Milenio/1 de abril de 2009
En 1837, regresando de su viaje de cinco años en el velero Beagle, e iniciando las dos décadas que emplearía en pensar sobre la “transmutación de las especies”, Charles Darwin escribió en su cuaderno de notas “Creo que”, y luego dibujó un pequeño esquema ramificado: el primer árbol evolutivo.
En 1859 publicó El origen de las especies, y la única ilustración que incluyó es un árbol más elaborado.
Desde entonces, esa es la metáfora dominante de la evolución: un proceso ramificado en que las nuevas especies surgen a partir de especies preexistentes.
Pero atacar a Darwin es un pasatiempo que pocos pueden resistir, desde fanáticos que intentan prohibirlo hasta biólogos inquietos que pretenden saltar a la fama demostrando que alguna de sus ideas es errónea.
Y claro, hay muchos aspectos en que Darwin se equivocó (su teoría de la herencia, por ejemplo, estaba completamente extraviada). Con el tiempo, la teoría darwiniana de la evolución por selección natural se ha corregido, completado y refinado. Aun así, sigue siendo la columna vertebral del pensamiento evolutivo moderno.
Recientemente la revista New Scientist publicó un artículo que causó revuelo, pues afirmaba que el descubrimientos de la “transferencia lateral de genes” (no de padres a hijos, sino como la que ocurre cuando dos bacterias intercambian genes de resistencia a antibióticos, o cuando un virus nos inyecta genes de otra especie, como ha ocurrido muchas veces en la evolución humana) dan al traste con la imagen de la evolución como un árbol.
Pero evolución de genes no es lo mismo que evolución de especies. Efectivamente, la cosa no es tan sencilla como la pintó Darwin, y en ciertos aspectos se parece más a una red confusa que a un pulcro árbol.
Hay ramas que se conectan extrañamente unas con otras (como cuando ciertas bacterias entraron a células antiguas para convertirse en mitocondrias y cloroplastos).
Quizá el árbol tenga más de una raíz (hay evidencia de varios “orígenes de la vida” que luego se conectaron).
Tal vez la metáfora del árbol cambie, o se sustituya por una red. Pero de ahí a proclamar “el fin de Darwin” o la gran revolución de la biología hay mucho trecho.
lacienciaporgusto.blogspot.com
En 1859 publicó El origen de las especies, y la única ilustración que incluyó es un árbol más elaborado.
Desde entonces, esa es la metáfora dominante de la evolución: un proceso ramificado en que las nuevas especies surgen a partir de especies preexistentes.
Pero atacar a Darwin es un pasatiempo que pocos pueden resistir, desde fanáticos que intentan prohibirlo hasta biólogos inquietos que pretenden saltar a la fama demostrando que alguna de sus ideas es errónea.
Y claro, hay muchos aspectos en que Darwin se equivocó (su teoría de la herencia, por ejemplo, estaba completamente extraviada). Con el tiempo, la teoría darwiniana de la evolución por selección natural se ha corregido, completado y refinado. Aun así, sigue siendo la columna vertebral del pensamiento evolutivo moderno.
Recientemente la revista New Scientist publicó un artículo que causó revuelo, pues afirmaba que el descubrimientos de la “transferencia lateral de genes” (no de padres a hijos, sino como la que ocurre cuando dos bacterias intercambian genes de resistencia a antibióticos, o cuando un virus nos inyecta genes de otra especie, como ha ocurrido muchas veces en la evolución humana) dan al traste con la imagen de la evolución como un árbol.
Pero evolución de genes no es lo mismo que evolución de especies. Efectivamente, la cosa no es tan sencilla como la pintó Darwin, y en ciertos aspectos se parece más a una red confusa que a un pulcro árbol.
Hay ramas que se conectan extrañamente unas con otras (como cuando ciertas bacterias entraron a células antiguas para convertirse en mitocondrias y cloroplastos).
Quizá el árbol tenga más de una raíz (hay evidencia de varios “orígenes de la vida” que luego se conectaron).
Tal vez la metáfora del árbol cambie, o se sustituya por una red. Pero de ahí a proclamar “el fin de Darwin” o la gran revolución de la biología hay mucho trecho.
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