Manuel Gil Antón*
A la memoria de Carlos Imaz Jahnke
En la edición de hace una semana, Roberto Rodríguez compartió con el lector su esfuerzo por entender, y ayudarme a comprender, la confiabilidad estadística de lo afirmado por el maestro Lujambio hace un par de semanas: “entre 1980 y 1996 la cobertura (en educación superior) tuvo un crecimiento cero…”. Lo dijo con cierto enfado por la incapacidad que hay, a su juicio, de reconocer que para el presidente Calderón ha sido prioritaria la educación superior, y con el ánimo de comparar esos años de aparente “crecimiento cero” en la cobertura, con los de notable aumento en el mismo indicador durante la presente administración. Su texto se llama “Memorándum a Manuel Gil”.
Los datos disponibles indican que en ese periodo la tasa de cobertura perdió celeridad en la evolución al alza, pero que entre 1980 y 1996 la cobertura no se mantuvo estática. Creció, aunque a menor ritmo (de 14 a 18 por ciento en ese lapso) en comparación con las dos décadas previas, y también si lo contrastamos con los recientes 15 años. Agradezco a Roberto su acuciosa búsqueda y solución “no oficial”, pero precisa, al galimatías de las cifras.
Su respuesta me llevó a establecer una analogía entre este asunto de la cobertura en la educación superior y un viejo recuerdo de mis clases de física en la secundaria. Se trata de la fórmula para calcular la velocidad. Nos enseñaron que la velocidad en el desplazamiento de un móvil se calcula poniendo en relación a la distancia con el tiempo. V= D/T.
Si entre la Ciudad de México y Cobertuitlán hay cien kilómetros, y una persona arriba exactamente en una hora, diremos que la velocidad promedio fue de 100 kilómetros por hora. Cuando otra lo hace en dos horas, la división entre la distancia sobre el tiempo arroja que se desplazó en promedio a 50 por hora, como decimos coloquialmente.
Si mantenemos sin cambios ni mejoras a la carretera y la duración del trayecto, no se vale, diría mi profesor de física y el maestro Perogrullo, que el lunes la distancia fuera de 100 kilómetros y el martes siguiente de sólo 50, por “órdenes superiores”. De aceptarse esta variación arbitraria, al llegar en una hora, la velocidad se reduce a 50 km/h, y en el caso del que duró dos horas, se desploma a 25. Bastó cambiar el dato de la distancia (dejando invariante el tiempo) y se altera, obviamente, la velocidad.
¿Cuál es la analogía? Ocupe el lugar de la distancia, en el caso de la tasa de cobertura, la cantidad de estudiantes, esto es, la matrícula total, y el grupo de edad (19 a 23 años) hará las veces del tiempo. Si la matrícula son 2 millones, y el grupo de edad 10 millones, la división arroja como resultado 0.20: la tasa de cobertura es equivalente a la quinta parte del grupo de edad con el cual se le compara. Expresado en porcentaje, la tasa de cobertura (TC) es 20 por ciento. En vez de distancia sobre tiempo, en este caso la fórmula es la matrícula (M) sobre el grupo de edad (GE). TC = M/GE.
Si se modifica el tamaño del grupo de edad ocurren cambios notables: supongamos que se dice que en lugar de 10, son 8 millones, y la matrícula es la misma: el resultado es que la cantidad de estudiantes resulta la cuarta parte (8/ 2= 0.4), y como porcentaje 25 por ciento la tasa de cobertura. Ya no es uno de cada cinco, sino uno de cada cuatro.
El cambio en el grupo de edad (el denominador), sin cambios en la matrícula (el numerador) afecta a la cobertura. Al reducirlo, la TC aumenta, si se amplía, la tasa disminuye.
Modificar los dos términos genera cambios aún más complicados: ya “ajustado”, el grupo de edad en nuestro ejemplo queda en 8 millones, pero se puede alterar la cantidad de estudiantes al incorporar no sólo a los que estudian hasta licenciatura en la modalidad presencial, sino agregando a los que estudian en modalidades abiertas y a distancia, y a los que hacen cualquier posgrado. Esto lleva a que la matrícula pase, digamos, de 2 a 2 millones 500 mil. Al hacer la división, el resultado es 0.3125, o sea casi una tercera parte si se expresa en porcentaje: 31.3. La cobertura crece, sin duda, al reducir el grupo de edad y aumentar la matrícula.
Si las autoridades educativas tienen la facultad de modificar el numerador —la matrícula— y escoger el “mejor” denominador disponible de los varios en la mesa —el grupo de edad— para sus cálculos, la tasa de cobertura será la que ellos quieran, moviendo alguna o las dos cifras. Algo recuerdo, no sé usted, que parecía cosa del pasado: “—¿Qué horas son? —Las que usted quiera señor presidente”.
