Dada la coyuntura, hay bastantes especulaciones y controversias de lo que va a ocurrir en la sociedad mexicana. Al respecto tenemos opiniones encontradas. Los funcionarios del régimen creen que hay una situación adversa que va a mejorar. Con optimismo, para ellos significa un reto y dicen que pueden con él. En contraste, hay quienes consideramos que probablemente nos encaminamos a una época de oscuridad. No soy pesimista. Pero no puedo dejar de decir lo que, como sociólogo, advierto en el panorama.
Hay un ciclo de cien años que vamos a cumplir en 2010, cuando festejemos la Independencia nacional y la Revolución Mexicana. Ambos sucesos hicieron mudar radicalmente el camino. ¿Qué nos puede pasar ahora? En los últimos tres decenios hemos venido de crisis en crisis: la de 1982, la de 1994 y, actualmente, la de 2009. Esta última, que remata en recesión, se ha visto agravada por la crisis global y por los efectos económicos que trajo la epidemia de influenza. El país luce desbaratado.
Una digresión sobre las epidemias permite anotar que se trata de fenómenos sociales muy importantes, porque producen miedo y decaimiento del ánimo; en una situación de crisis, contribuyen a que la sociedad quede indefensa para que se le impongan cambios que no son deseables. Las epidemias, en ocasiones, están asociadas con el inicio de procesos históricos de larga duración. Nuestra epidemia, la de inicios del siglo XXI, deja una enorme cauda de efectos directos y colaterales, que alertan a la sociedad ante un riesgo mayor. En estos días, en que todos sentimos que algo anda mal, en que ha habido estrategias políticas de manejo emocional, uno se pregunta si las instituciones que la resguardan están preparadas para contingencias graves y si existen fuerzas políticas que impidan que el país siga desbaratándose.
La cadena de hechos problemáticos que se ha ido formando, ha sido correlativa con la continuidad de políticas que, por inapropiadas, han favorecido dejarnos mal donde estamos. Hoy se aprecian agotadas e incapaces de resolver la gran complejidad en la que nos encontramos: caos económico-financiero, desempleo, altos niveles de pobreza extrema, pérdida de competitividad, caída de los precios del crudo, finanzas públicas maltrechas en 2010, menos remesas y turismo, una destrucción ecológica en el país que no tiene medida, calentamiento global, carencia de recursos para la ciencia, falta de agua, problemas alimenticios, de acceso a medicinas y de atención médica, expulsión de nuestros jóvenes a EU, porque aquí ni estudian ni trabajan, anomia social, descrédito del régimen democrático de partidos, violencia e inseguridad por el narcotráfico y un gobierno que no acierta a gobernar a la altura de los tiempos, entre otros. Lo trascendente es la confluencia de todos estos puntos críticos aquí y ahora. En su interacción nos acercan a una mayor fragmentación social. A que en nuestro país cobre auge lo que Naomi Klein llama el capitalismo del desastre, que aparece cuando las políticas contienen una buena dosis de coerción que debilitan el cuerpo político y a la sociedad en su conjunto. Que llevan a un shock que ablanda y somete para aceptar como única salida una mayor mercantilización de la vida social, con todos sus efectos negativos ya probados.
Situados en esta perspectiva, que afecta al sistema educativo, en las universidades públicas estamos preocupados por nuestras instituciones. Porque desde los años ochenta del siglo pasado el gobierno comenzó a debilitarlas. Fue cuando comenzaron a instrumentarse políticas que desinstitucionalizaron a las universidades públicas y alteraron su identidad. Desde entonces las universidades pasaron del ejercicio de una autonomía amplia a una autonomía restringida. Adquirieron una práctica de conducción rectoral para facilitar el logro de los objetivos y metas gubernamentales. Perdieron su significado social como instrumento de progreso a medida que las acercaron al mercado.
Ahora, la confluencia de factores que erosionan el tejido social, lo delicado de la situación nacional, demanda recuperar el significado con una mayor presencia de nuestras casas de estudio en la sociedad y fortalecer la investigación orientada a preguntas que nos sean pertinentes. El momento puede aprovecharse para crear conciencia en las comunidades universitarias de cómo se encuentra la universidad ante sí misma y ante la sociedad, para cambiar religando el interés común que nos une a los universitarios y refrendando nuestro compromiso con México.
Para coadyuvar a salir de la crisis, las universidades requieren volver a discutir sus prioridades académicas, equiparse para abrirse más a su entorno, asociarse en proyectos comunes, impulsar a la sociedad civil, ampliar el espacio de lo público. Reconstruirse, para lo cual será clave transferir conocimiento, manejar información y establecer una amplia acción comunicativa entre los universitarios y con la sociedad. Porque la universidad será indispensable para que en México se rompan los círculos perversos y la desigualdad social, que es el mayor problema que afronta la sociedad mundial. Somos los profesores e investigadores quienes tenemos el desafío de mejorar nuestras universidades y la responsabilidad de cuidarlas.
