Carlos Martínez García
La Jornada/22 de septiembre de 2010
Esta es una confesión de amor a una centenaria: la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En ella innumerables estudiantes tuvimos la oportunidad de ensanchar nuestros horizontes, de ampliar nuestro estrecho marco conceptual y comenzar a nombrar nuevas realidades nunca percibidas.
Como yo, miles y miles, hijos e hijas de obreros, atónitos incursionamos en las aulas unamitas con escaso bagaje educativo y escuálidos recursos culturales. Mi padre concluyó sus estudios primarios, y de ahí se incorporó directamente al mercado laboral. Mi madre solamente completó el tercer grado de escolaridad primaria, y desde muy niña debió emplearse en tareas domésticas para contribuir al sostén de su familia, cuya cabeza masculina había muerto súbitamente de un letal infarto al corazón.
Mi infancia escolar, mi universo vital, se limitó exclusivamente a dos colonias de la ciudad de México: la Doctores y la Obrera. De tal manera que cuando ingresé al bachillerato de la UNAM, desde el primer día caí en cuenta que me estaba aventurando a lo desconocido, a un espacio en el que entonces me sentí incómodo y sin saber bien a bien cómo relacionarme con mis nuevos compañeros.
En los auditorios unamitas escuché por primera vez a una orquesta sinfónica, tuve la oportunidad de disfrutar del jazz, antes ausente en mi ámbito familiar y cultural. Me fui adentrando en el teatro y la literatura, aprendí a disfrutar del cine y a gozar intensamente el intercambio de ideas. De súbito descubrí el arrebatador encanto de la lectura. Comencé a frecuentar obras de autores cuyos nombres nunca había escuchado. Debí acrecentar mi manejo del lenguaje para comprender lo que intentaba descifrar en páginas que me confrontaban por primera vez con vocablos desconocidos. Sin nombrarlo de esta manera, estaba ejercitando la ampliación de mi horizonte cultural. Muchos años después habría de encontrar en una frase de Ludwig Wittgenstein la descripción del proceso iniciado en la UNAM: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Poco a poco los límites iban cayendo.
El proceso de enseñanza-aprendizaje es en la Universidad Nacional Autónoma de México tan intenso en sus aulas como fuera de ellas. En sus corredores, bellos jardines, plazas, instalaciones deportivas, comedores y garnacherías se ve uno confrontado con la diversidad, con la pluralidad en todos los ámbitos de la vida social. Mi grupo de amigos y amigas estaba conformado mayoritariamente por historias familiares parecidas a la mía. Es decir, casi todos carecíamos de antecedentes universitarios en nuestros árboles genealógicos. Quienes sí los tenían, y también mucho mejores condiciones económicas que los demás, desarrollaron entrañables cercanías con nosotros, los que cada día debíamos estirar recursos para completar los gastos de transportación al paraíso universitario. Unos y otros establecimos una negociación cognoscitiva, existencial, valorativa y volitiva.
En el contacto con los otros y otras, en algunos aspectos muy distintos a mí y en otros muy similares, fui tejiendo un ejercicio comunitario llamado tolerancia e inclusión. Me hice consciente de mi reducido mundo al contrastarme con los otros, al intercambiar nuestras concepciones, prejuicios y esperanzas. Lo ha dicho mucho mejor Ryszard Kapuscinski: “Y eso que la cultura –vaya, también el mismo ser humano– se forma en situaciones de contacto con Otros (por eso todo depende en tal medida de este contacto). Para Simmel el individuo no se forma sino en un proceso de relación, de vinculación con los Otros. Lo mismo afirma Sapir: ‘El verdadero lugar donde se desarrolla la cultura está en la interacción entre personas’. Los Otros –repitámoslo una vez más– son el espejo en que nos reflejamos y que nos hace conscientes de quienes somos” (Encuentro con el otro, Editorial Anagrama, 2007).
Tal vez una de las funciones esenciales de la UNAM sea la de fungir como espejo tanto de aquellos y aquellas que han realizado sus estudios allí como de la sociedad mexicana en general. Por ello es muy importante mantener a ese espejo limpio de obstáculos que le impidan reflejar la verdadera imagen de quienes se miran en él. Hay que vencer las intenciones, y no pocos actos, de sus malquerientes que buscan resquebrajar el espejo que capta la pluralidad, y/o inutilizarlo regateándole el presupuesto para que amplíe sus alcances.
No se trata de idealizar a la UNAM ni de cerrar los ojos a los muchos aspectos en que puede mejorar su desempeño. Con todo la centenaria institución, cuyos antecedentes se remontan al siglo XVI, ha sido central en el desarrollo de la nación al ejercer la crítica en su seno. A diferencia de los centros educativos privados, en la UNAM se ejercita con mayor intensidad la construcción del pensamiento crítico, se estimula el aprender a preguntar. Ésta es una herramienta epistemológica fundamental, porque, como dijo Gaston Bachelard, “la fuente de todo conocimiento es la pregunta”.
Con emoción y agradecimiento a mi alma máter, que me gestó espiritualmente, me recibió en su generoso regazo, me levanto y entono un sentido ¡Goya, goya!
