Jesús Silva-Herzog Márquez
11 de octubre de 2010
Hace poco menos de un año la portada de la revista inglesa The Economist retrataba la imagen de un país. El enorme Cristo de Corcovado, símbolo de Rio de Janeiro y de Brasil, convertido en un cohete despegando. Lo reiteraba el propio titular: “Brasil despega.” Se ha convertido en un deporte universal elogiar a Brasil como el nuevo milagro económico, la enorme potencia que emerge. Si Stefan Zweig describió a Brasil como el país del futuro, ahora parece que se trata de un país que accede al futuro. Pero la opinión mundial parece tan veleidosa como la opinión pública nacional. Hace unos años, tras la llegada de la democracia, el enorme país sudamericano trasmitía una imagen muy negativa. Después de dos décadas de régimen militar, imperaban la inestabilidad política y la crisis económica. Brasil era el ejemplo de lo que no había que hacer.
En el ámbito de los estudios políticos, Brasil parecía un instructivo para el caos. Diversos estudios se publicaron enfatizando que su arreglo político conducía a la parálisis. Vean Brasil, estudien sus reglas y aléjense lo más posible de ellas, parecían sugerir distintos diagnósticos serios. La primera década democrática de Brasil fue, sin duda, notablemente inestable e improductiva. Se decía por muchos lados que su estructura de partidos era disfuncional e incompatible con un sistema presidencial. Así, construido con el ejemplo de Brasil, se fue imponiendo una idea que dominó la ciencia política durante un buen número de años: el pluripartidismo no combina con la democracia presidencial. Los sistemas presidenciales que funcionan tienden a seguir el modelo norteamericano, en donde hay pocos partidos, de preferencia, dos. Sólo cuando hay pocas opciones partidista y cuando el congreso puede llegar a formar una mayoría sólida es posible que el presidencialismo se mueva. De lo contrario, decían los seguidores de Juan J. Linz, la democracia se estancará; el presidente será incapaz de sacar adelante sus iniciativas; ejecutivo y congreso se enfrascarán en una lucha terca y estéril. Si los países quieren conservar su régimen presidencial, más les vale que dispongan todos los alicientes para limitar el pluralismo y diseñar mayorías.
Ése es el diagnóstico que siguen compartiendo el presidente Felipe Calderón y el gobernador Enrique Peña Nieto y algunos comentaristas prominentes que desearían el retorno de las mayorías con ayuda de las leyes. Creen que nuestros problemas derivan de una presidencia en minoría. Busquemos, dice cada quien a su modo, que el presidente del futuro no tenga estos obstáculos y cuente para beneficio de sus electores, con las herramientas para gobernar con eficacia. Si queremos salir del atasco de la última década, construyamos un gobierno de mayoría. Pero antes de aceptar estas ideas valdría asomarse al caso brasileño. Podría empezarse con la gráfica que captura la dispersión partidista del congreso en sus dos cámaras. Si nuestros mayoritaristas vieran ese cuadro dirían que ese era el espejo de la ingobernabilidad. ¿Cómo podría adelantar iniciativas un presidente que tiene menos de la quinta parte de los diputados en el congreso?
Hay quien se adelanta a decir que la respuesta al acertijo de la eficacia democrática de Brasil son dos liderazgos excepcionales. Dos administraciones exitosas que, a pesar de provenir de partidos opuestos, lograron continuidad. Ese es, sin duda, un elemento relevante en la explicación del éxito. Pero, no puede quedarse todo ahí. En primer lugar, hay que destacar que, si bien el congreso tiene muchos colores, el presidente cuenta con enormes facultades constitucionales. Se trata de uno de los presidentes más fuertes en términos estrictamente legales. Tiene iniciativa preferente, amplios poderes legislativos; puede dictar medidas provisionales y decretos de urgencia con los que no podría ni soñar el presidente mexicano. Puede decirse que el Ejecutivo tiene el control de la agenda legislativa. No significa esto que el Congreso simplemente ratifique los caprichos del presidente. La negociación con los partidos suele ser compleja e intensa pero ha producido resultados.
En Brasil se ha logrado convertir al gabinete en una auténtica plaza de acuerdos que repercute en la dinámica del Congreso. La presidencia, ensamblando coaliciones, ha aprendido a ubicarse como el centro de una alianza gobernante. Los partidos han estado dispuestos a asumir esa responsabilidad. Los presidentes entienden que, a pesar de haber ganado una elección, tienen como primera labor gubernativa, formar gobierno. El politólogo brasileño Octavio Amorim Neto ha dicho por eso que Brasil tiene un “estilo europeo de gobierno que genera un patrón de gobernabilidad tan efectivo como el de las democracias multipartidistas estables.”
En lugar de suspirar con nostalgia por la mayoría que se fue, deberíamos aprender a gestionar democráticamente nuestra diversidad. Brasil es un caso para estudiar.
