Revista Nexos/No. 377, mayo de 2009
La ciencia siempre avanza, aunque a veces a tropezones, y cada avance tiene su historia. El gran Galileo Galilei nació en Pisa en 1564, hijo del docto teórico musical Vicente Galileo. Fue contemporáneo de Shakespeare, de Lope de Vega, de Francis Bacon y de Urbano VIII, papa destinado a desempeñar un papel importante en su vida. Ya habían pasado 21 años desde la muerte de Nicolás Copérnico y faltaban otros 80 para que naciera Isaac Newton.
Podría decirse que Galileo era un estuche de monerías. Tocaba el laúd, cantaba con voz meliflua, era matemático, hablaba y escribía elocuentemente en latín y en italiano. Era un personaje multifacético, emblemático del Renacimiento. Newton y Einstein lo consideraban el padre de la física. Es verdad que tenía un genio de los mil diablos y era necio como macho viejo, pero también es cierto que lo provocaban. Y como dice Sigüenza y Góngora, citando a san Jerónimo: “Si en mi defensa escribo es culpa de quien me provoca, no mía, que yo estoy obligado a responder”.
A la edad de 46 años Galileo había construido un telescopio bastante malo (como dice Feyerabend), pero mejorado a base de un diseño holandés. Con este modesto aparato reportó haber descubierto las cuatro lunas de Júpiter y las fases de Venus, un logro sorprendente que le permitió declarar que Aristóteles estaba equivocado y que el Sol y no la Tierra era el centro del sistema planetario. Viajó a Roma con su telescopio para convencer a los jesuitas que Copérnico tenía razón y logró que algunos jesuitas confirmaran independientemente sus observaciones, de modo que Galileo fue nombrado miembro de la Academia de los Linces. Pero otros sólo vieron unas imágenes borrosas y se convirtieron en sus enemigos. Cinco años más tarde, el cardenal Bellarmine dictaminó que no había pruebas concluyentes de la teoría de Copérnico y le pidió aceptar que sólo se trataba de una hipótesis; y Galileo aceptó.
Ahora bien, Galileo no era el autor de la teoría heliocéntrica, que ya había sido enunciada por filósofos paganos muy antiguos. Sus observaciones, según él, apoyaban esta teoría y nada más. Sin embargo, Galileo era muy dado a la polémica y se involucró en una discusión con los jesuitas que poco tenía que ver con el heliocentrismo pero que le reportó enemistades a granel. En 1630, a la edad de 66 años, decidió emprender otro viaje a Roma para visitar a su amigo el cardenal Mateo Barberini quien lo había apoyado en su controversia contra los jesuitas y que entre tanto había sido elegido papa bajo el nombre de Urbano VIII. Los Barberini eran de origen florentino y eran muy influyentes y muy políticos. Al escuchar sus cuitas, el papa le recomendó a Galileo que escribiera un libro equilibrado, o sea, que no atacara ni defendiera ninguna de las dos posiciones acerca de cuál astro se movía en torno a cuál. Era un consejo sensato. El papa Urbano era un buen amigo y además tenía sus razones para no enemistarse con la Santa Inquisición.
El Diálogo sobre los dos sistemas del mundo salió publicado en 1632 con la venia de la Inquisición y con la bendición papal, en el supuesto que se trataba de una discusión equilibrada. Sin embargo, Galileo se había excedido y había echado en saco roto las recomendaciones de su amigo Urbano. El libro era sarcástico y, para colmo, ahí figuraba un personaje imaginario llamado Simplicio que ponía en ridículo al papa. Evidentemente, no era el texto ecuánime y equilibrado que la Inquisición tenía en mente. A Galileo le sorprendió la reacción adversa a su obra y el que el papa la tomara a mal; pero el daño estaba hecho. Al año siguiente de la publicación del Diálogo fue citado a comparecer ante el Santo Oficio y fue hallado culpable de afirmar que era lícito sostener opiniones que habían sido declaradas contrarias a las Escrituras. Galileo fue declarado “vehementemente sospechoso de herejía” y se le condenó a abjurar de sus opiniones y a permanecer recluido en su domicilio por el resto de su vida. Estaba a punto de cumplir 70 años.
