El Universal/27 de enero de 2009
El mundo rico y poderoso que llega a Davos es el mismo que luce como un lugar ominoso e incierto. Cada día las predicciones para la economía global son más desoladoras. No sabemos qué tan profunda o larga será la recesión; lo que sí sabemos es que habrá mucho sufrimiento.
Pero cada crisis es también una oportunidad. Si tenemos el valor de aprender la lección de los últimos 18 meses y llevarla a la práctica más allá de la esfera económica, podemos establecer nuevas bases para reformar nuestro mundo en uno mejor.
Las raíces de esta crisis van más allá de la esperanza fallida en la supremacía financiera y de la desidia sobre las advertencias de riesgo que existían. Las conexiones entre economías han revelado aquello que estaba claro pero no era entendido por completo: la autorregulación. Se han realizado interminables pláticas sobre globalización, pero está claro que ha faltado reconocer qué significa para nosotros.
Ahora hemos aprendido resueltamente que no hay país, no importa qué tan poderoso o próspero sea, que pueda controlar las fuerzas globalizadoras por sí solo. La falta de procesos incluyentes y de las instituciones necesarias para manejar los riesgos y asegurar a todos el incremento de beneficios también ha sido descubierta.
La actual crisis nos ha permitido una cooperación internacional sin precedentes. Se han coordinado acciones para proteger al sistema financiero del colapso, para tratar de estimular la economía global y para encontrar nuevas reglas y estructuras que eviten que el desastre se repita. Pero mientras el G-20 es un foro más legítimo que el G-8, no consigue dar voz a los pobres y excluidos. Después de todo, ellos son los más afectados por las decisiones tomadas.
La verdadera lección del año pasado es la urgente necesidad de construir y extender esta visión multilateral. Eso significa aceptar que el rico poderoso no puede dominar el mundo.
Significa también reconocer que la única y efectiva solución a los retos que enfrentamos será aquélla que nos brinde seguridad, oportunidad y en la que todos tengamos cabida. Justicia y equidad no pueden ser postergadas nunca más. No puede garantizarse la estabilidad, seguridad y prosperidad de nadie a menos que nos esforcemos en aniquilar la despreciable desigualdad de riqueza, oportunidades e influencia en nuestro mundo.
Lo que se necesita es un cambio fundamental de pensamiento. Las soluciones a la crisis financiera deben ver más allá del impacto en los mercados, las instituciones financieras y los países desarrollados. Éstas deben enfocarse también en los empleos, los ingresos familiares y el efecto de la desaceleración en los países más pobres. Las fuerzas del mercado son el mecanismo para el crecimiento económico, pero éstas necesitan estar bien reguladas para asegurar la justicia y la igualdad de oportunidades para todos.
La crisis actual ha subrayado la importancia de los gobiernos en la efectiva regulación del mercado. Pero ellos también deben ver más allá de sus fronteras con una visión a largo plazo. Los países más ricos no pueden usar como pretexto la rigidez de las finanzas para negar su ayuda a los países más pobres del planeta. Dado que los contratos de comercio mundial y los instintos proteccionistas están robustecidos, el peligro es que aquéllos que son más responsables de la presente crisis serán más golpeados.
El progreso de África, en particular, está en riesgo. No sólo necesitamos continuar sino aumentar el apoyo para ayudar al continente a salir de sus problemas. El apoyo al desarrollo debe ser encauzado a un positivo crecimiento económico a largo plazo, a un buen gobierno y al desarrollo humano en lo inmediato. Necesitamos una excepcional revolución verde en África que transforme cada aspecto de la agricultura para garantizar seguridad alimenticia.
África y el mundo desarrollado en su conjunto serán más golpeados por el cambio climático. El daño afectará cada país y sociedad, aminorando los problemas causados por la crisis financiera. Pero el impacto más severo caerá directamente en quienes han hecho el mayor daño a nuestra atmósfera.
No podemos perder tiempo. Sólo trabajando juntos podemos entregar un mundo sano y sostenible a las futuras generaciones. Debe darse un radical, efectivo y universal acuerdo este año en Copenhague, que se base en la justicia climática y el principio de que el más contaminante paga.
Las economías desarrolladas deben aceptar su responsabilidad con nuestro planeta y con las futuras generaciones. Tienen que tomar el liderazgo en cortar sus emisiones contaminantes. Además, deben financiar la transferencia de conocimientos necesarios para ayudar al resto del mundo a incrementar su sustentabilidad económica y para adaptarlo al inevitable cambio climático. Ninguna otra fórmula servirá. Las consecuencias para nuestros niños si fallamos en cumplir con este reto son inmensas. Cesar nuestra adicción a los combustibles fósiles e invertir en tecnologías ecológicas también generará seguridad energética, trabajos, prosperidad y crecimiento económico sustentable.
Este anhelo, sin embargo, requiere instituciones económicas, financieras y políticas robustas e incluyentes a nivel mundial. Necesitamos reformas fundamentales para involucrar a una amplia categoría de países y voces importantes en la toma de decisiones. Sin esto, las soluciones propuestas no enfrentarán el nivel de los problemas, ni tendrán la legitimidad para ser efectivas. La infeliz respuesta internacional a los conflictos en el Medio Oriente y otros sitios importantes dejan ver que nuestras estructuras son incapaces de enfrentar los retos de hoy, postergando su responsabilidad para mañana.
La nueva administración estadounidense nos da esperanza de que, en todas estas áreas, el progreso puede darse. Pero otros gobernantes y actores deben tomar parte en construir esta fuerza. En Davos, nuestros líderes políticos y empresarios deben mostrar que entienden que nuestro mundo ha cambiado para bien y que nosotros tenemos que cambiar con él o perecer.
