La Jornada/1 de abril de 2009
En 1938, cuando se transmitió por radio la adaptación que hizo Orson Welles de la novela La guerra de los mundos, de H. G. Wells, casi inmediatamente, incluso antes de acabar la serie, familias enteras en Nueva York y en Nueva Jersey abandonaron despavoridas sus hogares, cubriéndose el rostro y la cabeza con lo que tenían a la mano. Muchas personas fueron presas de tal pánico que incluso olvidaron cerrar sus hogares. Las estaciones de camiones y de trenes se saturaron y fueron insuficientes. Se ignora cuántas personas fueron arrolladas por la masa pero se dice que fueron “cientos”.
El pánico se debía a que los marcianos no tenían un aspecto muy amigable. Orson Welles afirmó que poseían tentáculos y que eran criaturas grandes, mayores que osos, y que brillaban como el cuero húmedo. “Los ojos son negros, la boca tiene forma de V y les cuelga una saliva repugnante”, aseguró.
Orson Welles fue uno de los grandes actores de todos los tiempos. Sus lecturas eran magistrales. Los escuchas se sentían atrapados por su magia. Lograba que la vieja fórmula que asegura que la ficción no respeta la realidad adquiriese cartilla de veracidad. Para muchos radioescuchas la amenaza de los marcianos y la vigilancia a la que los sometían los seres extraterrestres fue suficiente para lanzarse a la calle y así escapar del acecho y de la vigilancia.
La vigilancia como parte de la ficción es bienvenida. Los lectores son los responsables de la lectura y de las acciones que surjan de ella. La vigilancia, como realidad de la vida, es detestable. La intromisión en la vida de las personas en intolerable. La pérdida de la privacidad es una de las características más desagradables de nuestros tiempos. Escribí acerca de la ficción y del terror generado por la lectura de Welles como pretexto para cavilar en las razones por las cuáles el escritor y profesor Luis Leante se rebeló contra la videovigilancia, y como excusa para cavilar sobre el cerco público que atenaza la privacidad de las personas.
Leo en El País (6/3/09): “Harto de sentirse grabado sin su conocimiento, el profesor Luis Leante estalló y arrancó de cuajo las tres cámaras de vigilancia instaladas en el instituto El Pla de Alicante donde imparte clases de latín. El arrebato le acarreó al ganador del premio de novela Alfaguara una noche en los calabozos de la comisaría”. La noticia explica que las cámaras se instalaron para evitar hurtos y actos de vandalismo.
Las cámaras, por supuesto, cumplieron su cometido: grabaron al profesor mientras arrancaba las cámaras, no cuando enseñaba latín. Me imagino que Leante no habría actuado de esa forma si el propósito hubiese sido filmar la clase para luego distribuirla y estudiarla. Me imagino también que su ira habría sido menor si acaso existiese “una ética de la videovigilancia”.
La vigilancia se ha convertido en sello de nuestros tiempos. Hay cámaras por doquier, la mayoría escondidas. Algunas de las razones que motivan su instalación se entienden, aunque no del todo. En los bancos, por ejemplo, las cámaras protegen a los banqueros y un poco a los usuarios; no protegen del todo a los cuentahabientes, porque a los banqueros, que roban bastante y sin cesar, las cámaras sólo los filman cuando ellos lo disponen. Otro ejemplo: en las oficinas de policía, seguramente en la mayor parte del mundo, la videovigilancia es selectiva: no se muestran las atrocidades que comete la policía, sólo las declaraciones y los actos de los reos.
Los teléfonos viejitos y los celulares, las huellas digitales en las aduanas, las credenciales cuando se entra en edificios habitados por ricos o de gobierno, el alto riguroso y la presentación de identificaciones ad hoc cuando se transita por calles cerradas, así como los lindos guardaespaldas que registran hasta el último suspiro de los posibles enemigos son también elementos utilizados para que ciertos seres humanos vigilen a otros seres humanos. Ejemplo de vigilancia telefónica fue la trampa que tendió el viejo Fidel Castro al novato Vicente Fox cuando el segundo le sugirió que mejor no acudiese a una de las tantas Cumbres (con mayúscula) que los latinoamericanos organizamos para decretar el fin de la pobreza; otro ejemplo es el de Mario Marín, ilustre gobernador poblano, quien vía telefónica expuso sus repugnantes ideas en relación con niñas y adolescentes.
