Arnaldo Córdova
La Jornada/14 de diciembre de 2008
Creo que una verdadera tragedia de la ciencia del derecho penal ha sido siempre el nunca haber logrado una definición verdaderamente universal, convincente, libre de prejuicios sociales y resabios de barbarismos atávicos, de lo que es y debe ser la pena, vale decir, la sanción que se aplica en la comisión de ilícitos de toda índole. La misma palabra siempre suena a algo que en el derecho contemporáneo resulta inadmisible: castigo, venganza, exclusión, confinamiento, aniquilamiento. No hay manual o tratado en la materia en el que no se nos diga que la pena no es sólo sanción, sino un modo de prevenir el delito y regenerar los tejidos dañados en el seno de la convivencia social.
En este punto, no tiene remedio, siempre habrá que recordar al gran fundador de la ciencia del derecho penal moderno, el gran jurista y filósofo del derecho italiano del siglo XVIII, Cesare Beccaria. Fue un enemigo feroz de la pena de muerte y del concepto de la pena como castigo o venganza. Su doctrina se puede resumir en unas cuantas palabras: si la ley es fruto del contrato que los hombres tienen para organizar su sociedad, del consenso popular (él era un contractualista convencido), y es elaborada por los representantes populares, entonces es inadmisible que la pena sea considerada como venganza de la sociedad. El delito es como una enfermedad en el cuerpo social: no se le sana amputándolo.
Los delitos y las penas, decía, deben estar previstos en la ley (esa convicción dio origen a un aforismo emblemático de los foros de la abogacía: nullum crimen, nulla poena, sine legge, no hay crimen, no hay pena, sin una ley), no ser dictados por el juez que juzga al acusado ni, mucho menos, por quienes detentan el poder en la sociedad, político o de facto. Si de eso se trata, la pena debe ser como una operación que subsane el daño causado. De ahí nació la concepción humanista de la pena como sanción que no es vengativa, sino regenerativa y preventiva. Al órgano dañado, hay que curarlo, no extirparlo.
La pena como venganza es pura barbarie y no hay modo de justificarla de otra manera. Era el medioevo, decía el ilustre filósofo. El derecho está destinado a organizar y a regular la convivencia social. Mal se ve una rama del derecho que sólo obedece a instintos oscuros y bestiales que anidan en el alma de los hombres. Aumentar la severidad de las penas hasta hacerlas monstruosamente crueles e inhumanas, según algunos, sirve para azorrillar a los posibles delincuentes. Recuerdo que en la Facultad de Derecho de la Universidad Michoacana un alumno presentó una tesis con el título: “Los efectos educativos de la pena de muerte”. Mi maestro, Guillermo Morales Osorio, cuando le tocó el turno de oír los argumentos, dijo: “Pues, ¡qué bien educado queda un cabrón al que le cortan la cabeza!”.
Beccaria consideraba que la pena como castigo o como venganza y, en especial, la pena de muerte, era una auténtica guerra de una parte de la sociedad contra otra. En un pasaje de su memorable obra De los delitos y de las penas, se preguntaba: “¿Por qué parece que en el presente sistema criminal, según la opinión de los hombres, prevalece la idea de la fuerza y de la prepotencia sobre la de la justicia…?” En un verdadero sistema criminal, remataba, hay un valor que debe estar por encima de los demás: el “interés de la verdad”. ¿Cuántos inocentes en la historia habrán sido injustamente condenados por ilícitos que no cometieron ni pensaron cometer? En nuestro medio, como se ha dicho, de 90 a 99 por ciento.
Esta tragedia de la ciencia penal, al no atinar a definir lo que es la pena, en realidad, es una tragedia de la sociedad de nuestros tiempos. Sigue siendo una guerra de una parte de la sociedad en contra de otra. Eso no es derecho. Ese Panchito Pantera que está resultando el gobernador de Coahuila y los monaguillos reaccionarios que hoy dirigen el PVEM, de verdad deben estar convencidos de que se trata de una guerra. El primero, además, con la divisa: “Vean qué machito tienen aquí; si los encuentro, los mato a todos”. La pregunta es siempre obligada: ¿cuántos inocentes serán sacrificados en esa guerra?