Tomado de: http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/
11 de octubre de 2010
Hace poco menos de un año la portada de la revista inglesa The Economist retrataba la imagen de un país. El enorme Cristo de Corcovado, símbolo de Rio de Janeiro y de Brasil, convertido en un cohete despegando. Lo reiteraba el propio titular: “Brasil despega.” Se ha convertido en un deporte universal elogiar a Brasil como el nuevo milagro económico, la enorme potencia que emerge. Si Stefan Zweig describió a Brasil como el país del futuro, ahora parece que se trata de un país que accede al futuro. Pero la opinión mundial parece tan veleidosa como la opinión pública nacional. Hace unos años, tras la llegada de la democracia, el enorme país sudamericano trasmitía una imagen muy negativa. Después de dos décadas de régimen militar, imperaban la inestabilidad política y la crisis económica. Brasil era el ejemplo de lo que no había que hacer.
En el ámbito de los estudios políticos, Brasil parecía un instructivo para el caos. Diversos estudios se publicaron enfatizando que su arreglo político conducía a la parálisis. Vean Brasil, estudien sus reglas y aléjense lo más posible de ellas, parecían sugerir distintos diagnósticos serios. La primera década democrática de Brasil fue, sin duda, notablemente inestable e improductiva. Se decía por muchos lados que su estructura de partidos era disfuncional e incompatible con un sistema presidencial. Así, construido con el ejemplo de Brasil, se fue imponiendo una idea que dominó la ciencia política durante un buen número de años: el pluripartidismo no combina con la democracia presidencial. Los sistemas presidenciales que funcionan tienden a seguir el modelo norteamericano, en donde hay pocos partidos, de preferencia, dos. Sólo cuando hay pocas opciones partidista y cuando el congreso puede llegar a formar una mayoría sólida es posible que el presidencialismo se mueva. De lo contrario, decían los seguidores de Juan J. Linz, la democracia se estancará; el presidente será incapaz de sacar adelante sus iniciativas; ejecutivo y congreso se enfrascarán en una lucha terca y estéril. Si los países quieren conservar su régimen presidencial, más les vale que dispongan todos los alicientes para limitar el pluralismo y diseñar mayorías.
Ése es el diagnóstico que siguen compartiendo el presidente Felipe Calderón y el gobernador Enrique Peña Nieto y algunos comentaristas prominentes que desearían el retorno de las mayorías con ayuda de las leyes. Creen que nuestros problemas derivan de una presidencia en minoría. Busquemos, dice cada quien a su modo, que el presidente del futuro no tenga estos obstáculos y cuente para beneficio de sus electores, con las herramientas para gobernar con eficacia. Si queremos salir del atasco de la última década, construyamos un gobierno de mayoría. Pero antes de aceptar estas ideas valdría asomarse al caso brasileño. Podría empezarse con la gráfica que captura la dispersión partidista del congreso en sus dos cámaras. Si nuestros mayoritaristas vieran ese cuadro dirían que ese era el espejo de la ingobernabilidad. ¿Cómo podría adelantar iniciativas un presidente que tiene menos de la quinta parte de los diputados en el congreso?
Hay quien se adelanta a decir que la respuesta al acertijo de la eficacia democrática de Brasil son dos liderazgos excepcionales. Dos administraciones exitosas que, a pesar de provenir de partidos opuestos, lograron continuidad. Ese es, sin duda, un elemento relevante en la explicación del éxito. Pero, no puede quedarse todo ahí. En primer lugar, hay que destacar que, si bien el congreso tiene muchos colores, el presidente cuenta con enormes facultades constitucionales. Se trata de uno de los presidentes más fuertes en términos estrictamente legales. Tiene iniciativa preferente, amplios poderes legislativos; puede dictar medidas provisionales y decretos de urgencia con los que no podría ni soñar el presidente mexicano. Puede decirse que el Ejecutivo tiene el control de la agenda legislativa. No significa esto que el Congreso simplemente ratifique los caprichos del presidente. La negociación con los partidos suele ser compleja e intensa pero ha producido resultados.
En Brasil se ha logrado convertir al gabinete en una auténtica plaza de acuerdos que repercute en la dinámica del Congreso. La presidencia, ensamblando coaliciones, ha aprendido a ubicarse como el centro de una alianza gobernante. Los partidos han estado dispuestos a asumir esa responsabilidad. Los presidentes entienden que, a pesar de haber ganado una elección, tienen como primera labor gubernativa, formar gobierno. El politólogo brasileño Octavio Amorim Neto ha dicho por eso que Brasil tiene un “estilo europeo de gobierno que genera un patrón de gobernabilidad tan efectivo como el de las democracias multipartidistas estables.”
En lugar de suspirar con nostalgia por la mayoría que se fue, deberíamos aprender a gestionar democráticamente nuestra diversidad. Brasil es un caso para estudiar.
Tomado de: http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/
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