Miguel Angel Granados Chapa
Proceso/26 de septiembre de 2010
A mediados de 2007 el ministro José de Jesús Gudiño Pelayo estuvo al borde de la muerte, probablemente por las mismas causas que le arrancaron la vida el domingo pasado. Hace tres años pudo recuperarse mediante el auxilio de la ciencia médica, pero también por su tesón, la fuerza de su voluntad. Cuando volvió al trabajo, no concluida aún su convalecencia, momentos hubo en que debía hacer leer su ponencia o sus argumentos, porque era incapaz de hacerlo, por debilidad. Pero allí estaba, con la mente lúcida, trabajando. Quizá por aquella resistencia esta vez la agresión física lo tomó por sorpresa, para que no pudiera defenderse.
Se hallaba en Londres, de paseo con su familia. No había gozado de sus vacaciones, como lo había hecho casi todo el Poder Judicial de la Federación, en la segunda quincena de julio, porque le correspondió formar parte de la comisión de receso, una especie de guardia que trabaja en la Suprema Corte de Justicia de la Nación mientras descansa el resto del personal, incluyendo a los ministros.
Muerto el 19 de septiembre, el pleno al que perteneció le rindió homenaje el jueves siguiente. Las palabras de sus compañeros sintetizaron el sentimiento generalizado de pesar que fue percibiéndose tan pronto como el propio día de su deceso corrió la noticia de su tránsito. Las páginas de los periódicos se llenaron de esquelas de condolencia, en número sorprendente para un miembro del Poder Judicial, no un acaudalado empresario o un político con poder individual, o sus parientes. Las expresiones de duelo dirigidas a su esposa, doña Yolanda Cícero, y a sus tres hijos, Yolanda, José de Jesús y Juan Carlos, provinieron de todos los miradores: una demostración de que nunca nadie resintió un daño de su parte, algo difícil de predicar en un juez con más de 30 años en el Poder Judicial, la mitad de los cuales transcurrieron en el máximo sitial a que puede aspirar un jurista.
Nacido en Autlán, Jalisco, el 6 de junio de 1943, Gudiño Pelayo se graduó de abogado en la Universidad Iberoamericana, donde también obtuvo la maestría, y donde ejerció la docencia, una de las facetas relevantes de su personalidad, ejercida en los centros de estudios superiores de los lugares donde se desempeñó como juzgador. Cursó estudios de administración pública en España (Madrid y Alcalá de Henares), pero tan pronto volvió a México ingresó al Poder Judicial federal, como secretario de estudio y cuenta del ministro Fernando Castellanos Tena, en la Sala Penal de la Corte. Esa misma sala (con las modalidades surgidas en la reforma de 1994) sería presidida por él en tres ocasiones, la última de las cuales empezó a correr en enero de este año. Pronto fue designado juez e inició el peregrinar de los servidores de la administración de justicia, que continuó cuando fue ascendido a ministro.
Gerardo Laveaga, un jurista que debía formar parte de la terna para sustituir al maestro fallecido (y dirige desde hace años el Instituto Nacional de Ciencias Penales), que lo conoció de cerca mientras fue director de comunicación social del máximo tribunal, recuerda que la firmeza de las convicciones de Gudiño Pelayo le impidió simular o pretender pasar inadvertido con miras a su ascenso a la Corte. En sus libros sobre el amparo expresó ideas contra los convencionalismos en boga en los años ochenta. “Opiniones como estas llegaron a inquietar a quienes vaticinaban para él un futuro halagüeño. Cuando publicó Introducción al amparo mexicano, un magistrado amigo suyo le pronosticó que había perdido su oportunidad para convertirse en ministro. Al referir esta anécdota, Gudiño se regodeaba: ‘Aposté y gané’”.
