. Lo que sí es cierto es que en cada uno de estos niveles intervenimos los académicos, al punto de saturarnos con múltiples informes, cada uno distinto, recolectando un volumen de documentos probatorios que nadie en su sano juicio revisa. En ningún otro lugar del mundo hay tal sobreevaluación. Así de simple es la falta de confianza que nos tienen las burocracias, en cuyos escritorios, y sin mediar otras sensibilidades, se diseñan los instrumentos con los que tratan de medir todo lo que les parezca debe ser incluido en la evaluación.
Este embrollo nació en una mala coyuntura para las universidades, durante el llamado “ajuste estructural”. Cuando, desde el gobierno se tacho a lo público como ineficiente y a lo privado como lo competente, innovador y productivo. En un punto de contracción de las remuneraciones académicas, de multichambismo para mantener el estatus. El gobierno, con el acuerdo de un grupo de científicos, tomó la decisión de deshomologar los salarios. La academia estaba vulnerable y su respuesta fue asumir las políticas que establecieron mecanismos alternativos para conseguir ingresos decentes.
Con otros colegas, fuera del seminario, hemos coincidido en que la evaluación por méritos ha inducido a la simulación, el individualismo, el clientelismo, el credencialismo y la corrosión del carácter y del espíritu académico. A la congregación de una capa de académicos que tienen como misión ser verdugos de sus pares.
Quienes estudiamos a la educación superior estamos de acuerdo en que el sistema de evaluación produce altos niveles de estrés y de angustia que han hecho de la profesión académica una profesión de alto riesgo para la salud. El modo de trabajo nos ha quitado tiempo para reponer la energía que requiere la labor intelectual y, lo peor, para reflexionar.
No creo que ningún buen académico se oponga a que le revisen sus méritos o a la competencia por el prestigio. Lo que no parece correcto es que se hayan creado tres jerarquías académicas, la que contienen los estatutos del personal académico en cada institución, la establecida para los estímulos económicos y la tercera para quien desea ser investigador nacional o cumplir con el perfil deseable.
Lo señalado se sintetiza en desinstitucionalización, esto es, normas codificadas que se sobreponen y se vuelven prioritarias frente a las que privan por consenso e historia en las instituciones. Y con ella, llegó la desintegración de identidades y la desmovilización, conformismo y falta de motivación de los académicos para participar en el acontecer diario de su institución.
Este sistema de evaluación que se implantó en el país ha monetarizado a la academia, para “acercarla a los mecanismos de mercado”. Todo se mueve por el dinero en la “república de los indicadores”. El dinero ha estado presente en el control que ejerce el gobierno sobre las instituciones, en la conformación de valores ligados a la competencia, a una noción de calidad vacía, que cada quien llena a conveniencia. El dinero ha estado vinculado a la acreditación de organismos intermedios entre el gobierno y las instituciones, cuya operación ahora resulta dudosa.
Este breve repaso de las adversidades y perversidades del sistema de evaluación que se nos aplica, llama la atención para que volvamos a discutir, en un nuevo contexto, quién evalúa, qué, cómo y por qué, con miras de largo plazo. Discutir una alternativa que reconozca que cada institución tiene diferentes objetivos a ser tenidos en cuenta en relación con su entorno social. Que considere el compromiso y la responsabilidad de cada institución frente al desarrollo local, que devuelva la confianza en los académicos, que recomponga las formas de gestión de los recursos y su buen uso, que genere aprendizaje para corregir los patrones institucionales.
Por otro lado, desde la perspectiva del sistema, sería prudente reunir a todos los organismos que ejercitan la evaluación como un primer paso para ir avanzando en la construcción de un ente autónomo, que produzca información de cada segmento y cada parte del sistema educativo, de tal suerte que auxilie en el análisis del impacto de las políticas y que permita evaluar sus resultados. Urge construir un modelo de evaluación que sea parte de un proyecto histórico de la educación superior. Las autoridades universitarias tienen responsabilidad en que ocurra.
* UNAM. Seminario de Educación Superior, IIS. Profesor de la FCPS.
Tomado de: http://www.campusmilenio.com.mx/381/opinion/hmg.html
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