jueves, 11 de noviembre de 2010

La juventud y la Revolución Mexicana

María Herlinda Suárez Zozaya*
herlinda@servidor.unam.mx

EN los albores de la Revolución Mexicana, en un tiempo y contexto donde el único territorio reservado para la existencia juvenil eran los centros de estudio, la recién creada Universidad Nacional de México, junto con otros centros de educación superior, albergaban a los jóvenes privilegiados que contaban con los recursos para formar parte de la juventud mexicana que se estaba gestando. Los estudiantes universitarios aparecían frente a quienes entonces se adscribían a la identidad de revolucionarios bajo la representación de aristócratas y conservadores, simpatizantes con los valores del porfirismo. Pero esto, siguiendo lo expuesto por Soledad Loaeza en su libro Clases medias y política en México, no necesariamente era cierto.

Ciertamente, la mayoría de los primeros estudiantes universitarios mexicanos del siglo XX provenía de las filas de la clase media. En ese entonces esta clase social podía considerarse como la más progresista, revolucionaria y nacionalista. Claro está que entre ella había conservadores, pero la “nueva clase” más bien tenía como referencia ideológica central la tradición liberal y tenía más de un motivo para estar descontenta con el porfirismo. Entre 1900 y 1910 su nivel de vida había disminuido significativamente debido a la inflación y a que el gobierno introdujo una elevación general de impuestos. Cierto es también que los fraccionamientos característicos de la clase media se manifestaron entre la juventud naciente y que no puede hablarse de que frente a la Revolución los jóvenes mexicanos hayan tenido una reacción en bloque; de hecho, ni siquiera entre los ateneístas hubo una única postura.

Acerca del significado que tuvo el pensamiento y la actividad de los ateneístas para la Revolución Mexicana, existe polémica. En ella participaron intelectuales mexicanos de la más alta talla. Los pensamientos de Octavio Paz y Leopoldo Zea, por ejemplo, sostienen que los ateneístas fueron precursores ideológicos de la Revolución Mexicana. En oposición, Alfonso Reyes desplegó la tesis de que fueron un grupo cultural ajeno a la política. Incluso, escribió Reyes, que la Revolución Mexicana, a diferencia de las de Francia o Rusia, brotó de impulsos más que de ideas. La discusión sobre este asunto no ha acabado y en la actualidad todavía persiste. No es de ninguna manera banal y debe darse de manera seria, puesto que contribuye a crear representaciones y significaciones sobre uno de los movimientos sociales más importantes de la historia de México.

No es mi intención entrar en el debate sobre si la juventud ateneísta jugó un papel o no en la Revolución. Lo que a mí me interesa destacar aquí es que la llegada de la juventud al país, como concepto y anhelo de cambio que incorporaba ideas de progreso material y social y renovación moral, ligadas al desarrollo de la educación superior, contribuyó a dar fuerza a las tensiones que desencadenaron en el movimiento armado. Dicho de otra manera, las demandas por el paso de una generación a otra que era impedido por una gerontocracia fue uno más de los ingredientes detonantes del movimiento revolucionario. Justo antes de que estallara la Revolución se registraba en el país un proceso de creciente oligarquización que amenazaba con clausurar todos los canales de movilidad social. Además, las condiciones económicas del periodo dificultaban el acceso a un ámbito laboral que asegurara independencia económica. Si no había posibilidades de movilidad social ni de independencia económica, entonces ¿para que servía la educación superior y para qué iba a servir la recién creada universidad?

En los jóvenes nacidos a finales del siglo XIX, que para cuando dio inicio la Revolución Mexicana eran estudiantes de preparatoria, de otros centros de educación superior y de la recién creada universidad, o que aspiraban a serlo, la identificación con la idea de formar parte de la naciente juventud mexicana había generado expectativas respecto de su posición socioeconómica y su función política. Había propiciado en ellos, también, aversión contra un poder corrupto, patriarcal, autoritario y caduco que en vez de abrirles opciones, se las cerraba. Así que las frustraciones y aversiones de estos entonces jóvenes, seguramente, nutrieron los conflictos sociales y políticos del periodo.

Terminado el movimiento armado, los cambios se dieron y la juventud mexicana se llenó de esperanza. El hecho de que la educación de los jóvenes se haya convertido en un compromiso social incorporado al acervo de símbolos y de lealtades colectivos, es muestra de que para la juventud mexicana el movimiento social trajo ganancias. Pero ahora, que ya han pasado 100 años, encontramos que los (as) jóvenes, universitarios(as) y no, que nacieron a fines del siglo XX, se encuentran con escasas expectativas respecto del futuro que el país les ofrece y con aversión frente a los gobernantes y sus políticas que no respetan, entre muchas otras cosas, el compromiso educativo que tienen con la juventud.

La experiencia descubre la importancia de atender las frustraciones y desconfianzas de los jóvenes universitarios, y de la juventud en general, en contextos de crisis económicas y de anuncios de cambio de época. Pero lo que parece es que los poderosos de hoy desconocen la historia.

* Investigadora del CRIM, profesora de la FCPS, miembro del Seminario de Educación Superior y del Seminario de Juventud de la UNAM.

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