Dejemos de lado, por ahora, el que la reforma constitucional de 2005 a los artículos 14 y 22 abolió, definitivamente, la pena de muerte (por cierto, con los votos unánimes de los verdes), y el que México haya signado todos los tratados y convenios internacionales que la prohíben terminantemente. Aquí el problema sigue siendo el mismo desde la época de Beccaria: ¿para que sirve el derecho penal, para qué sirve la pena y, sobre todo, para qué sirve la pena de muerte? Todo mundo en todo el mundo lo ha hecho notar: las penas no asustan a los delincuentes ni les sirven de amenaza. El que comete un delito no piensa en esas cosas y menos si sabe que tiene todas las de ganar al quedar impune.
Desde luego que todos los razonamientos de los más enjundiosos penalistas del mundo con convicciones humanistas acerca de que la pena debe ser, ante todo, educativa y debe servir para rehabilitar al delincuente y reintroducirlo en la vida social como un hombre nuevo no son convincentes en absoluto. Debo decir, empero, que a mí siempre me han convencido. Pero el derecho penal moderno tiene, en todo momento, el mismo enemigo irreconciliable e inconcitable: el deseo de venganza de la sociedad. En primer lugar, al ofendido no se le puede ocurrir que se deba ser racional y generoso con el que lo ha agraviado. Y, luego, nuestras sociedades mojigatas y conservadoras, no pueden admitir que se pueda hacer algo con el delincuente para rehabilitarlo.
En el fondo, se trata de una tragedia de la sociedad y no sólo de una ciencia o de un modo de percibir la realidad. Mientras los hombres sientan que el agravio es una ofensa a sus intereses y no una enfermedad de o un daño a la sociedad, no habrá remedio. Una legión de juristas y abogados estadunidenses han dado sus testimonios sobre el hecho evidente de que, de cada diez condenados, muy probablemente nueve son inocentes. Sobre todo cuando se trata de la población afronorteamericana, tan castigada a lo largo de la historia en Estados Unidos. La pena de muerte y el “ojo por ojo” no sólo son una barbarie, son también una enfermedad de las sociedades de nuestro tiempo, inadmisibles para la civilización, si queremos ser civilizados, cosa cada vez más parecida a un arcano.
PS. En las próximas tres semanas estaré ausente de estas páginas. Ya nos veremos de nuevo.
En este punto, no tiene remedio, siempre habrá que recordar al gran fundador de la ciencia del derecho penal moderno, el gran jurista y filósofo del derecho italiano del siglo XVIII, Cesare Beccaria. Fue un enemigo feroz de la pena de muerte y del concepto de la pena como castigo o venganza. Su doctrina se puede resumir en unas cuantas palabras: si la ley es fruto del contrato que los hombres tienen para organizar su sociedad, del consenso popular (él era un contractualista convencido), y es elaborada por los representantes populares, entonces es inadmisible que la pena sea considerada como venganza de la sociedad. El delito es como una enfermedad en el cuerpo social: no se le sana amputándolo.
Los delitos y las penas, decía, deben estar previstos en la ley (esa convicción dio origen a un aforismo emblemático de los foros de la abogacía: nullum crimen, nulla poena, sine legge, no hay crimen, no hay pena, sin una ley), no ser dictados por el juez que juzga al acusado ni, mucho menos, por quienes detentan el poder en la sociedad, político o de facto. Si de eso se trata, la pena debe ser como una operación que subsane el daño causado. De ahí nació la concepción humanista de la pena como sanción que no es vengativa, sino regenerativa y preventiva. Al órgano dañado, hay que curarlo, no extirparlo.
