Miguel Angel Granados Chapa
Proceso/5 de septiembre de 2010
Germán Dehesa salió del escenario con presteza y, conforme a la urbanidad que le inculcó su señora madre, no lo hizo sin avisar. Sus médicos le habían anunciado que un mal veloz e incurable cobraría su vida “a finales de año”. La muerte se anticipó al pronóstico, más cercano el que, susurrante, me hizo conocer su gran amigo Humberto Murrieta: “es terminal, le dan cuando más tres meses”.
El 25 de agosto, su Gaceta del Ángel, la columna que aparecía de lunes a viernes en Reforma, incluyó lo que acaso sea su texto más poderoso: “Creo que no les he contado que estoy enfermo, seriamente enfermo. Tengo cáncer, pero hasta ahora la enfermedad no me ha producido ningún dolor insoportable”. Deseamos que así hayan transcurrido sus días postreros. El 1 de septiembre no apareció su columna, pero sí el aviso del editor de que reaparecería el viernes 3. Escritas estas líneas al anochecer del jueves 2, ignoro si ese ofrecimiento se cumplió.
Germán Dehesa Violante nació en la Ciudad de México el 1 de julio de 1944. Su crianza le inoculó una dualidad de la que buscó escapar. Era hijo de un veracruzano juguetón, alegre, algo irresponsable según decía el propio Germán, y de una madre adusta y sufridora, adicta a una religiosidad popular que “se le cayó” pronto al segundo de sus hijos. Ángel, el primero, había nacido con un impedimento cerebral. Margarita, la tercera, se hizo médica notable.
Germán fue alumno de escuela pública en el nivel elemental, pero un profesor avisado, que percibió sus dotes singulares, consiguió para él una beca en el Centro Universitario México, la preparatoria de los maristas, a la que volvería a enseñar literatura. Él la aprendió por su cuenta, pero también en la Universidad Nacional. Inscrito originalmente en ciencias químicas, naturalmente pasó pronto a filosofía y letras. Allí conoció a Concepción Christlieb, sobrina del dirigente del PAN Adolfo Christlieb e hija de Alfredo, una de las glorias de la ingeniería mexicana, fundador de una gran empresa, Sociedad Electromecánica, Selmec. De ese matrimonio nacieron Ángel, Juana Inés y Mariana.
Sin abandonarlas del todo nunca, Germán fue más allá de las aulas universitarias con sus talentos, como profesor y como autor. En los años ochenta comenzó a escribir artículos en la página editorial de Novedades, un diario tan pulcro como anodino, casi sin lectores, que no prevaleció cuando comenzó la verdadera competencia periodística en México. Con ojo avizor, Rogelio Cárdenas lo invitó a escribir en El Financiero. Y con mayor perspicacia aún, Alejandro Junco y Ramón Alberto Garza, presidente y director editorial del proyectado diario Reforma, lo convirtieron a partir de noviembre de 1993 en columnista de todos los días, ya floreciente el acusado y aguzado sentido del humor con el que avivaba sus muchas y varias lecturas literarias.
Fundó un taller literario, en que enseñaba a leer y a escribir a señoras hartas de sus exclusivas labores domésticas. Generó un caudal de alumnas, gratificadas por el descubrimiento de mundos inimaginados. En el mismo local donde impartía sus lecciones dio otro paso hacia la construcción de su figura pública. Montó un pequeño cabaret, denominado El Unicornio, en cuyo breve escenario dio salida a su aptitud para la sátira política. Escribió obras que perduraron en la memoria de sus espectadores, no obstante la fugacidad de sus temas. Tapadeus, por ejemplo, y luego Zedilleus, ridiculizaron los hábitos mexicanos sobre la sucesión presidencial. La dramaturgia en la que de ese modo fue interiorizándose tenía siempre un toque musical, al mismo tiempo jolgorioso y fino.
En los noventa el personaje de Germán Dehesa adquirió, con su columna en Reforma y sus actuaciones en La Planta de Luz, el escenario propio que sustituyó a El Unicornio, una dimensión estelar. Había antes hecho televisión y radio. En el canal 13, propiedad estatal todavía, hizo con Ángeles Mastretta una recordable emisión nocturna, La Almohada. En varias estaciones radiofónicas transitó en compañía de María Victoria Llamas y Alejandro Aura, o solo. Llegó a montar un estudio de audio en San José Insurgentes.
Pero nada superaba su presencia en Reforma y en la plaza Loreto. Generó un caudal de seguidores a los que involucraba en sus iniciativas filantrópicas. De no interrumpirlo la muerte, a esta hora estaríamos leyendo el comienzo de una cruzada para auxiliar a los damnificados de Tlacotalpan, el hermoso pueblo ribereño del Papaloapan a cuya fiesta de La Candelaria acudía puntual cada 2 de febrero.
En noviembre de 1994, ese año que, como ahora ocurre, “vivimos en peligro”, los voceadores desafiaron a los editores de Reforma, que introdujeron amén de cánones periodísticos atractivos, pautas de comportamiento empresarial que contrariaban las rutinas de la Ciudad de México. La Unión de Voceadores se negó a hacer circular el diario en días feriados, y de plano trató de impedir su distribución. Los editores convocaron a su personal, a sus colaboradores, a sus lectores y amigos para hacer directamente la venta de ejemplares del diario. En ese lance Dehesa fue, al mismo tiempo, vistoso y eficaz. Reunió un equipo en torno suyo, los baboseadores, como los llamó jugando con las palabras, y desde un punto de venta situado a la vera del edificio de Radio Mil, en Insurgentes sur, colocó durante semanas cientos de ejemplares de un periódico que creó enseguida una modalidad del voceo callejero, los miniempresarios.
Desde sus columnas, Germán Dehesa se sumaba a cuanta causa civil le parecía digna de apoyo, o las suscitaba. Se valía para la movilización consiguiente de su enorme capacidad para hacer amigos. Se hizo proverbial su afición al futbol, su inclinación a los Pumas y su amor por la universidad en que se formó.
Cuando entre dientes circuló la especie de que moriría pronto, se organizaron actos en su honor. Su muerte obligó a cancelar el que el viernes 3 se realizaría en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón del Centro Cultural Universitario. Pudo realizarse, sin embargo, el que tres semanas atrás sirvió para que recibiera una Medalla al Ciudadano Distinguido que le entregó el gobierno en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris. Se intuía, y hoy se sabe, que era una ceremonia del adiós. Hablaron de él Tania Libertad, Carmen Aristegui, Marcelo Ebrard, Fernanda Familiar y su hijo Ángel.
Visiblemente maltrecho, tuvo arrestos para agradecer el festejo y contribuyó centralmente a su desarrollo. Al modo de tertulias literarias sobre Sabines y Borges que había montado en sus establecimientos, puso la pieza Permiso para vivir, en que leyó poemas y escuchó cantar a Adriana Landeros, acompañada por un trío formidable. Casado con Adriana, procrearon a Andrés.
Fue como si le llevaran serenata al filo de su hora suprema.
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