La Jornada/11 de diciembre de 2008
La Montaña de Guerrero está de luto y junto a ella incontables ciudadanos de nuestro país. La muerte de Othón Salazar –maestro, hombre de bien, revolucionario auténtico– es motivo de dolor para el pueblo que lo vio nacer, para sus camaradas de ayer y de hoy, para los que tuvimos el orgullo de beneficiarnos de su trato siempre afable y cordial y, sobre todo, de sus lecciones vivas de dignidad. Cuando se escriba la historia de la lucha por la justicia social del siglo XX, la presencia del maestro guerrerense ocupará un alto sitial en la conciencia nacional, junto a otros ilustres mexicanos que lo dieron todo sin pedir nada a cambio.
En Othón no hay divorcio entre lo que se piensa y se vive. Su vida es ejemplo de austeridad privada y coherencia pública. Dotado de una extraordinaria energía personal, deja el hogar familiar alcozauquense para emprender la aventura del magisterio que en él será el ejercicio de un destino vocacional y la realización práctica del proyecto de emancipación social que anima sus pasos. El profesor Salazar surge de la escuela normal creada por la Revolución Mexicana como sustento de una nueva sociedad nacional. Allí aprende los valores constituyentes del laicismo, asume los principios de la igualdad e incursiona en las doctrinas socialistas que nunca abandonará. Forjado en el clima moral del cardenismo que halla una de sus cúspides en la gesta de la educación rural, las inquietudes del joven maestro crecen en la medida que profundiza sus conocimientos, afinando las armas de la inteligencia y la palabra. Muy pronto, sus compañeros reconocen en él al dirigente confiable, capaz de representarlos siempre con genuina modestia, pero con absoluta firmeza. Esa voluntad de no tolerar las injusticias que abruman a la sociedad mexicana lo harán el militante comunista íntegro, cabal, que sus contemporáneos conocieron y respetaron. Gracias a su extraordinaria capacidad de expresar las ideas con claridad y emoción, para defenderlas con firmeza, pero sin ofuscamiento, Othón escribirá una página memorable en los patios de la Secretaría de Educación Pública, donde los maestros resisten al oprobio. Ese episodio, acaso el más conocido de todos, no será el único.
A través de los años su voz se escucha clara y vibrante en las plazas públicas de los pueblos del sur, atrofiados por el hambre y el olvido; en el teatro Ideal, donde su voz resuena con aires radicales al saludar a la primera delegación del Ejército Rebelde fidelista; en las reuniones partidistas a las que siempre lleva el mensaje de los más desamparados, en los salones del poder legislativo a los que la izquierda acude para cambiar a México, en las marchas por la dignidad a través de los páramos de La Montaña portando la bandera tricolor; a la cabeza de los indígenas que exigen justicia, no caridad, hablando el lenguaje universal de la esperanza; en el palacio municipal de Alcozauca donde los niños aprenden a amar a Vicente Guerrero y a poner por delante ese indestructible proyecto de futuro que para él es la patria liberada.
Cuando la historia lo llama a defender los intereses del magisterio oponiéndose a las oscuras maniobras oficiales, la figura de Othón crece ante la miseria moral de sus adversarios: los funcionarios de la SEP; los prevaricadores de la “clase política” oficialista; los falsos representantes sindicales que ya entonces, hace más de medio siglo, pretendían regentear a su antojo la organización que en teoría debía representar los intereses legales e históricos de los maestros. En medio de aquella lucha desigual, Othón comprende que el abandono secular de la enseñanza no es, solamente, el resultado pernicioso (pero corregible) de algún mal gobierno; había algo más: la subestimación del magisterio como un protagonista importante en la vida nacional reflejaba, en exacta proporción, el ascenso de la burocracia sindical suplantando la voluntad democrática de los propios maestros.
Así, esa lacra conocida como charrismo venía a cancelar, junto con otros derechos básicos, la posibilidad de hacer de la educación pública la gran palanca que el desarrollo humano estaba exigiendo. Simplemente los intereses dominantes la habían instrumentalizado para servir al propósito de mantener el control, la pax publica. Planes e inversiones se multiplican, es cierto, pero la educación mexicana, sin la participación democrática de los maestros, no consigue salir de la crisis. El resultado, lo estamos viendo, es la sustitución de la enseñanza fundada en el laicismo como un medio para la emancipación positiva de la mayoría por una visión raquítica, poco comprometida con la renovación ética y cultural de la nación.
