El Universal/14 de diciembre de 2008
Gobierno y Legislatura de Coahuila proponen instaurar la pena de muerte. Ha llegado a San Lázaro su iniciativa de reforma. Naturalmente, la propuesta ha generado las reacciones más encontradas que se pueda imaginar. El presidente de la Legislatura coahuilense justifica la propuesta diciendo que se trata de un reclamo de la sociedad. Aún resuena en el ambiente el tétrico dicho del gobernador Moreira en el sentido de que más vale discutir la forma de aplicarla que la validez de aprobarla.
En un sistema de justicia podrido en sus raíces como el de México, en el que se registra uno de los índices de violación a los derechos humanos más alarmantes de América Latina, en el que nueve de cada 10 delitos denunciados quedan impunes, en el que el Ministerio Público y jueces de diversos tribunales registran un alto grado de ineptitud y corrupción, en el que el acceso a la justicia efectiva es una entelequia para la mayoría y sólo realidad para unos cuantos poderosos, en el que sólo recientemente se están dando pasos para reconocer y modificar esta realidad, la introducción de la pena de muerte resulta absurda y sólo puede entenderse como parte de una actitud populista y demagógica.
Se quiere enfrentar un mal dotando de un instrumento adicional y letal al sistema institucional que es en parte causa de tal mal y, así, alimentar la ilusión de erradicarlo. Si no hubiese tantos malos gobernadores, tantos malos funcionarios federales, tantos malos legisladores, tantos jueces corruptos, tantos gobiernos municipales rendidos al dinero de la delincuencia organizada, ¿tendríamos en México una incidencia criminal de las proporciones de la actual? ¿Estaríamos discutiendo la pena de muerte?
Se agrega el hecho de que los compromisos internacionales en la materia no deberían ser revertidos por México. Tampoco puede admitirse en este asunto capital que una entidad obtenga discrecionalidad para aplicarla en su territorio cuando no ha podido siquiera enfrentar al crimen organizado desde las instancias responsables con estándares mínimos cuya ineficacia fuera prueba de que es necesario proceder a conculcar derechos. Se agrega también la prueba internacional de que la pena capital no detiene la incidencia del delito (mírese a EU), por cuanto se trata de una medida cuya aplicación, si no es sumaria, tarda mucho en efectuarse y cuyos procedimientos previos llevan largo tiempo.
Si se quiere atender sensatamente a la demanda mayoritaria de detener la criminalidad, sería mejor que la clase política se ocupase de revisar su propio comportamiento, de cambiar las reglas que le otorgan impunidad, de pagar los costos que implica para todo Estado alcanzar la calidad en la aplicación de los derechos, en vez de lucrar alimentando la histeria colectiva con llamados a retrocesos históricos inadmisibles.
Es hora de decir no a la muerte, venga de la mano que venga.
En un sistema de justicia podrido en sus raíces como el de México, en el que se registra uno de los índices de violación a los derechos humanos más alarmantes de América Latina, en el que nueve de cada 10 delitos denunciados quedan impunes, en el que el Ministerio Público y jueces de diversos tribunales registran un alto grado de ineptitud y corrupción, en el que el acceso a la justicia efectiva es una entelequia para la mayoría y sólo realidad para unos cuantos poderosos, en el que sólo recientemente se están dando pasos para reconocer y modificar esta realidad, la introducción de la pena de muerte resulta absurda y sólo puede entenderse como parte de una actitud populista y demagógica.
Se quiere enfrentar un mal dotando de un instrumento adicional y letal al sistema institucional que es en parte causa de tal mal y, así, alimentar la ilusión de erradicarlo. Si no hubiese tantos malos gobernadores, tantos malos funcionarios federales, tantos malos legisladores, tantos jueces corruptos, tantos gobiernos municipales rendidos al dinero de la delincuencia organizada, ¿tendríamos en México una incidencia criminal de las proporciones de la actual? ¿Estaríamos discutiendo la pena de muerte?
Se agrega el hecho de que los compromisos internacionales en la materia no deberían ser revertidos por México. Tampoco puede admitirse en este asunto capital que una entidad obtenga discrecionalidad para aplicarla en su territorio cuando no ha podido siquiera enfrentar al crimen organizado desde las instancias responsables con estándares mínimos cuya ineficacia fuera prueba de que es necesario proceder a conculcar derechos. Se agrega también la prueba internacional de que la pena capital no detiene la incidencia del delito (mírese a EU), por cuanto se trata de una medida cuya aplicación, si no es sumaria, tarda mucho en efectuarse y cuyos procedimientos previos llevan largo tiempo.
Si se quiere atender sensatamente a la demanda mayoritaria de detener la criminalidad, sería mejor que la clase política se ocupase de revisar su propio comportamiento, de cambiar las reglas que le otorgan impunidad, de pagar los costos que implica para todo Estado alcanzar la calidad en la aplicación de los derechos, en vez de lucrar alimentando la histeria colectiva con llamados a retrocesos históricos inadmisibles.
Es hora de decir no a la muerte, venga de la mano que venga.
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM
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