Francisco Báez Rodríguez
La Crónica de Hoy/23 de marzo de 2010
No puedo evitar mi sorpresa ante la propuesta de reforma laboral que ha presentado la bancada del PAN, porque una cosa es que el país requiere readecuar su legislación en la materia y otra, muy distinta, es que el cambio sea sólo a favor de uno de los factores de la producción.
Si vemos letra y espíritu de la legislación laboral mexicana, encontramos una serie de normas de carácter tutelar que defienden a un grupo social concreto, los trabajadores. En la práctica, los verdaderos defendidos fueron las organizaciones sindicales adheridas a los gobiernos posrevolucionarios, mismas que han venido perdiendo peso en los últimos lustros.
En la medida en que en el sector privado proliferaron sindicatos blancos y contratos de protección, la mayor parte de la normatividad tutelar se aplica en realidad a sindicatos que defienden parcelas del gasto público: petroleros, electricistas, maestros, burócratas, trabajadores universitarios…
Estos grupos a menudo ponen barreras de entrada y tienen instrumentos para luchar por una mayor porción del pastel presupuestal, mientras que el resto de los trabajadores se ubica en niveles de protección básica (seguridad social, Infonavit, posibilidad de acceder a tribunales en caso de despido), cuando no están de plano afuera del sistema. Se ha generado algo más que dualismo en los mercados ocupacionales: hay trabajadores de primera (normalmente en paraestatales), de segunda (a menudo en medianas y grandes empresas privadas) y de tercera (que trabajan en condiciones de gran precariedad). La proporción de trabajadores de tercera ha crecido exponencialmente en los últimos años gracias al outsourcing y al aumento del sector informal.
Uno pensaría que una reforma laboral acorde con las necesidades que tiene el país —por el tamaño del desempleo, los bajos salarios y la caída de la productividad con relación a otras naciones— se haría cargo, en primer lugar, de estas diferencias y, adicionalmente, buscaría un mejor equilibrio entre los factores productivos, al tiempo que crea condiciones para mejorar la productividad.
Durante la otra reciente gran crisis económica, en 1995, el Partido Acción Nacional había hecho una propuesta que tenía muchos elementos que apuntaban a modernizar los mercados ocupacionales del país y a poner al día la relación entre el capital y el trabajo. En aquel entonces, el PAN proponía abrir la democracia sindical —respetando la libertad de asociación—, pasar a jueces de lo social los asuntos que hoy toca la Junta de Conciliación y Arbitraje, desarrollar nuevas formas de contratación colectiva y eliminar una gran cantidad de rigideces en la legislación vigente para mejorar la productividad.
Esencialmente se trataba de un intercambio. Habría mayor espacio para la autodeterminación sindical, más libertad para la organización de los trabajadores, nuevas posibilidades de relación obrero-patronal, al tiempo que se permitía la polifuncionalidad del trabajador, se premiaba la capacidad por encima del escalafón, se abría la posibilidad de contratos de aprendiz y se prefiguraban situaciones atípicas como el trabajo “sin jornada” (o por producto), o con jornadas definidas por el propio empleado o el compartir un puesto entre varias personas.
En aquel entonces, el PRI y el gobierno no se pusieron de acuerdo para dar una alternativa a la propuesta panista y aquello terminó diluyéndose en los discursos de una “nueva cultura laboral”, que apuntaban verbosamente a estos cambios, que nunca se concretaron.
Pasaron los años y ahora, con el PAN en el poder, viene una propuesta de reforma que básicamente consiste en reducir derechos laborales para lograr mayor inversión y empleo. Una cosa era proponer, en aras de la productividad, pero también del cambio social, el fin de engendros como la cláusula de exclusión y del escalafón, junto con promover la polifuncionalidad y los contratos de aprendizaje y otra es, como ahora, cerrar las puertas a toda asociación sindical independiente, poner fecha límite a toda posible huelga, facilitar los despidos unilaterales, los contratos individuales desprotegidos, la reposición ad infinitum de los contratos de capacitación.
No hay, y esto de verdad extraña, ni siquiera un intento mediano de intercambio. Doy y das. Nada de eso. Si acaso unos guiños demagógicos a las mujeres y los jóvenes, a sabiendas de que hay mayor desempleo entre ellos.
La propuesta nace de un diagnóstico económico equivocado: que la baja inversión y el desempleo provienen esencialmente de que los salarios son altos y los derechos, excesivos. En esa lógica, poco importan la baja capacitación de la fuerza de trabajo, la debilidad del mercado interno, la desaparición de políticas de fomento, la crónica escasez de créditos o la existencia de monopolios que distorsionan los mercados y ponen barreras a la competencia. Si les doblamos el espinazo a los trabajadores, vendrán los capitales.
También de un diagnóstico político equivocado. Si bien es cierto que los sindicatos no cuentan con el apoyo de la opinión pública, que la mayor parte de los que están activos ha dirigido su atención a la protección de prebendas y que la mayoría de los otros ha quedado a merced de una gerontocracia inmóvil, cuando no de grupos mafiosos, también lo es que una iniciativa como la presentada por el PAN es políticamente intransitable.
Lo es, porque una queja constante en el país es la mala distribución del ingreso, y la iniciativa no premia la productividad. Lo es, porque da un buen pretexto para movilizar a todos los grupos sociales de oposición (resultó unitario). Lo es, porque el PRI no va a desperdiciar su mayoría en la Cámara para aprobar nada parecido a un sueño guajiro patronal. Lo es, sobre todo, porque lo único que logrará será diferir la verdadera reforma laboral que el país necesita, que apunte a la conciliación de los intereses de las partes, no a su exacerbación.
Qué penoso que un secretario del Trabajo declare: “¿Qué prefieren, someterse a prueba o quedar desempleados?”. Este iba a ser el sexenio del empleo.
Me cae que extraño al PAN de 1995.
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