La pena como venganza es pura barbarie y no hay modo de justificarla de otra manera. Era el medioevo, decía el ilustre filósofo. El derecho está destinado a organizar y a regular la convivencia social. Mal se ve una rama del derecho que sólo obedece a instintos oscuros y bestiales que anidan en el alma de los hombres. Aumentar la severidad de las penas hasta hacerlas monstruosamente crueles e inhumanas, según algunos, sirve para azorrillar a los posibles delincuentes. Recuerdo que en la Facultad de Derecho de la Universidad Michoacana un alumno presentó una tesis con el título: “Los efectos educativos de la pena de muerte”. Mi maestro, Guillermo Morales Osorio, cuando le tocó el turno de oír los argumentos, dijo: “Pues, ¡qué bien educado queda un cabrón al que le cortan la cabeza!”.
Beccaria consideraba que la pena como castigo o como venganza y, en especial, la pena de muerte, era una auténtica guerra de una parte de la sociedad contra otra. En un pasaje de su memorable obra De los delitos y de las penas, se preguntaba: “¿Por qué parece que en el presente sistema criminal, según la opinión de los hombres, prevalece la idea de la fuerza y de la prepotencia sobre la de la justicia…?” En un verdadero sistema criminal, remataba, hay un valor que debe estar por encima de los demás: el “interés de la verdad”. ¿Cuántos inocentes en la historia habrán sido injustamente condenados por ilícitos que no cometieron ni pensaron cometer? En nuestro medio, como se ha dicho, de 90 a 99 por ciento.
Esta tragedia de la ciencia penal, al no atinar a definir lo que es la pena, en realidad, es una tragedia de la sociedad de nuestros tiempos. Sigue siendo una guerra de una parte de la sociedad en contra de otra. Eso no es derecho. Ese Panchito Pantera que está resultando el gobernador de Coahuila y los monaguillos reaccionarios que hoy dirigen el PVEM, de verdad deben estar convencidos de que se trata de una guerra. El primero, además, con la divisa: “Vean qué machito tienen aquí; si los encuentro, los mato a todos”. La pregunta es siempre obligada: ¿cuántos inocentes serán sacrificados en esa guerra?
Dejemos de lado, por ahora, el que la reforma constitucional de 2005 a los artículos 14 y 22 abolió, definitivamente, la pena de muerte (por cierto, con los votos unánimes de los verdes), y el que México haya signado todos los tratados y convenios internacionales que la prohíben terminantemente. Aquí el problema sigue siendo el mismo desde la época de Beccaria: ¿para que sirve el derecho penal, para qué sirve la pena y, sobre todo, para qué sirve la pena de muerte? Todo mundo en todo el mundo lo ha hecho notar: las penas no asustan a los delincuentes ni les sirven de amenaza. El que comete un delito no piensa en esas cosas y menos si sabe que tiene todas las de ganar al quedar impune.
Desde luego que todos los razonamientos de los más enjundiosos penalistas del mundo con convicciones humanistas acerca de que la pena debe ser, ante todo, educativa y debe servir para rehabilitar al delincuente y reintroducirlo en la vida social como un hombre nuevo no son convincentes en absoluto. Debo decir, empero, que a mí siempre me han convencido. Pero el derecho penal moderno tiene, en todo momento, el mismo enemigo irreconciliable e inconcitable: el deseo de venganza de la sociedad. En primer lugar, al ofendido no se le puede ocurrir que se deba ser racional y generoso con el que lo ha agraviado. Y, luego, nuestras sociedades mojigatas y conservadoras, no pueden admitir que se pueda hacer algo con el delincuente para rehabilitarlo.
En el fondo, se trata de una tragedia de la sociedad y no sólo de una ciencia o de un modo de percibir la realidad. Mientras los hombres sientan que el agravio es una ofensa a sus intereses y no una enfermedad de o un daño a la sociedad, no habrá remedio. Una legión de juristas y abogados estadunidenses han dado sus testimonios sobre el hecho evidente de que, de cada diez condenados, muy probablemente nueve son inocentes. Sobre todo cuando se trata de la población afronorteamericana, tan castigada a lo largo de la historia en Estados Unidos. La pena de muerte y el “ojo por ojo” no sólo son una barbarie, son también una enfermedad de las sociedades de nuestro tiempo, inadmisibles para la civilización, si queremos ser civilizados, cosa cada vez más parecida a un arcano.
PS. En las próximas tres semanas estaré ausente de estas páginas. Ya nos veremos de nuevo.
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