viernes, 19 de marzo de 2010

La guerra solitaria de Calderón

Epigmenio Carlos Ibarra
Milenio/19 de marzo de 2010

Se vistió Felipe Calderón Hinojosa de uniforme; se lanzó al ruedo y nos lanzó a todos, con exaltadas arengas patrióticas; sin medir las consecuencias de sus dichos y de sus hechos, convirtiendo el natural, necesario y urgente combate contra el crimen organizado en una guerra no declarada pero sí sobreexplotada propagandísticamente en la que a la postre —y pese a sus cada vez menos encendidos discursos y llamados a la unidad nacional en torno a este esfuerzo— se está quedando solo.
Una vez desde Washington lo compararon con Eliot Ness, se envaneció. Otras veces recibió un caudal de elogios del gobierno y los medios estadunidenses por su “valentía y decisión” en su guerra contra el narco. Sus bonos iban al alza y como es su costumbre —hombre de mecha corta que dispara a bocajarro al fin de cuentas— se fue de boca.
Le prometieron apoyos que tardaron mucho en llegar y que le cobraron caros. Hablaron los norteamericanos de corresponsabilidad, olvidándose casi de inmediato del significado del término. Hoy, “indignados”, esos mismos que lo elogiaron le echan en cara, sin recato alguno, su ineficiencia.
Otro tanto sucede con sus aliados internos, en el medio político y empresarial, ésos que “haiga sido como haiga sido” lo ayudaron a sentarse en la silla. Cansados de tanto discurso, tantos spots y tan magros resultados son ellos quienes más duramente lo juzgan, quienes con más virulencia hablan de su fracaso.
Falsamente ilusionados con su retórica encendida, hipnotizados por la propaganda, desconectados de la realidad, creyeron que la solución al problema sería rápida y que el despliegue de más de la mitad de los efectivos del Ejército mexicano en amplios segmentos del territorio nacional traería —casi en automático— la victoria y la paz.
Como ninguna de estas dos llegaron, ni por lo visto habrán de llegar pronto, primero se desencantaron, luego se sumaron al coro de los indignados y ahora conjuran contra él.
Lo que imaginó como la gran cruzada legitimadora se está volviendo, para Felipe Calderón Hinojosa, epitafio desalentador y temprano. Signo ominoso del fracaso de una administración agotada apenas en la mitad de su recorrido.
De nada sirven que sus campañas pregonen victorias que significan poco y se apagan pronto, menos todavía sus advertencias de que, como se está combatiendo con éxito al narco, falta aún muchos muertos.
Se le hizo fácil disfrazarse de militar y mas fácil todavía criminalizar de un plumazo a las víctimas de la violencia del narco. Ofendió a deudos; perdió base social en zonas conflictivas; se separó de una sociedad a la que hoy pretende, sin prestarle seguridad alguna, sumar a una lucha sin perspectivas ya no de victoria visibles, sino incluso de sobrevivencia para aquellos que acudan a su llamado.
El diseño estratégico y operacional de los expertos naufragó debido a la letal combinación entre una doctrina, basada en el autoritarismo y la intolerancia, la pretensión de dar uso electoral a la lucha contra el crimen organizado y la urgencia y sobreexposición que imprime a las acciones la adicción personal —y de su partido— a la propaganda.
Ahí donde, siguiendo la máxima de José Martí, “hay cosas que para hacerse en silencio ha tenido que ser”, había que actuar en sigilo, optó por la estridencia. Cuando había que proceder con cautela, con tiento sobredimensionó y sobreexpuso medidas y resultados.
Nadie gana solo una confrontación como ésta; nadie la gana tampoco sólo con las armas. No es la tropa desplegada garantía de victoria; tampoco los spots los que desgastan y vulneran la moral del enemigo, al contrario. El exceso de propaganda y el contraste con lo que sucede en el terreno erosionan la base social, el respaldo político indispensable para una gesta de esta envergadura.
El problema, me temo, es que no es Calderón quien pierde la guerra. La perdemos todos, y en eso se equivocan sus adversarios políticos —hoy son legión— que se preparan a sacar raja del fracaso del panista. De seguir así las cosas, y como decía un poeta venezolano, al final nada quedará por repartirse en este desolado campo de batalla.
Ciertamente, Vicente Fox —y antes el antiguo régimen— había dejado crecer y consolidarse al narco hasta convertirlo en la más grave amenaza para la seguridad nacional. Subestimando al enemigo y sobrestimando las fuerzas y capacidades propias se embarcó Calderón en una aventura sin futuro ni retorno.
Podía haber actuado de otra manera. Su carácter, su urgencia de legitimidad, el ansia de poder le tenía marcado el fracaso como destino. Hoy, lo más honesto de su parte, lo mejor para el país, sería que se hiciera a un lado porque hoy son él y sus yerros, triste paradoja, un peligro, real y presente, para México.
No nos engañemos; a estas alturas de ingobernabilidad son menos temibles las consecuencias de la salida de Felipe Calderón, perdido y solo como está en su laberinto, que las de su permanencia en el cargo.
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