jueves, 11 de diciembre de 2008

Ley de medios, transición digital, convergencia

Ramón Cota Meza

El debate sobre la ley de radio y televisión se ha recrudecido los últimos días por una iniciativa senatorial para renovar automáticamente las concesiones de espacio radioeléctrico a veinte años. Como es obvio, estamos ante un parche más de la defectuosa ley aprobada, de los muchos parches que le faltan, a menos que se acuerde una iniciativa cuyo centro sea la transición digital y la convergencia de los medios en Internet como imperativos tecnológicos, no como buenos deseos, sino como el reconocimiento de una tendencia que terminará por imponerse.

El papel de los medios en la sociedad de la información no puede ser encuadrado en nociones de los 1960. Una pifia de la ley aprobada fue regatear el espacio radioeléctrico a los medios, sin sospechar que la digitalización lo comprime, como se comprime el disco duro de una computadora. Por tanto, la acusación de que la ley cede espacio radioeléctrico al temible duopolio no viene al caso, pero influyó para excluir de la ley la renovación automática de las concesiones, lo que, desde luego, no significa que todo concesionario consiga renovar su concesión al margen de su desempeño.

La iniciativa senatorial busca parchar ese hoyo, después de haber propuesto otro parche, que todas las concesiones de AM sean canjeadas por FM, algo que hubiera sido resuelto fácilmente con una iniciativa de transición digital y convergencia en Internet. Por razones de costos, planes de largo plazo, eficiencia y cobertura, la transición es deseable (e inevitable) para todo negocio serio en este campo. El propósito de perdurar está implícito en el tránsito mismo hacia la era digital, de modo que la renovación automática de las concesiones tiene sentido, siempre que las leyes sean respetadas.

Ahora bien, a medida que la convergencia de los medios en Internet se vaya generalizando, el vínculo de la regulación estatal tendrá que ser el acceso a la producción y distribución de contenido por Internet, más que el usufructo del espacio radioeléctrico. Esto sin contar con que nuevas técnicas de digitalización puedan comprimir el espacio radioeléctrico aún más, antes del año 2021, cuando la comunicación analógica será declarada formalmente extinta en México. Pero mientras exista la recepción AM, los medios tendrán que transmitir por AM y FM a la vez, lo que da la apariencia de monopolización, pero no hay tal; lo que hay es un estatus transitorio.

Ninguno de estos argumentos hace mella en los heroicos adversarios del duopolio televisivo, quienes han ido mezclando sus nociones del tema con las adherencias políticas acumuladas en el proceso. Su principal debilidad es ignorar la relación entre la escala de operación, los contenidos, el ingreso por publicidad y los estilos de los medios de comunicación masiva. Ya que los costos fijos y de modernización constante son muy altos, el negocio tiene que alcanzar una cierta escala de cobertura, lo que obliga a ensalzar los gustos y las virtudes promedio, con ratings irrevocables sobre la programación. Sin publicidad no hay negocio. Por lo menos durante muchos años, la televisión y la radio comerciales de escala masiva seguirán explotando los patrones hasta ahora mostrados. Lo cual no impide que sigan incursionando en nuevos segmentos de audiencia en la barra nocturna.

Otro equívoco de los impugnadores del duopolio televisivo es creer que el dominio de la audiencia promedio por dos televisoras es un obstáculo a la libre competencia, como si hubiera muchos interesados en entrar al negocio. De hecho, sólo uno ha levantado la mano (General Electric-NBC-Telemundo), sólo para retirarla ante el pequeño detalle de que su país (Estados Unidos) restringe drásticamente la participación de Televisa y TV Azteca. Mientras no haya un principio de reciprocidad en la materia entre ambos países, ninguna televisora comercial de Estados Unidos podrá tener una concesión de alcance nacional en México.

Más grave que todos estos malentendidos es el vicio original de la ley de radio y televisión, resultado de una escalada de acciones y reacciones entre medios de comunicación y clase política en general. La ley resultante estuvo animada por el temor de los políticos a ser destruidos por la radio y la televisión, dejando de lado los asuntos básicos a legislar. Parece que hasta ahora los están descubriendo, aunque sólo por la necesidad mutua de encontrar una base de entendimiento.

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Presentar argumentos favorables a los medios de comunicación comercial masiva no es una posición cómoda. Pero subrayar su nuevo contexto tecnológico como base de su institucionalidad futura no significa aplaudir el contenido de su programación. Ante las consecuencias indeseables de ciertos mensajes frívolos para la escala social de valores, hay que seguir fomentando la televisión y la radio públicas, que parecen estar viviendo un momento creativo. Con recursos limitados, los medios públicos ponen en acción buenas ideas, en una atmósfera optimista sobre sus posibilidades culturales. No hay duda de que el apoyo a estos medios debe aumentar, aun en caso de restricción presupuestal, porque el público suele estar más abierto a nuevos mensajes en los momentos de crisis.

En suma, deberíamos preocuparnos menos por las supuestas consecuencias perniciosas de la televisión comercial y más por el crecimiento de los medios públicos para emparejar el score. Después de todo, la televisión y la radio comerciales tienden por sí mismas a encontrar un balance entre su frivolidad intrínseca, la promoción constante de la solidaridad y la superación personal y la exploración de segmentos marginales de audiencia. En el futuro inmediato, la competencia no será por las grandes audiencias promedio, sino por los nuevos segmentos a través de Internet. El televisor mismo será una computadora on line.

Así que hace falta una ley de transición digital y convergencia en Internet, que subsuma las disposiciones válidas de la ley actual. Y separar los terrenos de disputa entre la clase política y los medios, ubicándolos en las leyes civiles y penales, como corresponde. Por supuesto, una violación grave o violaciones sistemáticas de los concesionarios a las leyes del honor y la dignidad personales, por ejemplo, deberían acreditarse contra la renovación de su concesión, pero sin mezclar los asuntos en una sola ley, porque así mezclados se prestan a la manipulación.

Agradezco a Fernando García Ramírez y Enrique Krauze su hospitalidad para mis artículos en Lupa Ciudadana.

blascota@prodigy.net.mx

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