lunes, 24 de mayo de 2010

Una normalidad política contraria a la democracia

Arnaldo Córdova
La Jornada/23 de mayo de 2010

En México, desde que empezó la reforma política en sus primeras elecciones, en 1979, jamás hemos tenido comicios limpios y transparentes. La historia nos la tenemos bien sabida: abuso de recursos de todo tipo por parte de los que detentan el poder, dinero abundante (público y privado) en las campañas, fraudes en las casillas, inducción ilegal del voto, compra de votos, intervención indebida de funcionarios públicos en los procesos electorales, uso de propaganda oficial (lo mismo priísta, panista, que perredista) que la ley no admite, abuso faccioso y también ilegal de los medios de comunicación, manipulación de los resultados electorales a través de todas las vías (ahora electrónicas), y formas delictivas de acción política (urnas zapato, quema de urnas, robo de urnas) y toda una inmensa gama de irregularidades que forman, paradójicamente, nuestra muy persistente normalidad política electoral.

Eso no es democracia en ningún lado del mundo. No ha habido elección más o menos pareja o muy competida en la que los vencedores puedan cantar victoria con certeza ni los vencidos se digan convencidos de su derrota. Claro que se pueden aducir de inmediato las recientes elecciones en Yucatán, pero podrían mencionarse todas las que se han realizado a partir de 1979 y con muchas razones. Lo cómico e indignante del asunto no es que se condene al vencedor que ha actuado a la mala y abusando de su poder, sino que ahora la moda sea condenar al vencido porque no ha sabido reconocer su derrota. Sin elecciones limpias y sin una opinión pública bien informada y neutral en sus diagnósticos no hay ni puede haber democracia.

Tenemos, así, una legislación electoral que es democrática, pero que ha sido incapaz de instituir y normar una realidad reacia a sus mandatos y que sigue un curso propio, que viola constantemente el derecho y que se resuelve por conductos no previstos ni en la Constitución ni en las leyes. Tal vez alguien me recuerde mi artículo del domingo pasado, en el que combatí el dualismo jurídico y me diga: “¡Ahí está! ¿No que no había un cielo dorado en el que reina sólo la ley perfecta y una realidad que camina por su propia cuenta?” A ello debo decir que si tenemos una realidad truculenta que sigue su propio camino y a la que no se logra normar mediante la ley, sí, la culpa es de una ley que no es efectiva, que carece de positividad y que no nos sirve para nada.

En realidad, empero, la culpa no es de la ley inútil para regular los procesos reales, sino del legislador que la formula y que, a todas luces, está interesado en hacerla inepta para ser efectiva. Muchos intereses se mueven en el Poder Legislativo y son los responsables de que no acabemos de tener una legislación electoral de verdad eficaz y positiva, vale decir, aceptada y respetada por todos. Sólo para empezar, la delincuencia electoral no ha podido ser jamás bien definida en la ley ni sus actos delictivos bien tipificados como delitos. No hay modo de atajarla. Opera impunemente y no puede ser castigada, con lo que su normalidad electoral es el modo como se resuelven las elecciones en este país.

Parte de esa normalidad electoral, profundamente antidemocrática, es el hecho de que no hay a la mano recursos legales y jurisdiccionales suficientes para corregir sus actos ilegales. La Corte federal ha sido reacia a inmiscuirse en ese tipo de asuntos y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación no está sujeto a reglas fijas y confiables que aseguren una auténtica justicia electoral. No puede producir jurisprudencia, vale decir, interpretaciones firmes de la ley y de la Carta Magna que indiquen lo que debemos entender de ellas en su letra. Por otro lado, da una risa que mueve al llanto ver a nuestros consejeros electorales discutir todo el tiempo sobre sus verdaderas facultades, porque no acaban de saber cuáles son.
En otros términos, no podemos legislar electoralmente, porque los intereses dominantes en la política lo impiden o lo pervierten, y, por la misma razón, no tenemos órganos electorales que cumplan adecuadamente con sus funciones y metan orden y justicia en los procesos electorales. Cada elección entre nosotros es una verdadera farándula de pillerías y suciedades que luego hasta son celebradas por el humor popular. ¿Cómo se puede ir confiados a unas elecciones en las que la ley está ausente y los abusos del dinero y del poder son tan patentes? Los ciudadanos llegaron a creer que su voto se respetaba y contaba. Ahora de eso ya no se puede tener certeza.

Pepe Woldemberg fue al Centro Fox a reconocer que la democracia ha desilusionado a la ciudadanía mexicana. Si tomamos en cuenta lo que he señalado, no se puede por más de concluir que estamos de verdad empantanados en una situación en la que ya no sabemos para qué sirve ir a votar si el voto, de nuevo, no se respeta o se pervierte mediante el poder del dinero y de las instituciones del Estado. Ya no hablemos de equidad. La equidad es un valor que está más allá del derecho. Aquí estamos en presencia de una realidad electoral que no puede regirse por la ley y sujetarse a ella ni respetar la voluntad popular al momento de elegir.

Así las cosas, resulta muy fácil predecir los resultados de las elecciones. Todo consiste en saber quién tuvo más dinero y poder político institucional para actuar. Los panistas deben reivindicar su fallido triunfo en Yucatán, porque todo mundo supo que les jugaron a la mala. Los priístas saben que triunfaron, pero ese éxito les ha producido roña porque esperaban mucho más de lo que obtuvieron. No pueden cantar victoria porque no arrasaron con el PAN en aquél Estado y eso era, precisamente, lo que se proponían. El panismo en Yucatán es tan fuerte como ellos y si las estupideces políticas de su dirección nacional no los hunden pueden esperar no una, sino muchas revanchas. Pero el hecho es que en Yucatán todo está poco claro y esa es la maldición de nuestros procesos electorales.

Todo mundo en este país es ducho en violar la ley a su conveniencia; pero la culpa no es de quien lo hace, sino de la ley tan imperfecta y tan violable como la que tenemos. De eso muy pocas veces nos hacemos cargo y el contentillo es decir que los perdedores son malos perdedores y los ganadores son muy graciosos y merecen el triunfo. Ya lo vimos en 1988 y, mucho más, en 2006. Con el resultado de que nuestra realidad electoral se deteriora cada vez más y parece no haber remedio a ello. Seguiremos viendo simulaciones de competencia electoral cuando lo que se nos da son auténticos atracos de los que tienen el poder económico y político y perviven en la más completa ilegalidad.

Alguna vez tuvimos conciencia de la reforma política. Supimos lo que se buscaba y lo que se necesitaba. Hoy estamos perdidos sin remedio y no sabemos qué hacer. El hecho es que no podemos seguir con instituciones legales y políticas tan defectuosas que no nos permiten realizar por completo nuestra democratización y necesitamos de un nuevo pacto social que nos dé de verdad la confianza en las elecciones y en la efectividad del voto ciudadano.

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