Todo el mundo sabía que Galileo era católico devoto; no era clérigo ni tenía pretensiones de teólogo. Sus escritos no atentaban contra las Escrituras sino que proponían una interpretación diferente de las mismas. Pero esto bastó para condenarlo. La posición de la Iglesia ha ido cambiando paulatinamente con el progreso de las ciencias. León XIII declaró que no puede haber contradicción entre la ciencia y la fe (Providentissimus Deus, 1893). Hoy se reconoce que la Biblia no es un manual de química o de astronomía, y se acepta que los autores inspirados se expresaban en el idioma y con las ideas de la época en que fue escrita. En 1992 Juan Pablo II concedió que los teólogos habían manejado mal el affaire Galileo, y que su error consistió en “suponer que nuestra comprensión de la estructura del mundo físico estuviera condicionada de alguna manera por el sentido literal de las Sagradas Escrituras”.
Contra el método
Cualquier mexicano estará de acuerdo en admitir que Galileo era poco hábil como político y quizá un tanto imprudente. Sus amigos habían intentado en vano disuadirlo de la idea de torear a la Inquisición en este asunto. Pero el filósofo de la ciencia Paul Feyerabend (1924-1994) fue mucho más lejos. Revisó el affaire Galileo, estudió las actas del proceso y llegó a la siguiente conclusión un tanto alarmante:
La Iglesia fue mucho más razonable que el propio Galileo y tomó en cuenta las consecuencias éticas y sociales de su doctrina. El veredicto contra Galileo fue racional y justo, de tal modo que una posición revisionista sólo podría justificarse a estas alturas por razones de oportunismo político.
Acto seguido, Feyerabend procedió a poner el asunto de cabeza, justificando la forma irracional de proceder de Galileo. Admiraba a Galileo por tramposo: no pudo haber visto los satélites de Júpiter con un telescopio que no servía ni para ver bien la Luna. Según Feyerabend, Galileo hizo bien porque “en ciencia todo se vale”. La falta de racionalidad es la única manera de progresar en la ciencia. El problema de los científicos es que somos timoratos y solitos nos ponemos obstáculos y cortapisas, tales como el famoso método científico. Contra el método, publicado por Feyerabend en 1975, señala que “no existe ni puede existir teoría alguna que explique todos los datos”. Por eso el método científico no sirve: si Galileo lo hubiera utilizado, habría fracasado.
Las ideas críticas de Feyerabend tuvieron una gran influencia sobre la ciencia moderna. Hoy se reconoce que para avanzar es necesario innovar, es decir, abandonar las teorías caducas para implantar ideas nuevas. Pero Kuhn y otros filósofos de la ciencia afirmaban que las teorías nuevas, para ser válidas, deben ser consistentes con las teorías vigentes. Eso no tiene lógica, dice Feyerabend, porque le otorga una ventaja indebida e irracional a lo caduco. Si tenemos dos nuevas teorías y queremos saber cuál de las dos nos conviene adoptar, tendríamos que favorecer la que fuera más compatible con el armazón teórico existente. Pero ¿acaso es ésa la mejor elección? Obviamente, la validez de algo nuevo no tiene nada que ver con el grado de parecido que tenga con las ideas caducas. Para adoptar una nueva teoría hay que deshacerse de todos los prejuicios, no otorgarles una preeminencia indebida.
Inquisidores de ayer y de hoy
Carlos de Sigüenza fue contemporáneo de Newton y también de sor Juana. México tuvo científicos y creadores eminentes, de nivel mundial, cuando era una provincia remotísima del imperio español. Hoy estamos divididos en dos sistemas, los investigadores que se someten a evaluaciones periódicas por pares y los creadores que disfrutan de un régimen mucho más relajado. En cuanto a resultados, la evidencia es contrastante. Los creadores aventajan a los investigadores en resonancia nacional e internacional.
Sigüenza nunca tuvo que enfrentarse a una comisión dictaminadora. Sus escritos no pasaban por un sistema de arbitraje a cargo de sus pares. Poco a poco, a medida que nos fuimos integrando a la comunidad científica internacional adoptando sus usos y costumbres, dejamos de ser innovadores. ¿No deberíamos poner menos obstáculos a la creatividad?
Se ha dicho en broma que Einstein no reunía las calificaciones mínimas para ingresar a nuestro Sistema Nacional de Investigadores. En 1905, cuando se publicó su artículo sobre la teoría de la relatividad, Einstein no estaba adscrito a ninguna institución académica reconocida. No tenía publicaciones. No tenía trayectoria. Con tales antecedentes, muchos postulantes mexicanos son eliminados por el SNI. ¿Y si entre ellos apareciera un genio?
