Pedro Miguel
La Jornada/27 de abril de 2010
Suena bien eso de defender a los mexicanos expuestos a la legislación racista, hipócrita y paranoica, recientemente aprobada en Arizona: envolverse en una bandera nacional y arrojarse con heroísmo por la empinada ladera de las declaraciones, sin olvidar el adjetivo indeclinable”.
El heroísmo de Calderón en defensa de los connacionales va acompañado por otros actos sublimes. El señor Gómez Mont se siente a salvo porque se pone enfrente, porque protege a los suyos y porque desprecia a los cobardes que tienen miedo. Es una persona excepcional: su valentía a toda prueba tiene, además, la coadyuvancia de un blindaje nivel 4 y de una nube de guaruras que lo salvan de todo mal. Los mexicanos comunes y corrientes (quién les manda) viven en pánico no sólo frente a las granadas y los AK-47, sino también (qué cobardes) ante una pistola .22 o un cuchillo, blandidos por una delincuencia modesta pero casi siempre impune. Y cuando la carcacha de una familia cualquiera pasa al lado de un retén militar, es muy posible que el conductor o la conductora se mueran mil veces de susto y aparezcan en su mente las imágenes de padres, madres e hijos cosidos a balazos por los gatillos nerviosos de los efectivos castrenses. Las fuerzas armadas están para abatir la capacidad de fuego de los delincuentes, pero de cuando en cuando se escabechan también a estudiantes, a campesinos, a señoras que iban de compras o a señores que nomás estaban en su casa viendo la tele pero que tenían cara de narcos.
Y es que, por las razones que hayan sido –confesables o no–, el calderonato decidió que decenas de miles de vidas humanas podían ser sacrificadas en la guerra impuesta al país, optó por la destrucción de la seguridad pública y determinó que, en lo sucesivo, y durante un tiempo indefinido, los mexicanos no sólo tendrían que temer por su comida, sino también por su vida.
Por las razones que sea: por un honesto compromiso con la vigencia del estado de derecho; o por el afán de hacer demostraciones prácticas de garrotes, tanquetas y artillería a una población exasperada; o porque había que obedecer el dictado neocolonial implícito en la Iniciativa Mérida; o por personales pulsiones patológicas de destrucción (“I want all the toys”, dice Calderón, festinando su propio chiste, en referencia a las armas de alto poder de una serie policial, mientras sus gobernados, delincuentes y no, mueren como moscas); o porque se buscaba negociar, a balazos, un nuevo pacto entre los poderes políticos y empresariales que dictan las acciones del régimen, por un lado y, por el otro, los poderes del narcotráfico y las otras corporaciones que tienen en la infracción penal su ramo principal de actividades.
La otra parte del problema es que el calderonato decidió seguir y profundizar un modelo económico que hace más ricos a los ricos y más pobres a los pobres, que genera desempleo y miseria y obliga a muchos a dejar sus lugares de origen o residencia y a buscar mejor suerte en otro lado, en Arizona, por ejemplo, donde de seguro no los tratarán peor que en su propio país.
Pero es de mal gusto hablar de eso, sobre todo ahora, cuando la economía se encuentra en franca recuperación, así sea en el terreno de las percepciones.
Tal vez las escenificaciones oficiales logren distraer la atención, así sea por un momento, de un dato incómodo: el gobierno de Felipe Calderón da a la mayoría de los mexicanos un trato peor que el que cabe esperar –y temer– de las autoridades de Arizona, si es que éstas llegan a estrenar los dientes que les conferiría esa ley ciertamente infame, pero de futuro dudoso.
En lo inmediato, los connacionales que se ganan el sustento en la tierra de la implacable Jan Brewer se están defendiendo muy bien, ellos solos, mediante movilizaciones y acciones de resistencia.
Quienes, a pesar de todo, se quedan de este lado, no han cejado en su defensa contra la ofensiva económica, legislativa, propagandística y represiva que el régimen mantiene contra la mayoría de la población. Si la gente tiene éxito en defenderse, aquí, de Calderón, Gómez Mont, Carstens, Lozano Alarcón, García Luna y compañía, no tendrá que irse del país a trabajar, a padecer y a defender su vida y su dignidad frente a canalladas racistas y electoreras como la engendrada por los legisladores y la gobernadora de Arizona.
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