Axel Didriksson
Proceso/Edición 1741, 14 de marzo de 2010
Al concluir en febrero último su visita a México, el relator especial sobre el Derecho a la Educación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Vernor Muñoz Villalobos, realizó una evaluación acerca del sistema educativo en México y cuyos resultados plasmó en su reporte general 27/02.
El contenido del documento desató la ira del secretario de Educación Pública, Alonso Lujambio y de la dirigencia del Sindicato Nacional de Trajadores de la Educación (SNTE). El enojo del funcionario llegó a tal extremo que envió –¿o quedó sólo en la intención?– una carta diplomática a la ONU en la cual se queja de que en su informe el relator no incluyó el punto de vista de la SEP ni del sindicato que, para el caso, son lo mismo.
Causa extrañeza que el enviado del organismo internacional no haya podido congeniar ni debatir con las autoridades que controlan el sistema educativo del país, a pesar de que estuvo aquí más de 10 días. La verdadera razón del desencuentro se debió a que, por su vocación autoritaria, los jerarcas de la SEP y del sindicato no consultan los aspectos fundamentales de la educación con los sectores interesados; sólo imponen su voluntad.
Durante su estancia, el relator visitó escuelas y localidades del sur y del norte del país y se reunió con funcionarios federales, locales, y con representantes de asociaciones, institutos, universidades, estudiantes e investigadores. Para realizar su estudio tuvo a la mano documentos e información de primera mano acerca de la realidad educativa que se padece.
En el reporte que tanta molestia causó, Muñoz Villalobos plasmó sus hallazgos. En primer lugar, señaló que amplios sectores no pueden ejercer el derecho a la educación consagrado en la Carta Magna. Determinó que esta exclusión es enorme; que está creciendo, lejos de disminuir y que esta situación refuerza la precaria existencia de millones de personas. Se trata, precisó, de un círculo vicioso generado por el propio sistema educativo que no cuenta con políticas de gobierno debidamente orientadas.
También constató que existe una educación de baja calidad para los más pobres, así como un proceso de desescolarización aun en contra de los que tienen la oportunidad de ejercer ese derecho, por vivir –ya sea en el campo o en la ciudad– en unidades territoriales de muy alta marginación.
Con los datos disponibles, el relator confirmó que existen 7 millones de personas analfabetas y casi de un millón y medio de niños y niñas sin acceso a la escolaridad. Asimismo, descubrió que unos 34 millones de mexicanos mayores de 15 años se ubican en condición de rezago educativo, y que en su totalidad son personas que tienen como condición la marginalidad. Se trata, sobre todo, de niñas, mujeres, indígenas, migrantes o jornaleros o, simplemente, pobres.
En un documento remitido al relator de la ONU, el maestro Manuel Ulloa documentó los niveles de exclusión prevalecientes en México. De acuerdo con este análisis, 2 millones 277 mil personas cuyas edades van de cinco a 14 años no pueden ejercer su derecho a la educación. De esta manera, precisa la investigación, se ha incrementado de manera alarmante el número de excluidos de este derecho, respecto de lo que ocurría en 1995. Esta población, se precisa, no sólo es parte de los excluidos, sino también de los marginados que genera el propio sistema educativo. En el informe presentado por el relator se consignan datos que deberían de ser motivo de un debate nacional para analizar a fondo lo que ocurre en la educación nacional. No se trata sólo del incremento desproporcionado del ausentismo y deserción en las escuelas, sino del hecho de que incluso quienes permanecen en éstas reciben una educación de pésima calidad que no forma con solidez, ni crea aprendizajes para toda la vida; tampoco proporciona cultura ni ciudadanía.
De poco o nada sirve tener establecimientos escolares repletos durante 10 o 12 años; es decir, desde preescolar a la secundaria, para después mandar a toda esa población a una condición de analfabetismo funcional.
Entre los aspectos que el relator destacó en su informe, de seguro fueron tres los que calaron más hondo en las cúpulas de la SEP y del SNTE:
En primer lugar, cuestionó la aplicación generalizada de las pruebas estándares a profesores y a estudiantes –PISA, ENLACE, EXCALE o las que se simulan para el otorgamiento de plazas al magisterio– porque no atiende la diversidad de los contextos de aplicación, y porque está “proyectando injustamente una mala imagen de los maestros y maestras, haciendo creer que los problemas de la eficiencia escolar les son achacables exclusivamente a ellos, y no a un sistema educativo que ha resultado moroso en la ejecución de las políticas públicas”.
En segundo término, Muñoz Villalobos puso en duda la viabilidad de la denominada “Alianza por la Calidad de la Educación”, membrete con el que se pretende suplir la falta de una verdadera política de Estado en la educación, porque, “la misma no es resultado de una discusión abierta ni de un proceso de participación social amplio… tampoco responde a la diversidad ni a la necesidad de que las oportunidades educativas sirvan a los fines establecidos en el derecho internacional de los derechos humanos”.
La puntilla penetró hasta el fondo cuando en su tercer señalamiento el relator constató, simple y sencillamente, que la “simbiosis atípica” entre el SNTE y la SEP, no sólo conculca, desdibuja, corrompe y manipula las responsabilidades públicas en la educación, sino que “revela una subordinación recíproca de funciones atípicas en cada una de las partes, y agrega una gran complejidad al panorama educativo”.
Este diagnóstico lo conocemos los mexicanos desde hace mucho tiempo y se ha documentado ampliamente. En esta ocasión un enviado de las Naciones Unidas difunde al exterior esta podredumbre, lo cual provocó un sacudimiento entre quienes siguen empecinados, en aras de sus propios intereses, en hacer de la educación una ruina, sin importarles que de esta manera se cancelan todas las posibilidades para nuestro desarrollo.
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