Gabriela Warkentin
El País/25 de marzo de 2010
Sólo imaginar que las universidades se conviertan en fortalezas blindadas para evitar que sus comunidades sean agredidas me pone los pelos de punta. Es el peor regreso a lo más hermético de las Edades oscuras.
Cayeron acribillados. Todavía nadie dice bien a bien de quiénes fueron las balas. Pero ahí quedaron; lo más que sabemos es de un twittero: se escucharon ráfagas, balazos, quejidos. Luego salieron las autoridades académicas a explicar lo inaceptable. Era una universidad, y era ese México que sigue entregando cuentas de sangre. Monterrey, Nuevo León, nos dejó estampas de horror este fin de semana: avenidas bloqueadas por maniobras espectaculares a manos, aparentemente, del crimen organizado; balaceras cruzadas y civiles caídos. La muerte, y violenta, siempre es absurda. Cuando es joven, es además trágica.
Aceptamos gustosos el cliché, casi de película romántica: la juventud, tiempo de aprendizaje, de descubrimiento, de energías, de locuras. Esa pausa que impusimos al paso más denso de convertirnos en adultos. Alargamos la adolescencia y profesamos devoción por todo lo que a joven nos sabe: irreverencia, insolencia y, más llano, hambre por comerse al mundo. Sí, nos gustó esa parte de nuestra historia. Cuando se es joven, el único límite debía ser la imaginación. Pero es claro que las películas románticas existen sólo el tiempo que nos dura la fantasía. Y en México, a muchos parece habérseles acabado esa fantasía incluso antes de vivirla.
En lo que va del año, que apenas son pocos meses, han sido decenas ya las muertes de civiles en episodios ligados a la guerra en contra del crimen organizado que emprendió el gobierno del presidente Felipe Calderón. A principios de año nos sacudió la muerte de 15 jóvenes estudiantes, en una fiesta en Ciudad Juárez. Luego vinieron otros, sacados de fiestas, bares o reuniones, en diferentes ciudades del Norte del país. Apenas este fin de semana supimos que Javier Francisco Arredondo Verdugo y Jorge Antonio Mercado, destacados estudiantes de posgrado en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, en la sede que está en esa ciudad, murieron atrapados en un fuego cruzado que aún no queda del todo claro. Y en estos últimos días han sido otros. A la tragedia siguieron los infortunios declarativos: así como a los jovencitos de Ciudad Juárez se les colgó de inmediato la medalla de "pandilleros", para justificar o matizar lo ocurrido, así a estos estudiantes en Monterrey se les ubicó en el genérico de "sicarios". Tuvieron que salir las voces de la comunidad, los familiares y las autoridades académicas en uno y otro caso, para que se supiera que los jóvenes asesinados si de algo habían pecado, era de creer que podían festejar en una casa, o caminar de noche en las inmediaciones de su centro de estudios.
Ahora sabemos que varias universidades en las zonas más afectadas por la inseguridad ligada a la guerra en contra del crimen organizado van a reforzar sus medidas de seguridad. Ya de por sí, en algunos lugares el crimen común había obligado a los centros educativos a revisar sus mecanismos de acceso y permanencia en las instalaciones. No en todos, gracias a Dios. Todavía es un placer deambular por los jardines abiertos de la espléndida Ciudad Universitaria ubicada en la capital mexicana, o recorrer las instalaciones de muchos centros universitarios en las ciudades del país menos afectadas por la inseguridad. La Universidad es también apertura del espacio; pero cerrada, clausurada, restringida sólo a los propios, padecerá la pérdida del conocimiento que brota de la interacción espontánea. Si esto se generaliza en las instituciones de educación superior de las zonas más conflictivas, habremos creado otros guetos más: las sociedades que encierran a los suyos, perdieron el horizonte.
Paso estos días algunas jornadas de trabajo con estudiantes de todo el país, reunidos en la Mérida yucateca. Ciudad apacible, hermosa, cálida. Cuesta trabajo desde acá creer que esos otros Méxicos también existen. Los estudiantes se sienten libres, y liberados. Pero cuando el Secretario de Educación, al hablar de que la transición mexicana ha sido relativamente tranquila, utiliza la expresión "en México vivimos una democracia sin balazos", más de uno se estremece. Aún entre los jóvenes universitarios, alegres y entregados, y desde esta Mérida menos atribulada, la afirmación cala. Porque todos saben que hace unos días asesinaron a dos de los suyos, allá en Monterrey. Y porque todos saben, punto.
Así como la sociedad civil se ha movilizado en otros momentos recientes de la historia mexicana para promover participación ciudadana y reclamar justicia, así esperamos que en este terrible y reciente caso en Monterrey no gane el miedo, y se articule la exigencia de un orden democrático y tolerante. No son sólo los dos jóvenes asesinados, es el caos que puede imperar en una ciudad, son las declaraciones de autoridades que sólo buscan señalar culpas ajenas, es la impotencia ante la indefinición, es la incontinencia informativa que no conoce límites. Y sí, son las balas que asesinan.
Las universidades debieran ser espacios abiertos, no fortalezas enclaustradas. Ser joven no debiera implicar la muerte como horizonte. Y México tendría que encontrar muy pronto algún camino para sacudirse la retórica del miedo.
Gabriela Warkentin es Directora del Departamento de Comunicación de la Universidad Iberoamericana en Ciudad de México, Defensora del Televidente de Canal 22, conductora de radio y TV y articulista.
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