Habérselo recordado a gobernantes autocomplacientes en plena euforia desarrollista fue el mayor delito de Othón Salazar. Él no se conformó con un magisterio dócil, cautivo del juego gremial, poderoso en potencia aunque pasivo y débil en los hechos. Por eso sufrió represalias, despido, cárcel, ninguneo. Para él, así lo dijo muchas veces, la crisis de la educación sólo podía resolverse con una perspectiva de Estado, a través de una gran reforma nacional. Y ésta tenía que apoyarse en la conciencia autónoma de las masas, en sus organizaciones gremiales y políticas y en la movilización sin tregua en defensa de sus ideales. Sólo desplazando del poder a los grupos que administran la pobreza, amparándose en promesas y demagogia, sería posible construir el futuro.
Despojado de su plaza laboral (la cual para vergüenza de las autoridades educativas jamás le fue reintegrada), no se resignó a vivir de rodillas. Prosiguió la lucha patriótica en defensa de los humildes. Su voz retumbó en los pueblos, alertando a los trabajadores o dialogando con los universitarios. Incansable, optimista y congruente, jamás hizo a un lado los principios socialistas que se fortalecieron en la tierra que lo vio nacer y morir. Aquí, en su municipio natal, Alcozauca, del que sería presidente, contribuyó al triunfo del primer ayuntamiento de izquierda de la época moderna, haciendo posible el despliegue de la democracia a través de La Montaña entre las comunidades indígenas, históricamente olvidadas por todos.
Hoy nos unimos en homenaje póstumo al alcozauquense más importante de su historia. Por una vez, la izquierda se muestra unánime en el reconocimiento. Ojalá sepa aprender de las enseñanzas esenciales del maestro: la humildad, la tenacidad, el buen ánimo y su rechazo a las componendas sin principios, su fidelidad a la gente humilde, la congruencia personal sin la cual no hay proyecto colectivo digno de tal nombre. A los habitantes de Alcozauca, a la gente de La Montaña, a sus familiares y camaradas, un adolorido abrazo. No te olvidaremos, Othón.
En Othón no hay divorcio entre lo que se piensa y se vive. Su vida es ejemplo de austeridad privada y coherencia pública. Dotado de una extraordinaria energía personal, deja el hogar familiar alcozauquense para emprender la aventura del magisterio que en él será el ejercicio de un destino vocacional y la realización práctica del proyecto de emancipación social que anima sus pasos. El profesor Salazar surge de la escuela normal creada por la Revolución Mexicana como sustento de una nueva sociedad nacional. Allí aprende los valores constituyentes del laicismo, asume los principios de la igualdad e incursiona en las doctrinas socialistas que nunca abandonará. Forjado en el clima moral del cardenismo que halla una de sus cúspides en la gesta de la educación rural, las inquietudes del joven maestro crecen en la medida que profundiza sus conocimientos, afinando las armas de la inteligencia y la palabra. Muy pronto, sus compañeros reconocen en él al dirigente confiable, capaz de representarlos siempre con genuina modestia, pero con absoluta firmeza. Esa voluntad de no tolerar las injusticias que abruman a la sociedad mexicana lo harán el militante comunista íntegro, cabal, que sus contemporáneos conocieron y respetaron. Gracias a su extraordinaria capacidad de expresar las ideas con claridad y emoción, para defenderlas con firmeza, pero sin ofuscamiento, Othón escribirá una página memorable en los patios de la Secretaría de Educación Pública, donde los maestros resisten al oprobio. Ese episodio, acaso el más conocido de todos, no será el único.