Pero cada crisis es también una oportunidad. Si tenemos el valor de aprender la lección de los últimos 18 meses y llevarla a la práctica más allá de la esfera económica, podemos establecer nuevas bases para reformar nuestro mundo en uno mejor.
Las raíces de esta crisis van más allá de la esperanza fallida en la supremacía financiera y de la desidia sobre las advertencias de riesgo que existían. Las conexiones entre economías han revelado aquello que estaba claro pero no era entendido por completo: la autorregulación. Se han realizado interminables pláticas sobre globalización, pero está claro que ha faltado reconocer qué significa para nosotros.
Ahora hemos aprendido resueltamente que no hay país, no importa qué tan poderoso o próspero sea, que pueda controlar las fuerzas globalizadoras por sí solo. La falta de procesos incluyentes y de las instituciones necesarias para manejar los riesgos y asegurar a todos el incremento de beneficios también ha sido descubierta.
La actual crisis nos ha permitido una cooperación internacional sin precedentes. Se han coordinado acciones para proteger al sistema financiero del colapso, para tratar de estimular la economía global y para encontrar nuevas reglas y estructuras que eviten que el desastre se repita. Pero mientras el G-20 es un foro más legítimo que el G-8, no consigue dar voz a los pobres y excluidos. Después de todo, ellos son los más afectados por las decisiones tomadas.
La verdadera lección del año pasado es la urgente necesidad de construir y extender esta visión multilateral. Eso significa aceptar que el rico poderoso no puede dominar el mundo.
Significa también reconocer que la única y efectiva solución a los retos que enfrentamos será aquélla que nos brinde seguridad, oportunidad y en la que todos tengamos cabida. Justicia y equidad no pueden ser postergadas nunca más. No puede garantizarse la estabilidad, seguridad y prosperidad de nadie a menos que nos esforcemos en aniquilar la despreciable desigualdad de riqueza, oportunidades e influencia en nuestro mundo.
Lo que se necesita es un cambio fundamental de pensamiento. Las soluciones a la crisis financiera deben ver más allá del impacto en los mercados, las instituciones financieras y los países desarrollados. Éstas deben enfocarse también en los empleos, los ingresos familiares y el efecto de la desaceleración en los países más pobres. Las fuerzas del mercado son el mecanismo para el crecimiento económico, pero éstas necesitan estar bien reguladas para asegurar la justicia y la igualdad de oportunidades para todos.
La crisis actual ha subrayado la importancia de los gobiernos en la efectiva regulación del mercado. Pero ellos también deben ver más allá de sus fronteras con una visión a largo plazo. Los países más ricos no pueden usar como pretexto la rigidez de las finanzas para negar su ayuda a los países más pobres del planeta. Dado que los contratos de comercio mundial y los instintos proteccionistas están robustecidos, el peligro es que aquéllos que son más responsables de la presente crisis serán más golpeados.
El progreso de África, en particular, está en riesgo. No sólo necesitamos continuar sino aumentar el apoyo para ayudar al continente a salir de sus problemas. El apoyo al desarrollo debe ser encauzado a un positivo crecimiento económico a largo plazo, a un buen gobierno y al desarrollo humano en lo inmediato. Necesitamos una excepcional revolución verde en África que transforme cada aspecto de la agricultura para garantizar seguridad alimenticia.
África y el mundo desarrollado en su conjunto serán más golpeados por el cambio climático. El daño afectará cada país y sociedad, aminorando los problemas causados por la crisis financiera. Pero el impacto más severo caerá directamente en quienes han hecho el mayor daño a nuestra atmósfera.
No podemos perder tiempo. Sólo trabajando juntos podemos entregar un mundo sano y sostenible a las futuras generaciones. Debe darse un radical, efectivo y universal acuerdo este año en Copenhague, que se base en la justicia climática y el principio de que el más contaminante paga.
Las economías desarrolladas deben aceptar su responsabilidad con nuestro planeta y con las futuras generaciones. Tienen que tomar el liderazgo en cortar sus emisiones contaminantes. Además, deben financiar la transferencia de conocimientos necesarios para ayudar al resto del mundo a incrementar su sustentabilidad económica y para adaptarlo al inevitable cambio climático. Ninguna otra fórmula servirá. Las consecuencias para nuestros niños si fallamos en cumplir con este reto son inmensas. Cesar nuestra adicción a los combustibles fósiles e invertir en tecnologías ecológicas también generará seguridad energética, trabajos, prosperidad y crecimiento económico sustentable.
Este anhelo, sin embargo, requiere instituciones económicas, financieras y políticas robustas e incluyentes a nivel mundial. Necesitamos reformas fundamentales para involucrar a una amplia categoría de países y voces importantes en la toma de decisiones. Sin esto, las soluciones propuestas no enfrentarán el nivel de los problemas, ni tendrán la legitimidad para ser efectivas. La infeliz respuesta internacional a los conflictos en el Medio Oriente y otros sitios importantes dejan ver que nuestras estructuras son incapaces de enfrentar los retos de hoy, postergando su responsabilidad para mañana.
La nueva administración estadounidense nos da esperanza de que, en todas estas áreas, el progreso puede darse. Pero otros gobernantes y actores deben tomar parte en construir esta fuerza. En Davos, nuestros líderes políticos y empresarios deben mostrar que entienden que nuestro mundo ha cambiado para bien y que nosotros tenemos que cambiar con él o perecer.
Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas de 1997 a 2006, y copresidente del Foro Económico Mundial 2009
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