lunes, 22 de marzo de 2010

El obsequio

Jesús Silva-Herzog Márquez

Hace trece años se rompió el eje del régimen. En 1997 el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y, desde entonces, el impulso del país se ha detenido. Es verdad que no se ha detenido la marcha del gobierno; no ha quedado paralizada la administración por falta de presupuesto o por ausencia de decisiones fiscales. También es cierto que la Constitución no se ha congelado. La ausencia de mayorías no ha detenido nuestra obsesión por reescribir a diario el texto constitucional. Pero ninguna de las prioridades del gobierno ha podido brincar los obstáculos del pluralismo. Los éxitos de nuestra democracia han sido triunfos del veto, más de la acción. De ahí la desesperación de muchos por la falta de resultados. De ahí la prisa por escapar del atolladero.

Desde aquel año, el país carece de una coalición gobernante. Los presidentes ocupan la casa presidencial pero no son cabeza de una alianza mayoritaria que pueda llevar a puerto sus iniciativas. Enfrentando una legislatura adversa, compuesta de partidos políticos disciplinados, al presidente corresponde acumular derrotas. La solución que muchos empiezan a baraja es el fortalecimiento de la posición presidencial en el Congreso a través de la conformación de una mayoría favorable. En ello coinciden el presidente Calderón y el gobernador Peña Nieto; algunos académicos y muchos opinadores. El presidente quiere que el Congreso se integre en la segunda vuelta de la elección presidencial. Que la legislatura se forme una vez que se conozca el ganador de la presidencia o cuando se hayan reducido a dos los contendientes por la silla presidencial. El gobernador busca rearmar la fórmula de composición del Congreso, entregándole un premio al partido más grande. Quien obtuviera el tercio mayor de los votos, recibiría la mayoría de los asientos en la Cámara de Diputados.

En ambos casos, se trata de entregarle un premio al presidente entrante. Darle, además de las llaves de Los Pinos, un regalo jugoso: su mayoría.

Que el presidente tenga instrumentos para gobernar, dicen. Seguiremos detenidos si no contamos con una presidencia democráticamente fuerte. No seremos capaces de impulsar las reformas que nos urgen, a menos de que le ofrezcamos al gobierno una eficaz palanca legislativa. La ruta represidencializadora que imaginan no es absurda. Un presidente respaldado en el Congreso tendría el camino despejado para gobernar y, sobre todo, para reformar. Un gobierno unificado (aquel donde Ejecutivo y Legislativo tienen sintonía partidista), trasluciría, la cadena de responsabilidad, aclarando a la opinión pública quién merece aplauso o condena. Pero lo que sorprende estas propuestas es su miopía histórica e institucional. No cabe duda de que, si la gobernación fuera el único criterio para orientar la reforma constitucional, estas medidas serían pertinentes porque maximizarían la probabilidad de que el gobierno tuviera músculo legislativo. Pero, ¿podemos cambiar las instituciones básicas del gobierno pensando solamente en ese propósito? ¿Podemos ignorar los otros valores que deben ser armonizados en la ingeniería constitucional? Cuando se diseñan reglas para el acceso y el ejercicio del poder, debe considerarse la tensión entre gobernación y representatividad; eficacia gubernativa y control político; poder y pluralismo. Llevar la cuerda a un extremo es sacrificar el valor contrario. Todo diseño político debe buscar el equilibrio entre representatividad, diversidad y control por un lado y eficacia gubernativa por el otro. Las propuestas represidencializadoras han identificado rutas para vigorizar el gobierno. Han pasado por alto sus costos. Regalarle mayoría al presidente, como quieren Calderón y Peña Nieto, significaría un acto de violencia contra el pluralismo. ¿Queremos eso? La diversidad pagaría el obsequio que se le quiere dar al presidente. El Congreso se tornaría básicamente bicolor. Es cierto que en muchos regímenes políticos el bipartidismo es funcional: recoge a su modo las demandas colectivas y canaliza institucionalmente a la oposición. La sobrerrepresentación puede ser legítima. El asunto ahora no es teórico sino práctico: en nuestras condiciones, reconociendo nuestro trayecto político, ¿sería funcional? Si hoy nos encontramos frustrados por la falta de ambición reformista en el gobierno, no podemos pensar que todo se deba a la ausencia de mayorías. No podemos reconstruir institucionalmente al país con ese único horizonte temporal. Cuando había mayorías en México, cuando el Congreso le era fiel al Presidente, no disfrutamos del beneficio de grandes reformas visionarias. Hoy mismo, los estados que cuentan con gobiernos mayoritarios no se destacan por su prisa innovadora. Regalarle al presidente una mayoría adicta es un atajo y puede ser una trampa.
Las instituciones no se construyen con monosílabos. El no es estéril; el sí crédulo. Sólo con el escepticismo del pero se constituyen las democracias.

Tomado de: http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/

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