El Imparcial/25 de mayo de 2009
Los miembros de la sociedad sonorense ocupados en darle seguimiento a la huelga de la Unison, suelen identificar dos instancias como las causantes del fenómeno: El sindicato y la administración de la Universidad. El primero personificado en su Secretaría General, y la segunda en el rector.
Hay quienes piensan que los principales afectados son los estudiantes. Otros que es la sociedad en general, y muy pocos incluyen a los trabajadores y maestros de la Universidad. También se culpa a uno u otro de los dos actores principales de tan prolongado conflicto.
Un discurso que campea y llamados que se expresan en los medios, invocan a las partes a ceder en sus pretensiones en aras de los más altos intereses de la Unison. Muestra que hay algo más superior a las partes que constituyen ese todo que es la Universidad de Sonora.
Mas resulta que las partes en conflicto también invocan, para legitimar sus demandas y prácticas, dos bases centrales del Estado de Derecho mexicano: Los artículos 3 y 123. El Derecho a la Educación y el Derecho al Trabajo.
Los estudiantes tienen derecho a estudiar y las instituciones de educación a impartir clases, investigar y difundir la cultura. Sin embargo, los trabajadores que hacen posible una parte de esa tarea, tienen también derecho a recibir un salario justo, a organizarse y a defender sus intereses como gremio. He aquí un dilema.
Las partes han sido citadas ante las autoridades laborales y políticas del Gobierno y, al parecer, éstas no han podido mediar satisfactoriamente para llegar a un arreglo en aras del interés general: Los estudiantes, la sociedad en su conjunto, los trabajadores y maestros. Y deberá añadirse: El desarrollo económico, científico y cultural, por el tipo de productos que genera la Unison.
En vista de la duración e importancia del conflicto, han saltado al ruedo un sinnúmero de actores, personas de diferentes ocupaciones y maneras de vivir. Igual, unos a favor del sindicato y otros de la administración. Esto asemeja una guerra de todos contra todos. Por fortuna, hasta ahora la guerra es mediática y de consignas, se trata de ganar aliados en la opinión pública a favor de uno u otro de los contendientes.
Hasta aquí parece un primer estado de naturaleza, dentro de un cierto orden, en el que cada quien (los conflictuados y los afectados) tiene la libertad de usar el poder y los recursos que cada uno disponga para defender sus intereses y garantizar su autoconservación.
Sin embargo, algunos de los actores de la amplia palestra se han dado cuenta que las cosas no pueden seguir como hasta hoy y de manera indefinida. Consideran, y pienso que con razón, que una parte del Estado, el Gobierno, debe intervenir en la defensa del interés general. Quién más si no él en virtud de que las partes no han podido llegar a un acuerdo y el tamaño de los daños ha crecido sin que una y otra se detenga.
El Gobierno no puede argumentar que si la Universidad es autónoma no debe intervenir en el conflicto y señalar que el caso compete sólo a ella. Se pierde de vista que la autonomía tiene que ver con el derecho y capacidad de la institución educativa a darse leyes, normas, reglas y procedimientos internos para llevar a cabo su función.
Los derechos a la educación y al trabajo deben ser salvaguardados por el Estado. Este debió haber intervenido al poco tiempo de estallado el conflicto para garantizar el servicio público y atender las necesidades de los trabajadores. La suspensión del servicio público no ha matado a alguien que se sepa, no se trata de un hospital, por ejemplo.
Pero nuestra entidad no se encuentra en un estado de sobrevivencia que requiera ver muertos para actuar. Se trata de una situación donde la educación es un bien para la supervivencia, especialmente de amplias capas de la población que no tienen acceso a colegios y universidades privadas. Ahí está el interés superior a salvar: La educación pública.
Hay quienes piensan y temen que la intervención del Gobierno se de en su rol de Estado-policía, que rompiera las banderas, introdujera la fuerza pública a las instalaciones y desapareciera al sindicato. Sería poco inteligente de su parte. Lo que se empieza a demandar del Gobierno, es que deje su papel de observador en la mesa, busque un equilibrio entre las demandas y su capacidad de satisfacción; logre acuerdos siendo vigilante de su cumplimiento, haga a un lado las posturas y poses de aparador que tuvieron que darse como en todo conflicto y contribuya a una solución satisfactoria. Para eso es el Estado, entre otras cosas.
Superado el problema, ya no debe haber vuelta a la normalidad. No se trató de una fiesta que, como dijo el poeta, disolvió el amanecer. Tras de esto se asomó una verdadera crisis institucional que debe ser atendida única y exclusivamente por la comunidad universitaria. Además de los actores están las estructuras que suelen no ver los observadores externos. Y hay plazo. Dentro de un año deberán estar aceitados los caminos para que los conflictos no se conviertan en campos de batalla.
Felipe Mora Arellano, profesor de Sociología en la Unison.
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