jueves, 1 de julio de 2010

Rompecabezas


Jorge F. Hernández
Milenio/1 de julio de 2010

Podría escribir los versos más tristes esta noche que parece día o inventarme un cuento de verano que me ayude a evadir el enrevesado paisaje de noticias que invaden pantallas y sobremesas, periódicos y conversaciones. Podría mofarme del abanderado uruguayo que no marcó un gol legítimo del equipo de Inglaterra y rematar con un sentida burla al abanderado italiano que simplemente no vio el fuera de juego con el que un jugador argentino anotaba contra el equipo de México y luego reírme de su cara de estupefacción estúpida en cuanto reconoce su error sin poder enmendarlo y luego mofarme de la desastrosa desconcentración que ese error provocó en el equipo de futbol mexicano, millones de televidentes y una panda de dementes —hijos de funcionarios públicos y el hermano del actual secretario de Gobernación— en etílico desmadre justo en medio de un palco de lujo en el mismísimo estadio…

Podría intentar opinar sobre el doloroso desgarro de aguas negras que, poco a poco, van inundando el Golfo de México y describir las imágenes como arañazos de una garra ocre sobre el azul dolido de las aguas, perlas negras de chapopote y engrudo petrolero en las playas, las aves recubiertas de una tela infernal que corta, poco a poco, su vuelo y su respiración. Podría mofarme del cinismo imbécil del mero-mero de la British Petroleum, evadiendo su responsabilidad y culpa sobre la cubierta de un yate de lujo… Podría incluso volver al tema del futbol y ponderar la necia creencia de jugadores y árbitros de pasar inadvertidos cuando ya todo el mundo sabe que hay ochenta cámaras de alta definición que registran perfectamente cada uno de sus movimientos, incluidos sus insultos y escupitajos.

Podría intentar un comentario sobre el creciente clima de inseguridad y la perfección siniestra con la que actúa impunemente el crimen organizado en México y lamentar de veras el asesinato del candidato del PRI a la gubernatura del estado de Tamaulipas e intentar conocer su biografía, ahora truncada arteramente, y saber por qué le decían “el médico de los pobres” o enredarme en los pormenores forenses del operativo con el que lo mataron.

Quizá podría intentar hablar de la negra noche de las economías que se desploman, la desvergüenza con la que cobran sus abonos los favorecidos de siempre, el descaro con que se polarizan todas las diferencias y desigualdades o bien podría fingir que vivo encapsulado, como un seminoma inofensivo, y redactar largos párrafos sobre la música de Bach y sus hijos, los óleos que se roban de los museos y que reaparecen para intriga de los expertos que han de verificar su autenticidad o leer un largo recorrido narrativo sobre los paisajes de países que jamás he de conocer en persona, recalar en la diferencia de los climas, perderme en documentales sobre el ecumenismo culinario del mundo, la paridad de los sabores, la geometría de los cocineros, el atrevimiento de quienes practican deportes extremos, el silencio de los inocentes, las lágrimas de los desposeídos, la mirada absorta de millones de analfabetas, el atardecer que no vimos… el terremoto de esta madrugada.

Podría hacer el elogio de un perro que parece que está a punto de hablarme en medio de la noche o las aventuras de un gato negro que ha caído en la costumbre de visitar mi casa, como si no lo viera… Podría incluso esbozar una novela a partir del recién develado secreto de que sigue habiendo espías rusos en los Estados Unidos y el mundo, e intentar hilar la trama sobre la curiosa historia de un espía de la ahora extinta Alemania Democrática, entrenado como metrosexual para prepararlo precisamente para el ligue de secretarias y esposas de funcionarios importantes norteamericanos. De hacer la novela, escribiría que se llamó Rudi y que sus instrucciones consistían en la simple pero heroica tarea de ligarse a una secretaria o esposa infiel de algún potentado y viajar cada dos meses a la ciudad de Nueva York, esperar pacientemente en la estación de trenes, en algún punto del lobby que precede a los andenes, para decir la clave secreta en cuanto lo abordara un colega anónimo (de gabardina beige, sombrero de alas cortas y lentes negros)… y digo que la historia es verídica: el mentado Rudi jamás fue abordado por nadie, y aunque mes con mes aparecía en su cuenta bancaria el jugoso depósito que le confirmaba la continuidad de su heroico lance, así se sostuvo más de veinte años en algún lugar de la costa Este de los Estados Unidos ¡sin que jamás lo contactaran sus superiores de la Stassi! Un buen día el Rudi ve por la televisión la caída del Muro de Berlín y ya no sabe ni a quién acudir… hasta que decidió entregarse a las autoridades norteamericanas, sin importarle que con ello destrozaba el ya fincado amor de dos décadas con una antigua secretaria con la que tuvo tres hijos, sin importarles que desvelaba a los ojos del mundo el profundo sinsentido de una vida supuestamente serena y sedentaria como profesor universitario que podaba el pasto de su casita y asistía al cine los fines de semana y hacía de anfitrión en cenas y comidas caseras… para cada dos meses deambular como un Robinson Crusoe perdido en Grand Central Station viendo pasar la vida en las conversaciones de los demás y todas las tragedias del mundo en las páginas de los periódicos con los que mataba el tiempo de su espera e imaginando todas las vidas posibles que podría vivir él mismo en cuanto el mando superior de su oficina de Inteligencia le dictara una orden que podría decir: “Misión cumplida. Buen Trabajo. Preséntese a la brevedad en el Aeropuerto John F. Kennedy, mostrador de aerolínea mexicana. Espere contacto de costumbre que habrá de entregarle papeles de nueva identidad. Este mensaje se autodestruirá en cinco segundos. Suerte y Auf wiedersehen!”.

Supongo entonces que la misión fue precisamente enviarme a vivir esta madrugada como rompecabezas y, en medio de un terremoto, imaginar que se me encomendó ver pasar la vida en noticias tristes y guerras cíclicas, medir el tiempo en bloques que cada cuatro años marcan el albur de un campeonato de futbol, atestiguar las desgracias ecológicas de lejos… e intentar escribir una columna semanal en espera de que llegue mi contacto (gabardina beige, sombrero de alas cortas y gafas negras) con la cinta autocombustible donde habrán de indicarme mi nueva vida.

jfhdz@yahoo.com

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