viernes, 29 de octubre de 2010

Juventudes y universidades mexicanas, más allá de la edad

María Herlinda Suárez Zozaya*
herlinda@servidor.unam.mx

Ya hemos dicho en Campus anteriores que en México la aparición de la Universidad Nacional coincide, prácticamente, con la aparición, en el escenario nacional, de la juventud. Hay que recordar que en su formulación germinal y más general el criterio etario para definir lo que se entiende por juventud es insuficiente. La concepción y el significado de esta palabra sólo pueden desentrañarse dentro de contextos históricos, porque son éstos los que producen y reproducen a quienes la piensan, como etapa de la vida y/o clase de edad, y a quienes se les representa y se identifica como miembros de las nuevas generaciones.

La juventud es un invento de la sociedad moderna y a México llegaron ambas en los albores del siglo XX; justamente por ello se hizo necesario que el país contara con una universidad. Sin ella, ni la sociedad moderna ni la juventud podían haber sido producidas ni reproducidas.

Tanto la universidad como la juventud mexicanas son productos y aspiraciones de las élites; no podría haber sido de otra manera. Podríamos calificar de milagro si es que hubiera sucedido que “el pueblo” mexicano de principios del siglo XX hubiera estado preocupado por el acceso a la educación superior de las nuevas generaciones. En ese momento más de 70 por ciento de la población mexicana no sabía leer ni escribir y la esperanza de vida al nacer ni siquiera llegaba a los 30 años de edad. ¡Imagínese nada más! Con una formación y una vida tan cortas, ¿quién iba a interesarse en apoyar la creación de una universidad?, ¿quién iba a pensar que a la edad de 20 años se era joven?

La urgencia “del pueblo” estaba puesta en la necesidad de adquirir las habilidades básicas para entablar comunicación más allá de los ámbitos domésticos y, sobre todo, en sobrevivir. Por ello, en 1910, cuando dio comienzo la lucha revolucionaria varios grupos sociales atendieron al llamado del Plan de San Luis y “el pueblo” se sumó a ellos. En cambio, tal y como lo expresó Justo Sierra, el proyecto universitario no contó con el apoyo popular. “El pueblo” mexicano no tenía conciencia moderna y no estaba en él la voluntad de tener una universidad, ni tampoco de forjar una juventud mexicana.

Para cuando se fundó la universidad, Justo Sierra tenía más de 60 años, podríamos decir que era un superviviente. Claro está que había sobrevivido porque Sierra estaba lejos de pertenecer “al pueblo”; formaba parte de la élite y de la “gerontocracia” que, junto con Porfirio Díaz, gobernaba el país cuando la universidad fue fundada. Con todo, nada menos cierto que afirmar que, en su origen moderno, el proyecto de la institución universitaria mexicana es un proyecto de viejos. Hay que recordar que los ateneístas, quienes reivindicaron para sí la pertenencia a la juventud, se plantearon como horizonte la fundación de una universidad nacional, pública y laica. Esto no es un dato menor, pues la historiografía sugiere que, en ese momento en México, nadie más que Justo Sierra tenía interés de fundar una universidad, pero la historia cuenta otra cosa: Pedro Henríquez Ureña, hacia 1908, en una carta1 que le envió a Alfonso Reyes, escribió, refiriéndose a la universidad: “o la fundan o la fundamos”. Y en los escritos de Henríquez Ureña también se encuentra el reconocimiento explícito de la responsabilidad ateneísta de construir, para México, una juventud. En 1913, el literato dominicano escribió: “llegué yo a México en el momento mismo en que se definía la juventud. Hasta entonces sólo había existido como grupo adscrito a la Revista Moderna”. Tanta era la importancia que estos jóvenes le atribuían a que el país contara con universidades y con juventud que ellos mismos fundaron su propio claustro: la Universidad Popular Mexicana.

Han pasado ya cien años de los sucesos que aquí he relatado. En el país, la esperanza de vida al nacer ha alcanzado los 75 años y sin duda juventud hay, y bastante. Claro que la concepción y el significado de la palabra juventud han experimentado un cambio radical; la edad se proclama como el único atributo para ser considerado joven y ahora se habla de juventudes, en plural, para dar cuenta de las diversas maneras que hay de ser joven. La juventud universitaria sigue siendo relativamente menor que la no universitaria y ninguno de estos dos colectivos juveniles tiene certeza de su papel histórico, ni siquiera de que la sociedad tenga un lugar para ellos. En términos de capital político, las juventudes mexicanas, universitarias o no, tienen escasa participación en las universidades, ya sea porque se subestima su capacidad de agencia o debido, de plano, a que los poderes de hoy se lo impiden.

Resulta evidente, entonces, que lo que llamamos “juventud mexicana”, sea lo que esto hoy represente y signifique, se está produciendo y reproduciendo fuera de los contextos universitarios. Lamentablemente en su mayoría, tales contextos están marcados por la precariedad, las lógicas del riesgo y la violencia. Así que pasado un siglo, con una revolución de por medio, la mayor preocupación de los(as) mexicanos(as) sigue siendo la supervivencia. Y las universidades, por más que a ellas acudan muchos(as) jóvenes, ahora sí, están siendo representadas y significadas por los(as) jóvenes como mundos adultos, por no decir de viejos.

Nota
1. Carta de Henríquez Ureña a Reyes del 3 de febrero de 1908, en A. Reyes y P. Henríquez Ureña, Correspondencia 1907-1914, edición de José Luis Martínez, México. FCE, 2004, p. 81 (Colección Biblioteca Americana).
* Investigadora del CRIM, profesora de la FCPS, miembro del Seminario de Educación Superior y del Seminario de Juventud de la UNAM.
Tomado de: http://www.campusmilenio.com.mx/391/opinion/mhs.html

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