Hay un ciclo de cien años que vamos a cumplir en 2010, cuando festejemos la Independencia nacional y la Revolución Mexicana. Ambos sucesos hicieron mudar radicalmente el camino. ¿Qué nos puede pasar ahora? En los últimos tres decenios hemos venido de crisis en crisis: la de 1982, la de 1994 y, actualmente, la de 2009. Esta última, que remata en recesión, se ha visto agravada por la crisis global y por los efectos económicos que trajo la epidemia de influenza. El país luce desbaratado.
Una digresión sobre las epidemias permite anotar que se trata de fenómenos sociales muy importantes, porque producen miedo y decaimiento del ánimo; en una situación de crisis, contribuyen a que la sociedad quede indefensa para que se le impongan cambios que no son deseables. Las epidemias, en ocasiones, están asociadas con el inicio de procesos históricos de larga duración. Nuestra epidemia, la de inicios del siglo XXI, deja una enorme cauda de efectos directos y colaterales, que alertan a la sociedad ante un riesgo mayor. En estos días, en que todos sentimos que algo anda mal, en que ha habido estrategias políticas de manejo emocional, uno se pregunta si las instituciones que la resguardan están preparadas para contingencias graves y si existen fuerzas políticas que impidan que el país siga desbaratándose.
La cadena de hechos problemáticos que se ha ido formando, ha sido correlativa con la continuidad de políticas que, por inapropiadas, han favorecido dejarnos mal donde estamos. Hoy se aprecian agotadas e incapaces de resolver la gran complejidad en la que nos encontramos: caos económico-financiero, desempleo, altos niveles de pobreza extrema, pérdida de competitividad, caída de los precios del crudo, finanzas públicas maltrechas en 2010, menos remesas y turismo, una destrucción ecológica en el país que no tiene medida, calentamiento global, carencia de recursos para la ciencia, falta de agua, problemas alimenticios, de acceso a medicinas y de atención médica, expulsión de nuestros jóvenes a EU, porque aquí ni estudian ni trabajan, anomia social, descrédito del régimen democrático de partidos, violencia e inseguridad por el narcotráfico y un gobierno que no acierta a gobernar a la altura de los tiempos, entre otros. Lo trascendente es la confluencia de todos estos puntos críticos aquí y ahora. En su interacción nos acercan a una mayor fragmentación social. A que en nuestro país cobre auge lo que Naomi Klein llama el capitalismo del desastre, que aparece cuando las políticas contienen una buena dosis de coerción que debilitan el cuerpo político y a la sociedad en su conjunto. Que llevan a un shock que ablanda y somete para aceptar como única salida una mayor mercantilización de la vida social, con todos sus efectos negativos ya probados.
Situados en esta perspectiva, que afecta al sistema educativo, en las universidades públicas estamos preocupados por nuestras instituciones. Porque desde los años ochenta del siglo pasado el gobierno comenzó a debilitarlas. Fue cuando comenzaron a instrumentarse políticas que desinstitucionalizaron a las universidades públicas y alteraron su identidad. Desde entonces las universidades pasaron del ejercicio de una autonomía amplia a una autonomía restringida. Adquirieron una práctica de conducción rectoral para facilitar el logro de los objetivos y metas gubernamentales. Perdieron su significado social como instrumento de progreso a medida que las acercaron al mercado.
Ahora, la confluencia de factores que erosionan el tejido social, lo delicado de la situación nacional, demanda recuperar el significado con una mayor presencia de nuestras casas de estudio en la sociedad y fortalecer la investigación orientada a preguntas que nos sean pertinentes. El momento puede aprovecharse para crear conciencia en las comunidades universitarias de cómo se encuentra la universidad ante sí misma y ante la sociedad, para cambiar religando el interés común que nos une a los universitarios y refrendando nuestro compromiso con México.
Para coadyuvar a salir de la crisis, las universidades requieren volver a discutir sus prioridades académicas, equiparse para abrirse más a su entorno, asociarse en proyectos comunes, impulsar a la sociedad civil, ampliar el espacio de lo público. Reconstruirse, para lo cual será clave transferir conocimiento, manejar información y establecer una amplia acción comunicativa entre los universitarios y con la sociedad. Porque la universidad será indispensable para que en México se rompan los círculos perversos y la desigualdad social, que es el mayor problema que afronta la sociedad mundial. Somos los profesores e investigadores quienes tenemos el desafío de mejorar nuestras universidades y la responsabilidad de cuidarlas.
* Seminario de Educación Superior, IIS. Profesor de la FCPS, UNAM.
Tomado de: http://www.campusmilenio.com.mx/
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