A través de los años su voz se escucha clara y vibrante en las plazas públicas de los pueblos del sur, atrofiados por el hambre y el olvido; en el teatro Ideal, donde su voz resuena con aires radicales al saludar a la primera delegación del Ejército Rebelde fidelista; en las reuniones partidistas a las que siempre lleva el mensaje de los más desamparados, en los salones del poder legislativo a los que la izquierda acude para cambiar a México, en las marchas por la dignidad a través de los páramos de La Montaña portando la bandera tricolor; a la cabeza de los indígenas que exigen justicia, no caridad, hablando el lenguaje universal de la esperanza; en el palacio municipal de Alcozauca donde los niños aprenden a amar a Vicente Guerrero y a poner por delante ese indestructible proyecto de futuro que para él es la patria liberada.
Cuando la historia lo llama a defender los intereses del magisterio oponiéndose a las oscuras maniobras oficiales, la figura de Othón crece ante la miseria moral de sus adversarios: los funcionarios de la SEP; los prevaricadores de la “clase política” oficialista; los falsos representantes sindicales que ya entonces, hace más de medio siglo, pretendían regentear a su antojo la organización que en teoría debía representar los intereses legales e históricos de los maestros. En medio de aquella lucha desigual, Othón comprende que el abandono secular de la enseñanza no es, solamente, el resultado pernicioso (pero corregible) de algún mal gobierno; había algo más: la subestimación del magisterio como un protagonista importante en la vida nacional reflejaba, en exacta proporción, el ascenso de la burocracia sindical suplantando la voluntad democrática de los propios maestros.
Así, esa lacra conocida como charrismo venía a cancelar, junto con otros derechos básicos, la posibilidad de hacer de la educación pública la gran palanca que el desarrollo humano estaba exigiendo. Simplemente los intereses dominantes la habían instrumentalizado para servir al propósito de mantener el control, la pax publica. Planes e inversiones se multiplican, es cierto, pero la educación mexicana, sin la participación democrática de los maestros, no consigue salir de la crisis. El resultado, lo estamos viendo, es la sustitución de la enseñanza fundada en el laicismo como un medio para la emancipación positiva de la mayoría por una visión raquítica, poco comprometida con la renovación ética y cultural de la nación.
Habérselo recordado a gobernantes autocomplacientes en plena euforia desarrollista fue el mayor delito de Othón Salazar. Él no se conformó con un magisterio dócil, cautivo del juego gremial, poderoso en potencia aunque pasivo y débil en los hechos. Por eso sufrió represalias, despido, cárcel, ninguneo. Para él, así lo dijo muchas veces, la crisis de la educación sólo podía resolverse con una perspectiva de Estado, a través de una gran reforma nacional. Y ésta tenía que apoyarse en la conciencia autónoma de las masas, en sus organizaciones gremiales y políticas y en la movilización sin tregua en defensa de sus ideales. Sólo desplazando del poder a los grupos que administran la pobreza, amparándose en promesas y demagogia, sería posible construir el futuro.
Despojado de su plaza laboral (la cual para vergüenza de las autoridades educativas jamás le fue reintegrada), no se resignó a vivir de rodillas. Prosiguió la lucha patriótica en defensa de los humildes. Su voz retumbó en los pueblos, alertando a los trabajadores o dialogando con los universitarios. Incansable, optimista y congruente, jamás hizo a un lado los principios socialistas que se fortalecieron en la tierra que lo vio nacer y morir. Aquí, en su municipio natal, Alcozauca, del que sería presidente, contribuyó al triunfo del primer ayuntamiento de izquierda de la época moderna, haciendo posible el despliegue de la democracia a través de La Montaña entre las comunidades indígenas, históricamente olvidadas por todos.
Hoy nos unimos en homenaje póstumo al alcozauquense más importante de su historia. Por una vez, la izquierda se muestra unánime en el reconocimiento. Ojalá sepa aprender de las enseñanzas esenciales del maestro: la humildad, la tenacidad, el buen ánimo y su rechazo a las componendas sin principios, su fidelidad a la gente humilde, la congruencia personal sin la cual no hay proyecto colectivo digno de tal nombre. A los habitantes de Alcozauca, a la gente de La Montaña, a sus familiares y camaradas, un adolorido abrazo. No te olvidaremos, Othón.
(Texto leído en el funeral del maestro Othón Salazar, Alcozauca, 5 de diciembre de 2008. A Ligo Salazar, un abrazo.)
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