lunes, 19 de abril de 2010

El dilema de Woldenberg

Luis González de Alba
Milenio/19 de abril de 2010

En Nexos de abril un formidable debate, por ilustrado y civil, trata la urgencia de una reforma política. José Córdoba, José Woldenberg, María Amparo Casar y Jorge Castañeda dedican lo mejor de sus inteligencias y conocimientos al tema de la representación de los ciudadanos. ¿Cómo constituir un Congreso representativo de la pluralidad política y a la vez eficaz?

Córdoba felicita a Woldenberg por su síntesis: “Nunca había escuchado una formulación tan clara de un problema tan complejo. Hasta se antoja denominar esa encrucijada de la actual vida política mexicana ‘el dilema de Woldenberg’. Coincido con el diagnóstico, pero difiero de la solución”.

El problema va así: en un sistema de representación mayoritaria, los candidatos ganan o pierden y se acabó: si el partido X gana en 300 distritos, tiene 300 diputados. Su mayor defecto es que si en un sistema bipartidista (para facilitar el ejemplo) X pierde todos los distritos por 1 voto, no obtiene ni un escaño a pesar de lograr más del 49%. Z gana 100% con apenas la mitad: está sobrerrepresentado.

Con representación proporcional, la suma de votos da un porcentaje de los escaños o curules: quien tiene 35% gana eso en curules. El sistema de mayoría simple lo practican democracias tan sólidas como Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y Canadá; el de proporción lo tienen Alemania y otros europeos y latinoamericanos. En tal sistema, el Ejecutivo depende, para conformar gobierno, de integrar una mayoría y “la caída del jefe de gobierno implica la disolución automática de la Cámara”. Se llama a nuevas elecciones. Pero, “aun con una asamblea elegida por representación proporcional, las decisiones se toman por mayoría relativa”, por votación simple, apunta Córdoba en Nexos de diciembre. “No existe un método lógicamente satisfactorio para transformar preferencias individuales en decisiones colectivas”.

En México hemos tomado lo peor de ambos diseños: “La Constitución mexicana es probablemente la única en el mundo que erige en su texto una cláusula para impedir que el gobierno funcione”. Es el tope de 8 puntos máximos de “sobrerrepresentación”. El propósito explícito fue “evitar para siempre que el partido del presidente tuviera mayoría absoluta en la Cámara de Diputados”. Exigimos al Presidente un gobierno eficaz sin darle salida a sus propuestas legislativas: las iniciativas se acumulan de buena y de mala fe, de buena si demandan mucho análisis, de mala cuando se hace para entorpecer al gobierno y demostrar al electorado la urgencia de votar por el entorpecedor.

En este punto Córdoba, conocedor de la teoría de juegos, pudo recurrir al modelo más popular: el dilema del prisionero, que en todo se parece al de nuestros legisladores: dos prisioneros reciben la oferta de denunciar al colega y así rebajar su propia condena. Si solo uno delata, la pena se carga sobre el otro; si ambos callan, se reparten una pena media. Pero si ambos denuncian la pena aumenta. ¿Callo o traiciono? Lo mejor es callar… siempre y cuando el otro no traicione. Hace falta confiar en el otro. Nuestros partidos políticos, como todos en el mundo, no actúan por patriotismo, por el bien común o alguna otra entelequia. Todos llevan en mente ese dilema del prisionero: ¿cuánto gano si colaboro, cuánto si traiciono y cuánto pago si también mi oponente traiciona?

Así que debe ser la arquitectura constitucional la que premie la colaboración y castigue el entorpecimiento. En eso estamos. Pero los legisladores son juez y parte. Comencemos por bajarle al entusiasmo por la diversidad en los partidos como catálogo de la diversidad del país: tres partidos sin duda tienen base social: PRI, PAN y PRD. Los demás son negocios formidables y máscaras de bufones: el PT, que nos pintaban como la obra del Satanás Salinas lleva ahora en su ya inmaculado seno a Ibarra de Piedra, Muñoz Ledo y demás trapecistas con la bendición de López Obrador.

Con 70 años de PRI en mente, se legisló de forma “casi pueril: es bien sabido que no existen, en un régimen presidencial, incentivos suficientes para que partidos opuestos construyan una coalición…” (Córdoba, diciembre). En uno parlamentario pende sobre ellos la amenaza de disolver el Congreso y llamar a nuevas elecciones.

En tierra de ciegos, el tuerto es rey, decimos. No, responde H. G. Wells en The Country of Blind, al tuerto los ciegos le sacan el ojo único para curarlo de las alucinaciones que padece.

www.luisgonzalezdealba.com

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