La Jornada/22 de septiembre de 2010
Esta es una confesión de amor a una centenaria: la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En ella innumerables estudiantes tuvimos la oportunidad de ensanchar nuestros horizontes, de ampliar nuestro estrecho marco conceptual y comenzar a nombrar nuevas realidades nunca percibidas.
Como yo, miles y miles, hijos e hijas de obreros, atónitos incursionamos en las aulas unamitas con escaso bagaje educativo y escuálidos recursos culturales. Mi padre concluyó sus estudios primarios, y de ahí se incorporó directamente al mercado laboral. Mi madre solamente completó el tercer grado de escolaridad primaria, y desde muy niña debió emplearse en tareas domésticas para contribuir al sostén de su familia, cuya cabeza masculina había muerto súbitamente de un letal infarto al corazón.
Mi infancia escolar, mi universo vital, se limitó exclusivamente a dos colonias de la ciudad de México: la Doctores y la Obrera. De tal manera que cuando ingresé al bachillerato de la UNAM, desde el primer día caí en cuenta que me estaba aventurando a lo desconocido, a un espacio en el que entonces me sentí incómodo y sin saber bien a bien cómo relacionarme con mis nuevos compañeros.
En los auditorios unamitas escuché por primera vez a una orquesta sinfónica, tuve la oportunidad de disfrutar del jazz, antes ausente en mi ámbito familiar y cultural. Me fui adentrando en el teatro y la literatura, aprendí a disfrutar del cine y a gozar intensamente el intercambio de ideas. De súbito descubrí el arrebatador encanto de la lectura. Comencé a frecuentar obras de autores cuyos nombres nunca había escuchado. Debí acrecentar mi manejo del lenguaje para comprender lo que intentaba descifrar en páginas que me confrontaban por primera vez con vocablos desconocidos. Sin nombrarlo de esta manera, estaba ejercitando la ampliación de mi horizonte cultural. Muchos años después habría de encontrar en una frase de Ludwig Wittgenstein la descripción del proceso iniciado en la UNAM: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Poco a poco los límites iban cayendo.
El proceso de enseñanza-aprendizaje es en la Universidad Nacional Autónoma de México tan intenso en sus aulas como fuera de ellas. En sus corredores, bellos jardines, plazas, instalaciones deportivas, comedores y garnacherías se ve uno confrontado con la diversidad, con la pluralidad en todos los ámbitos de la vida social. Mi grupo de amigos y amigas estaba conformado mayoritariamente por historias familiares parecidas a la mía. Es decir, casi todos carecíamos de antecedentes universitarios en nuestros árboles genealógicos. Quienes sí los tenían, y también mucho mejores condiciones económicas que los demás, desarrollaron entrañables cercanías con nosotros, los que cada día debíamos estirar recursos para completar los gastos de transportación al paraíso universitario. Unos y otros establecimos una negociación cognoscitiva, existencial, valorativa y volitiva.
En el contacto con los otros y otras, en algunos aspectos muy distintos a mí y en otros muy similares, fui tejiendo un ejercicio comunitario llamado tolerancia e inclusión. Me hice consciente de mi reducido mundo al contrastarme con los otros, al intercambiar nuestras concepciones, prejuicios y esperanzas. Lo ha dicho mucho mejor Ryszard Kapuscinski: “Y eso que la cultura –vaya, también el mismo ser humano– se forma en situaciones de contacto con Otros (por eso todo depende en tal medida de este contacto). Para Simmel el individuo no se forma sino en un proceso de relación, de vinculación con los Otros. Lo mismo afirma Sapir: ‘El verdadero lugar donde se desarrolla la cultura está en la interacción entre personas’. Los Otros –repitámoslo una vez más– son el espejo en que nos reflejamos y que nos hace conscientes de quienes somos” (Encuentro con el otro, Editorial Anagrama, 2007).
Tal vez una de las funciones esenciales de la UNAM sea la de fungir como espejo tanto de aquellos y aquellas que han realizado sus estudios allí como de la sociedad mexicana en general. Por ello es muy importante mantener a ese espejo limpio de obstáculos que le impidan reflejar la verdadera imagen de quienes se miran en él. Hay que vencer las intenciones, y no pocos actos, de sus malquerientes que buscan resquebrajar el espejo que capta la pluralidad, y/o inutilizarlo regateándole el presupuesto para que amplíe sus alcances.
No se trata de idealizar a la UNAM ni de cerrar los ojos a los muchos aspectos en que puede mejorar su desempeño. Con todo la centenaria institución, cuyos antecedentes se remontan al siglo XVI, ha sido central en el desarrollo de la nación al ejercer la crítica en su seno. A diferencia de los centros educativos privados, en la UNAM se ejercita con mayor intensidad la construcción del pensamiento crítico, se estimula el aprender a preguntar. Ésta es una herramienta epistemológica fundamental, porque, como dijo Gaston Bachelard, “la fuente de todo conocimiento es la pregunta”.
Con emoción y agradecimiento a mi alma máter, que me gestó espiritualmente, me recibió en su generoso regazo, me levanto y entono un sentido ¡Goya, goya!
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