José Woldenberg
Reforma/25 de marzo de 2010
Si algo bueno pasó en el mundo de la representación en las últimas décadas es que México pudo ofrecer un espacio institucional a su diversidad política. Hoy ninguna corriente medianamente asentada está excluida de los Congresos. En esos espacios coexisten, se pelean y se ponen de acuerdo los representantes de la pluralidad que es natural en un país masivo, contradictorio y desigual como el nuestro. Pero, claro, no hay bien que mal no genere. Y como siempre es más difícil forjar acuerdos entre organizaciones que tienen idearios diferentes que cuando uno se pone de acuerdo con uno mismo, surge y se reproduce una nostalgia por la eficacia que tenía el sistema de partido hegemónico: aquellos años en los cuales la voluntad del Presidente era la del Congreso, la de los medios, la de la Nación.
La inexistencia de mayorías absolutas en ambas Cámaras hace tortuoso su funcionamiento y difíciles los acuerdos, y por ello surge la preocupación por cómo construir esa mayoría permanente que acompañe la gestión presidencial.
Pero si la preocupación es legítima, algunas de las recetas que empiezan a circular no lo son. El 16 de marzo en las páginas de El Universal, el gobernador del estado de México, Enrique Peña Nieto, propuso dos fórmulas sencillas y transparentes, pero más que impertinentes para lograr una mayoría estable en la Cámara de Diputados: a) restablecer una mal llamada cláusula de gobernabilidad o b) “eliminar el límite de 8 puntos porcentuales a la sobrerrepresentación legislativa”.
A) La cláusula de gobernabilidad daría al partido que lograra una mayoría relativa del 35 por ciento de los votos la mayoría absoluta de los escaños. Se trata de una disposición ingeniosa, pero absolutamente distorsionadora de la representación política. Porque con ella sucedería que una minoría, por mandato de ley, se convierte en mayoría, mientras las mayorías se transforman en minoría. Un partido con el 35 por ciento de los votos acabaría teniendo, por lo menos, el 51 por ciento de los diputados, mientras que el 65 por ciento de los votos no podrían tener más del 49 por ciento de los escaños. Fórmula sagaz, lástima que desfigure hasta extremos de caricatura un principio democrático fundamental: el de una cierta equivalencia entre votos y escaños.
Pero además nos podría llevar a situaciones absurdas. Supongamos que un partido obtiene el 37 por ciento de los votos y otro el 34. El primero tendría la mayoría absoluta de diputados (un premio de más de 13 puntos porcentuales) y el segundo acabaría con un porcentaje de legisladores muy por debajo de 34. Pero aún hay más, como diría un clásico: la propuesta asume que el partido con mayor votación para la Cámara de Diputados siempre sería el del candidato presidencial ganador, pero no tiene por qué ser así. Si Andrés Manuel López Obrador hubiese ganado la Presidencia, el PAN, con la fórmula propuesta, habría obtenido la mayoría absoluta de las curules. (Bueno, también se les puede ocurrir que al votar por el candidato presidencial automáticamente se esté votando por los congresistas).
B) La eliminación del límite de 8 por ciento de sobrerrepresentación tiene problemas desde el enunciado. Para quienes aspiramos a una fórmula que traduzca de la manera más exacta votos en escaños esa cláusula no es un límite sino un premio a la mayoría. Pero además se olvida que desde siempre el sistema mixto mexicano intentó atemperar las desviaciones de sobre y sub representación de la fórmula uninominal.
En 1977 se incrementaron los uninominales a 300 y se creó una “pista” plurinominal de 100, y aquel partido que obtuviese más de 60 escaños uninominales no participaba en el reparto de los pluris. En aquel entonces sólo el PRI estaba en esa condición y la idea era que al menos el 25 por ciento de las curules fueran para partidos de la oposición. Luego, en 1986, cuando la Cámara creció a 500, se incrementaron los plurinominales a 200. Y su función siguió siendo la de atemperar las distorsiones que de manera natural acarrea la fórmula uninominal. Si bien se introdujo la llamada cláusula de gobernabilidad, la ley establecía que si el partido mayoritario lograba por la vía de los distritos un porcentaje de diputados superior al de su porcentaje de votación, ya no entraría al reparto de los diputados de lista. Sólo lo haría para ajustar su porcentaje de representantes al de sus sufragios. Fórmula que nos llevó a una representación proporcional cuando el partido mayoritario obtenía entre el 50 y el 70% de los votos. Fue en 1989-90 cuando se incorporó un mínimo necesario para aplicar la cláusula de gobernabilidad: otorgaba al partido que hubiese obtenido por lo menos el 35 por ciento de los votos, el 50.1 por ciento de los escaños, y dos diputados más por cada punto porcentual por encima del 35. Fue removida por su flagrante artificialidad.
Cancelar uno de los logros mayores de la política reciente por la añoranza del pasado no parece una buena idea. No juguemos al exorcista.
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