Jesús Silva-Herzog Márquez
12 de abril de 2010
El presidente polaco murió antier en un accidente de aviación. Se dirigía a la ciudad rusa de Smolensk para rendir homenaje a los miles de soldados polacos fusilados por órdenes de Stalin. El piloto del avión desatendió las órdenes de la torre de control y forzó el aterrizaje fatal. La tragedia fue un golpe severo a la estructura institucional de esa democracia que apenas cumple veinte años de existencia. Además del Jefe del Estado, murieron en el accidente el presidente del Banco Central, el Jefe del Estado Mayor y otros importantes mandos militares; a varios viceministros y una decena de miembros del parlamento polaco. La tragedia devastó el domo del Estado polaco.
Pero ayer mismo, la prensa internacional detallaba la fluidez con la que se han dado sus relevos. A pesar de la severidad del golpe, y de la conmoción social, las reglas han reafirmado la estabilidad. El cuerpo del jefe de Estado no es el cuerpo del Estado: si los individuos pueden convertirse súbitamente en cenizas, las instituciones deben asentar la permanencia. La constitución polaca prevé una sustitución automática del presidente. A la muerte de Lech Kaczynski , asumió funciones la cabeza de la Cámara Baja del Parlamento. No fue necesaria ninguna reunión, ninguna deliberación, ninguna votación. El Estado no tuvo un instante de vacío. Dentro de dos semanas, el nuevo presidente convocara a elecciones y en un par de meses el país habrá habrá completado la renovación. Por eso puede percibirse en las crónicas que vienen de Varsovia, un orgullo que despunta entre el lamento por lo que ha sido la peor tragedia del país en los últimos cincuenta años. La sacudida emocional que supone la súbita desaparición del Jefe del Estado no descarrió la política. La firmeza de una joven democracia ha quedado demostrada.
La continuidad simbólica del Estado ha sido una preocupación capital del pensamiento político. Ante la mortalidad de los hombres que gobiernan es necesario construir una pista de eternidad terrestre en la quietud del Estado. De ahí viene la rica tradición medieval de los dos cuerpos del rey. El rey podrá tener un cuerpo enfermizo y mortal; podrá estornudar y decir tonterías. Pero el rey tiene también otro cuerpo, un cuerpo simbólico, inmortal e infalible. Si el rey puede morir, el reino no. Cuando el rey muere, vive de inmediato el rey. Las repúblicas no pueden confiar en la persistencia familiar de la sangre para dotar de permanencia al Estado. Requieren leyes. Previsiones institucionales como las que los polacos pusieron en marcha en estas horas.
¿Qué pasaría en México si una desgracia como la polaca ocurriera esta mañana?
Debe advertirse que, en el caso del presidente mexicano, el peligro de su desaparición es mayor al de los jefes de estado en regímenes parlamentarios, puesto que reúne en sí, también, las funciones de gobierno. Imaginarlo no es, desde luego, dar rienda a ningún deseo. Es un deber de anticipar peligros para procurar que, en caso de hacerse realidad, sean menos dañinos. La Constitución mexicana ofrece uno de los peores mecanismos para sustituir al presidente que puedan imaginarse: un mecanismo lento y confuso. Lejos de activar un dispositivo sencillo y expedito, nuestro orden institucional magnifica el desconcierto al prender un mecanismo torpe y complejo. Si hay una norma que debe ser ejemplarmente clara y sencilla en la Constitución es precisamente ésa, la que anticipa la desaparición del jefe del Estado. Pero lo que tenemos es un laberinto. Habrá que determinar en qué momento del sexenio nos encontramos, si está reunido el Congreso, si están presentes las dos terceras partes de sus miembros y si se ha logrado una mayoría absoluta de votos a favor del remplazo. Más aún, habrá que discutir si aplican para el nombramiento los requisitos para ser electo presidente de México. Me temo que la solución estrictamente constitucional sería la más insensata, pues impediría que los funcionarios con las mayores responsabilidades ejecutivas ocuparan el puesto de quien fuera su superior inmediato. Carecemos de un vicepresidente no solamente porque no existe tal cargo, sino porque ningún otro servidor público tiene asignada la función de sustituir al Ejecutivo, en caso de que éste falte. Una obsesión histórica nos ha impedido incorporar esta figura a nuestra vida institucional. Mantener esta ausencia pone al país en condición de gravísimo peligro.
La tragedia polaca llama la atención también a otro asunto. No es de dimensión constitucional sino de previsión y de prudencia. Si bien el avión que trasportaba al presidente polaco llevaba a destacados funcionarios públicos, debe destacarse que no lo acompañaban el primer ministro ni el lider de la Cámara Baja, quien finalmente lo sustituyó. Desconozco si esto se deba a un protocolo explícito que impide poner en situación de riesgo simultáneo a esos funcionarios. De cualquier manera, vale preguntar para nuestro caso ¿con quién viaja el presidente?
Tomado de: http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/
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