miércoles, 12 de mayo de 2010

El Presidente sin destino

Mauricio Merino
El Universal/12 de mayo de 2010

Más allá de la guerra incivil que está librando contra el narcotráfico, está resultando difícil seguir el hilo conductor del gobierno mexicano. Subrayo el tiempo verbal en forma de gerundio: está resultando, porque no me refiero a los planes formales publicados al principio del sexenio, ni a los elaborados discursos que se escriben en Los Pinos para imprimirle alguna coherencia a las decisiones que se van tomando —esa tarea que patentó Rubén Aguilar al final del sexenio anterior. Me refiero, más bien, a la falta de orientación y de sentido general en el conjunto de las decisiones. ¿A dónde va el gobierno? ¿A dónde quiere llevarnos el presidente Calderón?

Creo que en medio de la violencia desatada por la guerra incivil, y asumiendo a cabalidad sus consecuencias, el gobierno tendría que ser consciente de las limitaciones de tiempo y de recursos que está enfrentado para ofrecerle certidumbre a su salida. La agenda ya no puede seguir siendo la del comienzo del sexenio, no sólo porque es inútil seguir culpando a las circunstancias heredadas del pasado de todos los males del país (ese discurso del bloque histórico de setenta años de priísmo idéntico e irredimible), o a la necedad dolosa de sus oposiciones que se niegan a aceptar a ciegas todas sus propuestas —como querría el gobierno—, sino porque ya no hay tiempo. El reloj está corriendo y es preciso establecer los puertos de llegada: aquellos en los que anclará sus naves para siempre.


En cambio, como si estuviera ajeno a esas limitaciones y como si el tiempo no fuera una variable principal, el Presidente sigue lanzando iniciativas destinadas al abismo de los debates públicos y legislativos y sigue diciendo discursos que se acomodan más o menos a las audiencias inmediatas que le escuchan, pero que irritan y/o preocupan a todos los demás. Palabras que son reveladoras de su visión del mundo: clasemediera, religiosa, familiar, pero que no alcanzan a conformar una visión de Estado ni, mucho menos, a proponernos algo más que el destino individual que al gobierno le gustaría ver cumplido en cada uno de nosotros (“yo no pido mucho —dice la publicidad pagada—, pido empleo; y ya lo tengo”).


En contrapartida, entre aclaraciones y declaraciones, el gobierno mexicano nos desliza que la guerra incivil seguirá vigente por lo menos hasta el final de este sexenio, aunque su violencia tienda a aminorarse. Un pronóstico que resulta aterrador e irresponsable, pues ningún Estado que declara una guerra lo hace sin fijarse, al menos, el momento ideal de la victoria. Ni siquiera los aztecas, que vivían para la guerra eterna, dejaban de ganar batallas claramente identificables, aunque una vez ganadas volvieran a empezar. ¿Pero cuáles son las nuestras? ¿Ir descabezando a las bandas criminales hasta que ya no haya nadie con tales tendencias en la faz de la República? Si no es posible decir en qué consiste la victoria, tampoco puede negarse la derrota.


Por otra parte, es inútil gobernar tejiendo explicaciones y justificaciones para acusar a todos los demás por lo que no se ha hecho. En esa lógica, llegará el momento en que el tiempo de los verbos volverá a cambiar para decir, sin más, que fue inútil culpar a los demás por lo que simplemente no se hizo; por lo que nunca sucedió y por las promesas que nunca se cumplieron, pues el sexenio no dura exactamente seis años, sino menos: los meses de la declinación comienzan con el año electoral (en este caso, a partir de enero del 2012), lo que significa que al gobierno le quedan poco más de 18 meses para construirse una conclusión política, que no sea solamente la continuación de la violencia.


La falta de horizonte cobra toda su dimensión no tanto en la multiplicación de iniciativas, cuanto en la obstinada dispersión de esfuerzos y en el abandono paulatino de las causas democráticas: la transparencia, la responsabilidad pública, la profesionalización de los burócratas, la defensa y la ampliación de los derechos. Ocupado en la seguridad y sus imperativos de defensa nacional, el gobierno ha abandonado —o incluso se ha vuelto en contra de— esos temas que le daban sentido al proceso político que había vivido México desde el final de los ochenta. La involución está documentada y es muy grave.


Pero todavía puede ser peor, pues el colofón podría consistir en un descontrol generalizado del proceso electoral siguiente, mucho más profundo del que ocurrió en el año 2006, sin que existan medios democráticos suficientes para afrontarlo y mitigarlo. ¿Cómo, si el propio gobierno se ha encargado de ir minando las bases para producir una sucesión presidencial pacífica, ordenada y con destino democrático?

Profesor investigador del CIDE

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