¿Ha sucedido algo así, más allá de este ejercicio abstracto? En efecto. En el Programa Sectorial Educativo se propone como meta llegar a 30 por ciento de cobertura (tasa bruta) en 2012, empleando la cifra correspondiente a la matrícula de educación superior escolarizada y sin incluir al posgrado. Si se revisa el Cuarto Informe de Gobierno, en la sección correspondiente a la educación superior se anota como matrícula (en el numerador) tanto a la escolarizada, la no escolarizada y a todo tipo de posgrados. Al mover los criterios de lo que se considerará matrícula —al no cumplir con sus propias definiciones— hacen crecer al denominador: 2 millones 910 mil estudiantes. No tienen que alterar al grupo de edad, lo dejan aproximadamente en 10 millones. Ergo, la tasa de cobertura ya es de 29.1 por ciento, y si la meta era llegar a 30 por ciento, falta muy poco y se cumplirá antes de lo programado. Gran éxito, formidable esfuerzo, un gobierno que cumple y da prioridad a la educación superior.
Lo malo es que es falso. Al “mover” los números de la fórmula calculando el mejor resultado, el más lucidor, no se dice la verdad ni se enfrenta, en sus justos términos, el problema. Perdemos todos, aunque en el corto plazo una administración pueda afirmar que logró, y anticipadamente, sus propósitos.
Estando a merced de las autoridades la modificación discrecional de distancias, tiempos, magnitudes y componentes de las cantidades, sin consecuencia alguna, los indicadores sociales —como en este caso el de la cobertura— no son confiables. ¿Qué nos conviene: un país en el que sepamos cómo están las cosas, u otro en el que se tuercen los números para indicar prioridades y logros que no son tales y, para colmo de males, si se les mira bien resultan pírricos? A mi juicio, el primero, pues la tasa de cobertura no es un simple dato, sino un indicador de inclusión o exclusión de los jóvenes mexicanos en las oportunidades educativas. Es ése el debate de fondo, y no se entiende, ni se resuelve, modificando a placer las cantidades.
* Profesor investigador del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.
Tomado de: http://www.campusmilenio.com.mx/390/opinion/mg.html
A la memoria de Carlos Imaz Jahnke
En la edición de hace una semana, Roberto Rodríguez compartió con el lector su esfuerzo por entender, y ayudarme a comprender, la confiabilidad estadística de lo afirmado por el maestro Lujambio hace un par de semanas: “entre 1980 y 1996 la cobertura (en educación superior) tuvo un crecimiento cero…”. Lo dijo con cierto enfado por la incapacidad que hay, a su juicio, de reconocer que para el presidente Calderón ha sido prioritaria la educación superior, y con el ánimo de comparar esos años de aparente “crecimiento cero” en la cobertura, con los de notable aumento en el mismo indicador durante la presente administración. Su texto se llama “Memorándum a Manuel Gil”.
Los datos disponibles indican que en ese periodo la tasa de cobertura perdió celeridad en la evolución al alza, pero que entre 1980 y 1996 la cobertura no se mantuvo estática. Creció, aunque a menor ritmo (de 14 a 18 por ciento en ese lapso) en comparación con las dos décadas previas, y también si lo contrastamos con los recientes 15 años. Agradezco a Roberto su acuciosa búsqueda y solución “no oficial”, pero precisa, al galimatías de las cifras.
Su respuesta me llevó a establecer una analogía entre este asunto de la cobertura en la educación superior y un viejo recuerdo de mis clases de física en la secundaria. Se trata de la fórmula para calcular la velocidad. Nos enseñaron que la velocidad en el desplazamiento de un móvil se calcula poniendo en relación a la distancia con el tiempo. V= D/T.
Si entre la Ciudad de México y Cobertuitlán hay cien kilómetros, y una persona arriba exactamente en una hora, diremos que la velocidad promedio fue de 100 kilómetros por hora. Cuando otra lo hace en dos horas, la división entre la distancia sobre el tiempo arroja que se desplazó en promedio a 50 por hora, como decimos coloquialmente.
Si mantenemos sin cambios ni mejoras a la carretera y la duración del trayecto, no se vale, diría mi profesor de física y el maestro Perogrullo, que el lunes la distancia fuera de 100 kilómetros y el martes siguiente de sólo 50, por “órdenes superiores”. De aceptarse esta variación arbitraria, al llegar en una hora, la velocidad se reduce a 50 km/h, y en el caso del que duró dos horas, se desploma a 25. Bastó cambiar el dato de la distancia (dejando invariante el tiempo) y se altera, obviamente, la velocidad.