No sólo era un jurista consumado y un hombre de dilatadas lecturas en materias diferentes al derecho. Poseía un espíritu moderno, que lo condujo a contar con una página propia en la red, donde además de resumir la actividad jurisdiccional en que tomaba parte hablaba de publicaciones recientes e invitaba a la participación de sus visitantes. En la misma línea de comunicación y transparencia, ideó y condujo un programa en el Canal Judicial, donde más que entrevistar estimulaba a jueces y magistrados a que narraran vivencias que resultaran aleccionadoras.
En el homenaje de cuerpo presente que la Corte le rindió, el ministro Luis María Aguilar insistió de modo pertinente en el lugar central que su familia ocupaba en la vida de Chucho, como le llamó con la confianza que propicia el trato cercano. Su vida estaba dedicada “a la alegría del amor”, según dijo, con tino que hizo derramar lágrimas a su señora y sus hijos. Si se toma el ejemplo de su hija Yolanda, queda claro que propició el desarrollo libre de sus descendientes. Ella ejerce la docencia universitaria en Tlaxcala, y allí mismo opera una pequeña empresa editorial, que dio a la imprenta su novela Tierra de mis soledades, el relato de dos jóvenes mujeres que sufren el desdén de la jerarquía católica hacia el género femenino mientras intentan realizar apostolado en la sierra chihuahuense, entre los rarámuri.
Fue un humanista en su ejercicio del derecho. Con frecuencia alzó los ojos por encima de los códigos para ver más allá de su tieso contenido. Atenco no debe quedarse en Atenco, sentenció al ocuparse de la represión a ciudadanos de ese municipio del Estado de México. Creía que el caso debía servir para que la Corte construyera un criterio sobre el uso de la fuerza pública.
Laveaga sintetiza así el desempeño del togado muerto: “Se colocó en el ala liberal de la Corte y lo mismo defendió el derecho que tienen las mujeres para decidir si continúan un embarazo, que el de las parejas del mismo sexo para contraer matrimonio. En el caso de los manifestantes de San Salvador Atenco pretendió fincar responsabilidades al gobernador del Estado de México y al secretario de Seguridad Pública federal por los abusos que habían cometido algunos agentes, pero al ver que este reclamo no iba a prosperar, se concentró en exigir a las autoridades que, en adelante, establecieran protocolos clarísimos para delimitar el uso de la fuerza pública.
“En el asunto de Lydia Cacho se sintió frustrado ante el voto de sus pares: no entendía por qué no se habían pronunciado ante hechos que, según él, resultaban tan evidentes. La ley podría no admitir ciertas pruebas en el proceso penal (…) mas no era un proceso penal. El libro que escribió con José Ramón Cossío, Genaro Góngora Pimentel y Juan Silva Meza no sólo fue una serie de razonamientos para justificar su voto particular, sino un enérgico deslinde. El título elegido para el libro –Las costumbres del poder– implicó un reproche doméstico: no estamos integrando la Corte que México espera de nosotros” (El Universal, 23 de septiembre).
Su apariencia solemne, conservadora, resultaba contradicha por su espíritu inclinado al humor, al trato sencillo. Sin ambages aludía, en tono de broma, a los encaramientos entre ministros. Por ejemplo, un día dijo que la disputa frecuente entre Genaro David Góngora Pimentel y Sergio Salvador Aguirre Anguiano contribuía a elevar el rating del Canal Judicial.
Entre decenas de magistrados, en enero de 1995 fue elegido ministro de la Corte. Lo propuso el presidente Zedillo y lo aprobó el Senado, junto con 10 de sus compañeros, varios de los cuales ya no están en funciones. Como él, murió el ministro Humberto Román Palacios. Cumplieron el término para el que fueron elegidos Vicente Aguinaco, Góngora Pimentel, Mariano Azuela, Juan Díaz Romero, Juventino Castro.
Ahora tocó a Gudiño Pelayo el turno de partir. Conforme a su credo de niño, que quizá de adulto fue sustituido por un agnosticismo no militante, recibirá en la vida perdurable, multiplicado, el bien que sembró a su paso por este valle de lágrimas.
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