martes, 5 de octubre de 2010

La libertad de discriminar

Roberto Blancarte
Milenio/5 de octubre de 2010

Hay que reconocerles al arzobispo de México y a su vocero que por lo menos se tomaron la molestia de contestar la queja por discriminación, interpuesta vía el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred). Aunque su respuesta no tenga ningún fundamento, esté amañada y tergiverse completamente el sentido del estado de derecho en el que vivimos. Pero digamos que, aunque se niegue a aceptar el procedimiento de conciliación propuesto, el cardenal Norberto Rivera por lo menos atiende las reclamaciones, lo cual es un avance frente a la posición del cardenal Sandoval Íñiguez, quien simplemente las ignora. Sin embargo, me sorprende la pasividad con que las instituciones democráticas y defensoras de los derechos humanos han reaccionado frente a esta barbaridad: estamos aquí frente a dos personas que abiertamente señalan que sus convicciones religiosas están por encima de las leyes. Sus creencias no les permiten conciliar ni transigir con quienes los demandan por tener expresiones y comportamientos discriminatorios. El arzobispo y su vocero manifiestan simplemente ante el Conapred que no es su voluntad aceptar el procedimiento conciliatorio porque sus “posturas respecto al tema del matrimonio y adopción entre personas del mismo sexo no son conciliables mediante una audiencia de conciliación”, en razón de que su posición “emana de nuestro credo religioso, es decir, de nuestra conciencia”. El arzobispo de México y su vocero pretenden ignorar que la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público expresamente establece en su artículo 1 que “las convicciones religiosas no eximen en ningún caso del cumplimiento de las leyes del país” y que “nadie podrá alegar motivos religiosos para evadir las responsabilidades y obligaciones prescritas en las leyes”. En otras palabras, mientras esa norma siga vigente, nadie puede alegar que sus creencias religiosas lo eximen de las leyes mexicanas. El arzobispo de México ignora intencionalmente que hay una Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación, la cual debe ser respetada por todos, y que ninguna creencia religiosa o de cualquier tipo puede ser pretexto para no acatar o para violar esa u otras leyes. Lo extraño es que ningún servidor público, responsable de hacer cumplir la ley, le ha querido recordar eso al arzobispo.

El cardenal y su vocero señalan también de manera equivocada que lo único que han estado haciendo, a través de sus declaraciones en los medios de comunicación, es hacer uso de su libertad de expresión, “la cual se encuentra contemplada a nivel constitucional en el artículo 6, el cual prescribe que ‘la manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, los derechos de tercero, provoque algún delito, o perturbe el orden público’”. Pero precisamente el problema es que, con sus declaraciones, el cardenal y su ayudante han lesionado derechos de terceros, en este caso a ciudadanos y ciudadanas mexicanas de la comunidad homosexual. La Iglesia católica, de hecho, es una institución que oficialmente discrimina a los homosexuales, pues sólo por ese hecho trata de impedirles la entrada a sus seminarios de formación religiosa. Y a los miembros de su jerarquía les parece normal hacerlo, escudándose en sus convicciones religiosas.

Las creencias religiosas no pueden, sin embargo, constituir una justificación para no acatar la ley o para discriminar. No hay ninguna libertad en el mundo que pueda ser ilimitada en sociedad. Todos tenemos libertad de circulación, pero nadie puede hacerlo sin reglas. Si a mí se me ocurriera circular con mi vehículo a 130 kilómetros por hora por avenida Insurgentes seguramente pondría en peligro la vida de muchos, además de la mía. Hay reglas para circular que nos indican la velocidad a la que debemos hacerlo, dónde y cuándo tenemos que frenar y detenernos para que otros pasen, etcétera. El semáforo, esa luz que nos indica cuándo frenar y cuándo acelerar, es el Estado. Lo mismo sucede con todas las otras libertades, incluida la de religión. Imaginémonos que un grupo neoazteca decidiera llevar a cabo sacrificios humanos, porque su religión así lo dictara. Obviamente, todos estaríamos de acuerdo en que el Estado tendría que impedir esos actos. Imaginémonos que un grupo musulmán quisiera enseñar en sus escuelas que las mujeres y los hombres no son iguales y que el hombre tiene derecho a golpear a la mujer o tratarla como inferior. Obviamente, no estaríamos de acuerdo, y el hecho de que esas acciones partieran de convicciones religiosas no podría justificar tal comportamiento. Bueno, pues lo que pretenden estos miembros del clero es algo parecido, es decir, que la libertad religiosa no tiene límites y que justifica cualquier posición incluso discriminadora. Suponen que sus creencias, por el simple hecho de existir, los exoneran de cumplir con las leyes vigentes, incluida la indicada ley mexicana que señala que “las convicciones religiosas no eximen en ningún caso del cumplimiento de las leyes del país”. Se cobijan en el discurso de las libertades que negaron durante siglos y se amparan en un estado de derecho al que en la práctica no reconocen.

blancart@colmex.mx

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