La calificación que emite el SNI se basa, principalmente, en el número de artículos publicados en revistas arbitradas. Las universidades suelen imitar al SNI para evaluar a su personal académico. Pero los arbitrajes de las revistas se encuentran a cargo de “pares” seleccionados por un editor, inquisidores sin rostro que se esconden tras el anonimato. Con frecuencia estos colegas invisibles son competidores nuestros y sus opiniones no pueden ser calificadas de imparciales. El veredicto final sobre un trabajo científico se basa en varios arbitrajes y tarda meses en llegar. Un rechazo prácticamente equivale a la prohibición de publicar, en especial cuando se trata de contribuciones innovadoras.
¿Por qué nos sometemos a estas calificaciones provenientes de colegas de otros países donde no se nos conoce y en un idioma que no dominamos a fondo? ¿No sería posible que el trato que nos dan estos “pares” anónimos no fuera el mismo que suelen otorgar a sus propios connacionales? Si ello fuera cierto, ¿qué Chapulín Colorado nos va a proteger? Se sabe que en otros países abundan los críticos del sistema de arbitraje por pares. Es una institución que se tolera por la excesiva carga de trabajo de los editores, su dominio limitado de todas las áreas científicas o simplemente porque dos opiniones valen más que una.
En resumen, no puede hablarse de una relación entre pares cuando el equilibrio de poder entre juzgados y juzgadores es tan desigual, independientemente de la nacionalidad, categoría científica o calidad humana de los juzgadores. Según Feyerabend, hay motivos para desconfiar de un árbitro cuando éste nos juzga según criterios de racionalismo crítico o de empirismo lógico: basando sus juicios en mediciones supuestamente “precisas” del rendimiento, por ejemplo. Poco nos dice Feyerabend de las instituciones que implementan tales criterios, como las revistas, las academias, las asociaciones que organizan congresos o el Conacyt. Existen los estatutos del personal académico, los reglamentos del Sistema Nacional de Investigadores, los instructivos para designar a los miembros de los comités, etcétera. El filósofo austríaco predecía que el conocimiento a duras penas iba a poder sobrevivir en un medio tan burocrático y difícil. Y agregó que “las ideas que hoy forman la base de la ciencia existen gracias a que alguna vez hubo prejuicios, arrebatos y pasiones. Aun oponiéndose a la razón, en su momento fueron admitidas y se les permitió triunfar”.
En México, el Santo Oficio dependía del rey de España, no del Vaticano. Fue establecido cuando Galileo tenía apenas siete años de edad, y funcionó sin interrupción hasta 1820. Fue más riguroso y cruel que el tribunal que enfrentó Galileo: éste siquiera fue leído y escuchado. Ser académico en México implica enfrentar un fuego cruzado de inquisidores impersonales que nos presumen culpables antes de conocernos, y que nos califican sin molestarse en leer lo que escribimos.
Acaso no habría que equiparar la Inquisición con nuestros organismos de evaluación, aunque su insaciable apetito de constancias puede verse como una forma de tortura. Dudamos de la efectividad de estas evaluaciones. Por supuesto que no todo lo pasado fue mejor. Carlos de Sigüenza tuvo problemas con sus colegas, como los tuvo Galileo. Pero en el Siglo de Oro las controversias se dirimían en público, abiertamente. Se valía esgrimir escritos polémicos y hasta ataques personales. Sigüenza se defendía de las doctas agresiones del padre Kino reprochándole su origen alemán. En la ciencia, todo se valía:
Hallándome en mi patria, con los créditos que me ha granjeado mi estudio con salario del Rey nuestro Señor por ser su catedrático de matemáticas de la Universidad Mexicana, no quiero que en algún tiempo se piense que el Reverendo Padre vino desde su provincia de Baviera a corregirme la plana (Libra astronómica y philosóphica en que... examina... lo que opuso… el R.P. Eusebio Francisco Kino,1691).
Heriberta Castaños. Miembro del Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM. Entre sus libros: La Torre y la Calle. Vinculación de la universidad con la industria y el Estado.
Cinna Lomnitz. Sismólogo. Investigador emérito del Instituto de Geofísica de la UNAM. Autor de Los temblores.
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