La pérdida de la privacidad y la irrespirable vigilancia, tal y como le sucedió a Leante, es producto de los muchos tropiezos de la condición humana. Esa pérdida puede llegar a convertirse en enfermedad. El problema es doble: atenta contra la libertad de las personas y es utilizada por el poder para perpetuar sus designios. Nefanda combinación.
A Marcial Alejandro, un hombre que se preocupaba por los seres humanos.
El pánico se debía a que los marcianos no tenían un aspecto muy amigable. Orson Welles afirmó que poseían tentáculos y que eran criaturas grandes, mayores que osos, y que brillaban como el cuero húmedo. “Los ojos son negros, la boca tiene forma de V y les cuelga una saliva repugnante”, aseguró.
Orson Welles fue uno de los grandes actores de todos los tiempos. Sus lecturas eran magistrales. Los escuchas se sentían atrapados por su magia. Lograba que la vieja fórmula que asegura que la ficción no respeta la realidad adquiriese cartilla de veracidad. Para muchos radioescuchas la amenaza de los marcianos y la vigilancia a la que los sometían los seres extraterrestres fue suficiente para lanzarse a la calle y así escapar del acecho y de la vigilancia.
La vigilancia como parte de la ficción es bienvenida. Los lectores son los responsables de la lectura y de las acciones que surjan de ella. La vigilancia, como realidad de la vida, es detestable. La intromisión en la vida de las personas en intolerable. La pérdida de la privacidad es una de las características más desagradables de nuestros tiempos. Escribí acerca de la ficción y del terror generado por la lectura de Welles como pretexto para cavilar en las razones por las cuáles el escritor y profesor Luis Leante se rebeló contra la videovigilancia, y como excusa para cavilar sobre el cerco público que atenaza la privacidad de las personas.
Leo en El País (6/3/09): “Harto de sentirse grabado sin su conocimiento, el profesor Luis Leante estalló y arrancó de cuajo las tres cámaras de vigilancia instaladas en el instituto El Pla de Alicante donde imparte clases de latín. El arrebato le acarreó al ganador del premio de novela Alfaguara una noche en los calabozos de la comisaría”. La noticia explica que las cámaras se instalaron para evitar hurtos y actos de vandalismo.
Las cámaras, por supuesto, cumplieron su cometido: grabaron al profesor mientras arrancaba las cámaras, no cuando enseñaba latín. Me imagino que Leante no habría actuado de esa forma si el propósito hubiese sido filmar la clase para luego distribuirla y estudiarla. Me imagino también que su ira habría sido menor si acaso existiese “una ética de la videovigilancia”.
La vigilancia se ha convertido en sello de nuestros tiempos. Hay cámaras por doquier, la mayoría escondidas. Algunas de las razones que motivan su instalación se entienden, aunque no del todo. En los bancos, por ejemplo, las cámaras protegen a los banqueros y un poco a los usuarios; no protegen del todo a los cuentahabientes, porque a los banqueros, que roban bastante y sin cesar, las cámaras sólo los filman cuando ellos lo disponen. Otro ejemplo: en las oficinas de policía, seguramente en la mayor parte del mundo, la videovigilancia es selectiva: no se muestran las atrocidades que comete la policía, sólo las declaraciones y los actos de los reos.
Los teléfonos viejitos y los celulares, las huellas digitales en las aduanas, las credenciales cuando se entra en edificios habitados por ricos o de gobierno, el alto riguroso y la presentación de identificaciones ad hoc cuando se transita por calles cerradas, así como los lindos guardaespaldas que registran hasta el último suspiro de los posibles enemigos son también elementos utilizados para que ciertos seres humanos vigilen a otros seres humanos. Ejemplo de vigilancia telefónica fue la trampa que tendió el viejo Fidel Castro al novato Vicente Fox cuando el segundo le sugirió que mejor no acudiese a una de las tantas Cumbres (con mayúscula) que los latinoamericanos organizamos para decretar el fin de la pobreza; otro ejemplo es el de Mario Marín, ilustre gobernador poblano, quien vía telefónica expuso sus repugnantes ideas en relación con niñas y adolescentes.
La pérdida de la privacidad y la irrespirable vigilancia, tal y como le sucedió a Leante, es producto de los muchos tropiezos de la condición humana. Esa pérdida puede llegar a convertirse en enfermedad. El problema es doble: atenta contra la libertad de las personas y es utilizada por el poder para perpetuar sus designios. Nefanda combinación.
A Marcial Alejandro, un hombre que se preocupaba por los seres humanos.
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