Humberto Muñoz García*
recillas@servidor.unam.mx
Por aquí y por allá, desde hace varios años, un grupo de académicos dedicados al estudio de la educación superior hemos insistido en que el sistema de evaluación académica que se aplica en México, sobre el cual se montan otras políticas públicas, es uno de los mayores obstáculos a la buena marcha de las instituciones y de la vida académica en ellas.
Tratar el tema parece redundante, pero no lo es. Porque día a día surgen nuevos estudios y argumentos que dan la razón en contra de una evaluación excesiva. Elementos de juicio nuevos para que se inicie una evaluación de la evaluación, lo que no se ha querido hacer en el país.
La idea es que de la crítica, de los problemas a superar, se proponga la instauración de una nueva forma de evaluar que potencie la producción de conocimiento y satisfaga los requerimientos de una buena formación profesional. Todos somos favorables a la evaluación, pero no como se lleva a cabo, porque, para decirlo una vez más, ha traído efectos perversos que pusieron a la academia en jaque.
La academia, mediante el sistema que se aplica, ha tenido que operar en un clima de desconfianza, que es contrario a su espíritu. Ha tenido que funcionar en medio de una incertidumbre muy grave frente al logro de sus ingresos, la mayor parte de los cuales los recibe por la vía de becas al “desempeño”. Ha tenido que operar en un horizonte donde no ve la posibilidad de un retiro digno ni una renovación de cuadros que impulse la dinámica de la docencia y la investigación.
El sistema de evaluación vigente está impidiendo un mejor rendimiento del trabajo académico, la comunicación intergeneracional de académicos en las instituciones y, dada la importancia del conocimiento y la necesidad de cuadros de alto nivel en nuestros días, está arrinconando a todo el sistema de educación superior.
Los académicos hemos tenido que desatender tareas sustantivas para dedicarnos a publicar, para acumular puntos y mantener nuestro estatus. Y a veces ni siquiera con eso basta. En un caso reciente que me fue narrado, una persona presentó en su evaluación un libro de más de 400 páginas, calificado por los dictaminadores como una buena obra. No obstante, quienes lo evaluaron querían negarle su promoción porque no tenía suficientes artículos en revistas especializadas, en journals internacionales que, por otra parte, no son un medio que permita una circulación amplia del conocimiento social y humanístico en el país. Se ha impuesto un esquema rígido de evaluación del trabajo académico dominado por una visión estrecha de lo que es hacer ciencia.
Una vez más, tenemos un ejemplo de cómo los académicos nos convertimos en verdugos de nuestros colegas. Y, también, en entes corporativos que impulsan, a toda costa, el reconocimiento de los académicos de su institución, para que ésta sea mejor apreciada frente a otras. La academia es una actividad en la cual se compite, pero no de la manera que ha impuesto la lógica de una evaluación apoyada en una noción metafórica del mercado.
En fin, hay acuerdo en que este sistema de evaluación ha implicado simulación e individualismo, dispersión, pérdida de identidad institucional y de identidad como académicos. Ha creado trabajadores necesitados. Ha implicado que se designen programas docentes con el título de la excelencia para llenar un indicador: el del número de estudiantes atendidos por dichos programas. Ha implicado que se evalúe todo, posgrados, revistas, profesores, cuerpos académicos, desarrollo institucional, para que al final de cuentas las cosas sigan igual. En la república de los indicadores se avanza sin que se corrijan nuestros males de fondo.
El sistema vigente contiene una infinidad de evaluaciones que no se articulan, más de una decena de programas que otorgan subsidios extraordinarios, páginas y páginas de informes —de los cuales no se derivan aprendizajes—, horas y horas de trabajo con un costo académico y económico altísimo, recargado en un pequeño grupo de académicos evaluadores que se reciclan entre sí de tiempo en tiempo, de evaluadores cuyo trabajo de evaluación no les da puntos. Un absurdo que ha producido que las burocracias ganen poder para subordinar a la academia.
Así, no es ocioso volver a insistir en la necesidad de un cambio radical en la manera de evaluar la educación superior y la vida académica en las instituciones que ponga fin al intervencionismo oficial, a que el gobierno sea juez y parte. Necesitamos un organismo autónomo de evaluación, compuesto por académicos de varios campos disciplinarios, instituciones y entidades federativas, que maneje un sistema de información con base en indicadores fuerza consensuados, diferenciados para cada segmento del sistema educativo, que permitan monitorear sus cambios. Un ejemplo de manejo de información que ilustra lo que proponemos se encuentra en el Estudio Comparativo de las Universidades Mexicanas, que se lleva a cabo en la UNAM.
Necesitamos un organismo que evalúe las políticas públicas, a las instituciones; que impulse la descentralización y los equilibrios territoriales; que permita coordinar el sistema, promover las alianzas institucionales, aprovechar más y mejor los recursos intelectuales; que se fije en el compromiso social de las instituciones; que cuente con un ámbito que analice, dé seguimiento y haga propuestas para fortalecer líneas de acción que nutran el largo plazo.
Una buena educación superior, más extensa y equitativa, nos permitirá salir de la crisis y crecer económicamente. Nos brindará un marco cognitivo y cultural para renovar la esperanza y creer que los mexicanos tenemos, en efecto, un destino común. La educación superior pública es una pieza clave para nuestro futuro. Lo repetiremos tantas veces como sea necesario, aunque parezca redundancia.
* UNAM. Seminario de Educación Superior, IIS. Profesor de la FCPS.
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