Alberto J. Olvera
El Universal/19 de abril de 2010
El debate sobre la reforma política ha omitido la consideración crítica de sus sujetos fundamentales: los partidos políticos, y ha partido de un supuesto erróneo: un presidente con mayoría parlamentaria impulsaría las reformas necesarias para el progreso del país. El diagnóstico, repetido ad nauseaum, es que la actual imposibilidad de procesar en las cámaras acuerdos sustantivos, se debe a que no es posible formar mayorías que permitan la gobernabilidad. Si bien esto es cierto, no es la causa de la “parálisis política”. Sus causas reales radican en la baja institucionalidad de los partidos y en la permanencia de los pactos sociales que fundaron el orden político del viejo régimen. Y para entender esto hay que partir de una caracterización correcta de la transición a la democracia en México.
Sin pretenderlo, quien mejor ha sintetizado el quid de la cuestión ha sido José Córdoba, asesor de Carlos Salinas: “Equiparar alternancia en el poder con transición a la democracia ha producido una gran confusión intelectual”, afirma en Nexos. Cierto. Una transición a la democracia implica: la destitución del régimen autoritario, es decir, la reforma radical de sus reglas, leyes e instituciones; y la consecuente instauración de un nuevo régimen democrático, es decir, de nuevas leyes, instituciones y reglas. No se trata de un cambio súbito, sino gradual, si bien suele tener momentos definitorios, que marcan un antes y un después, normalmente procesos constituyentes y nuevas constituciones, como ha sucedido en casi todas las transiciones de posguerra.
En el caso mexicano, la alternancia se ha producido en el marco de una continuidad legal, institucional y cultural del viejo régimen. Cambiaron las leyes electorales y se crearon instituciones electorales autónomas, es cierto, pero no ha habido ningún otro cambio realmente significativo. Los pactos esenciales del viejo régimen están todos en pie: con las corporaciones sindicales, que se expresa en la Ley del Trabajo y en las instituciones de la justicia laboral; con el gran capital, que se manifiesta en débiles y/o capturadas instituciones de regulación y en el caos fiscal del cual se benefician; con sectores de las clases medias urbanas que reciben servicios subsidiados y cuentan con acceso privilegiado a la educación superior pública; con los trabajadores al servicio del Estado y de las grandes empresas públicas, protegidos por contratos colectivos leoninos y sistemas de retiro generosos y particularistas (pues no podían ni pueden generalizarse); con algunos sectores campesinos que son estratégicos por numerosos (productores de caña de azúcar). Las trabas a las reformas que impulsen la competitividad y la creación de un verdadero estado de derecho están no en los desacuerdos legislativos, sino en la fuerza política extraordinaria de estos “poderes fácticos” a los que ningún partido se atreve a tocar.
El ex presidente Salinas, el último que gozó del control total del Estado, quiso, pero no pudo, romper algunos de estos poderes para modernizar el país. Se deshizo de La Quina, el mafioso líder del sindicato petrolero, tan sólo para regalarnos a Romero Deschamps, líder igualmente mafioso, y sin que la operación hubiera redundado en la más mínima modernización de la industria petrolera. Se deshizo de Carlos Jongitud, el cacique magisterial, tan sólo para crear otro monstruo, la maestra Gordillo, sin lograr mejorías en la educación pública. Otorgó la empresa telefónica estatal a Slim, y creó un monstruo monopolista. Privatizó los bancos, y creó una banca extranjera rentista. Firmó el TLC, acabó con la reforma agraria, reconoció a la Iglesia. Muchos cambios desde arriba, sin que el corazón del sistema fuera realmente transformado. El Estado no se modernizó. Un presidente con gran mayoría parlamentaria, por sí solo, no cambia un régimen.
Los partidos políticos en México son remedos de partido. El PRI es una federación de mafias controladas ahora por los gobernadores y por algunos líderes parlamentarios; carece de programa y de liderazgos modernos. El PRD es una federación de sectas y grupos de interés sin ninguna ideología ni programa común, a no ser una fidelidad vaga a los mitos del populismo revolucionario. El PAN, que de suyo tampoco tenía un programa para el futuro, ha sido destruido por el control presidencial. Los demás no merecen mención. Bajo estas condiciones, cabe preguntarse: ¿hay portadores sinceros de proyectos políticos alternativos? ¿Con quién se pueden negociar reformas sustantivas? Piénsese: aunque el PRI fuera mayoría, no impulsaría las ansiadas reformas, pues vulneraría sus bases de apoyo. Y además, ¿por qué hacerlas, si es el partido del viejo régimen?
Las reformas que urgen son las que conduzcan a la consolidación de verdaderos partidos y que garanticen la responsabilización del Estado, es decir, que lo obliguen a rendir cuentas. Sin estas condiciones no hay reformas “sustantivas” posibles. Se necesitan la reelección legislativa y municipal, reglamentos internos modernos de las cámaras de Diputados y Senadores, una ley de partidos, un solo órgano electoral nacional y un nuevo calendario electoral para que haya auténticos partidos políticos; contralorías estatales y federal independientes, una procuraduría autónoma, una ASF con dientes, un verdadero servicio civil de carrera, organismos autónomos empoderados y un poder judicial modernizado para tener un Estado responsable. Sin partidos sólidos y sin rendición de cuentas no puede concluirse la transición.
Sociólogo
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