¿Cuál es la analogía? Ocupe el lugar de la distancia, en el caso de la tasa de cobertura, la cantidad de estudiantes, esto es, la matrícula total, y el grupo de edad (19 a 23 años) hará las veces del tiempo. Si la matrícula son 2 millones, y el grupo de edad 10 millones, la división arroja como resultado 0.20: la tasa de cobertura es equivalente a la quinta parte del grupo de edad con el cual se le compara. Expresado en porcentaje, la tasa de cobertura (TC) es 20 por ciento. En vez de distancia sobre tiempo, en este caso la fórmula es la matrícula (M) sobre el grupo de edad (GE). TC = M/GE.
Si se modifica el tamaño del grupo de edad ocurren cambios notables: supongamos que se dice que en lugar de 10, son 8 millones, y la matrícula es la misma: el resultado es que la cantidad de estudiantes resulta la cuarta parte (8/ 2= 0.4), y como porcentaje 25 por ciento la tasa de cobertura. Ya no es uno de cada cinco, sino uno de cada cuatro.
El cambio en el grupo de edad (el denominador), sin cambios en la matrícula (el numerador) afecta a la cobertura. Al reducirlo, la TC aumenta, si se amplía, la tasa disminuye.
Modificar los dos términos genera cambios aún más complicados: ya “ajustado”, el grupo de edad en nuestro ejemplo queda en 8 millones, pero se puede alterar la cantidad de estudiantes al incorporar no sólo a los que estudian hasta licenciatura en la modalidad presencial, sino agregando a los que estudian en modalidades abiertas y a distancia, y a los que hacen cualquier posgrado. Esto lleva a que la matrícula pase, digamos, de 2 a 2 millones 500 mil. Al hacer la división, el resultado es 0.3125, o sea casi una tercera parte si se expresa en porcentaje: 31.3. La cobertura crece, sin duda, al reducir el grupo de edad y aumentar la matrícula.
Si las autoridades educativas tienen la facultad de modificar el numerador —la matrícula— y escoger el “mejor” denominador disponible de los varios en la mesa —el grupo de edad— para sus cálculos, la tasa de cobertura será la que ellos quieran, moviendo alguna o las dos cifras. Algo recuerdo, no sé usted, que parecía cosa del pasado: “—¿Qué horas son? —Las que usted quiera señor presidente”.
¿Ha sucedido algo así, más allá de este ejercicio abstracto? En efecto. En el Programa Sectorial Educativo se propone como meta llegar a 30 por ciento de cobertura (tasa bruta) en 2012, empleando la cifra correspondiente a la matrícula de educación superior escolarizada y sin incluir al posgrado. Si se revisa el Cuarto Informe de Gobierno, en la sección correspondiente a la educación superior se anota como matrícula (en el numerador) tanto a la escolarizada, la no escolarizada y a todo tipo de posgrados. Al mover los criterios de lo que se considerará matrícula —al no cumplir con sus propias definiciones— hacen crecer al denominador: 2 millones 910 mil estudiantes. No tienen que alterar al grupo de edad, lo dejan aproximadamente en 10 millones. Ergo, la tasa de cobertura ya es de 29.1 por ciento, y si la meta era llegar a 30 por ciento, falta muy poco y se cumplirá antes de lo programado. Gran éxito, formidable esfuerzo, un gobierno que cumple y da prioridad a la educación superior.
Lo malo es que es falso. Al “mover” los números de la fórmula calculando el mejor resultado, el más lucidor, no se dice la verdad ni se enfrenta, en sus justos términos, el problema. Perdemos todos, aunque en el corto plazo una administración pueda afirmar que logró, y anticipadamente, sus propósitos.
Estando a merced de las autoridades la modificación discrecional de distancias, tiempos, magnitudes y componentes de las cantidades, sin consecuencia alguna, los indicadores sociales —como en este caso el de la cobertura— no son confiables. ¿Qué nos conviene: un país en el que sepamos cómo están las cosas, u otro en el que se tuercen los números para indicar prioridades y logros que no son tales y, para colmo de males, si se les mira bien resultan pírricos? A mi juicio, el primero, pues la tasa de cobertura no es un simple dato, sino un indicador de inclusión o exclusión de los jóvenes mexicanos en las oportunidades educativas. Es ése el debate de fondo, y no se entiende, ni se resuelve, modificando a placer las cantidades.
* Profesor investigador del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.
Tomado de: http://www.campusmilenio.com.mx/390/opinion/mg.html
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