Excélsior/28 de enero de 2009
La nota de Erika Mora de ayer en Excélsior me provocó nostalgia. El reportaje es claro: la Universidad Autónoma de Sinaloa no puede hacer frente a sus obligaciones financieras, está atada a un contrato colectivo de trabajo que prevé la jubilación de profesores y trabajadores a los 20 años de servicio. Con el fin de no gravar más su nómina de pensionados, la rectoría de la UAS ofrece un incentivo a los profesores: sobresueldos de 20 a 30%, a cambio de que no se retiren.
En ninguna parte del mundo una institución de educación superior, o de cualquier naturaleza, puede soportar una carga de ese tamaño, pero en México sí, y la UAS no es la única. Otras universidades públicas se encuentran al borde de la bancarrota desde hace años, sólo los paliativos que les conceden el gobierno o el Congreso federales las mantienen a flote cada año, pero persiste el asunto de fondo. El problema radica, como lo expresó el rector Cuén Ojeda, en que “los sindicatos se oponen a dar marcha atrás a las conquistas laborales”. Conquistas que surgieron en los turbulentos años 70, cuando la cerrazón del gobierno y de las autoridades universitarias, al impedir el derecho a la sindicación de los trabajadores, ofrecieron banderas a grupos que radicalizaron los movimientos. En vez de llegar a pactos laborales razonables, al calor de la protesta (y de la consigna gubernamental de que había que resolver las huelgas), las burocracias universitarias, la mayoría ligadas al PRI, concedieron más de lo justo.
Aquellas universidades donde los grupos de izquierda enarbolaban el proyecto de la universidad democrática, crítica y popular y luego se hicieron del poder, entre ellas las de Sinaloa, Puebla, Guerrero y Zacatecas, concedieron más todavía. Al gobierno parecía que sólo le importaba la paz social, eran los años del auge petrolero, de la “administración de la abundancia”, y los fondos a las universidades fluían sin ataduras de rendición de cuentas; claro, rendir cuentas era una herejía para aquel gobierno. Desde hace más de dos décadas, las universidades pagan las consecuencias y, a pesar de ciertas reformas en sus métodos de gerencia, el problema de las pensiones y de los otros privilegios (como la venta o herencia de plazas para los trabajadores administrativos) las mantienen en zozobra.
La añoranza me vino al recordar los movimientos estudiantiles y de trabajadores universitarios posteriores al 68. A las ansias de libertad política de segmentos de la clase media, se agregaron las consignas de reforma universitaria. Tras los eslóganes de una universidad democrática o universidad pueblo, se erigía el propósito de convertir a las instituciones en arietes contra el Estado o, al menos, santuarios de la disidencia política, de la de izquierda, no de la derecha.
Aquellos movimientos convocaron a profesores jóvenes convencidos de que había un futuro mejor para las universidades, pensaban (tal vez me deba incluir aquí entre ellos, al menos por una temporada) que era posible alcanzar la democracia en la sociedad si se reformaba la educación superior. En las universidades de Puebla y Sinaloa, profesores y activistas del Partido Comunista Mexicano conquistaron las rectorías. Ellos fueron eficaces en combatir a gobiernos locales y negociar con el federal, que había aceptado que académicos comunistas regentearan esas instituciones.
Las luchas por aquel proyecto nunca fueron fáciles, implicaron movilización de fuerzas de izquierda y de represión del Estado; hubo muertos y otros castigos, pero los disidentes porfiaron. Y, cuando se consolidaron, vinieron las pugnas internas, se agotó el discurso sedicioso y el poder trasformó en burócratas a los antiguos combatientes por la democracia. Al mismo tiempo, los estudiantes abandonaban los ideales revolucionarios, se preocupaban por obtener un grado y conseguir un empleo, no importaba que fuera una empresa capitalista.
Las riñas en el interior de las universidades fueron radicales y violentas. En la UAS todavía se acuerdan de Los enfermos, un grupo ultraizquierdista que pregonaba que la universidad era una fábrica capitalista de profesionales y, en consecuencia, había que destruirla. Algunos de aquellos militantes se convirtieron a la “democracia”, fueron profesores y funcionarios y se retiraron tras 20 años de servicio (acaso para trabajar en una institución privada). Los comunistas promovieron que los dirigentes sindicales fueran rectores y, por supuesto, concedieran las demandas que favorecieran a sus seguidores. Ya el futuro se encargaría de pagar las cuentas.
El rectorado de Cuén Ojeda, ya por concluir en junio próximo, generó diatribas. Para unos es un traidor, un modernizador según otros. Tuvo el coraje (y el apoyo de los gobiernos locales y federal) para finiquitar la regla de que el rector se elija por el voto directo de todos los universitarios. Pero no pudo ni siquiera acercarse a resolver el asunto de las pensiones; los sobresueldos sólo son analgésicos.
Carlos.Ornelas10@gmail.com
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