martes, 20 de abril de 2010

¡Al diablo las negociaciones!

Jesús Silva-Herzog Márquez

Debe ser muy desesperante tener una receta para curar los males de un hombre enfermo y que el paciente no siga los consejos del médico. El doctor que bien conoce su ciencia ha hecho ya el diagnóstico y ha detallado el tratamiento, las medicinas y las dosis. Pero el paciente no hace caso. Sigue comiendo lo que le hace daño y escuchando consejos de los farsantes. Es una desgracia que la salud dependa de la voluntad de quienes no saben. Cierta política padece esa impaciencia. La mentalidad tecnocrática se desespera ante los obstáculos del pluralismo. Ha hecho el diagnóstico de los padecimientos nacionales y tiene una fórmula para resolverlos. Al ver que la estructura política no abraza con entusiasmo sus proyectos, ha llegado a la conclusión de que el problema está en la pluralidad.

La negociación se ubica como el núcleo de los problemas nacionales. Cuando se negocia, la fórmula correcta se ensucia; el pizarrón se contamina de vocabulario indocto y las decisiones enérgicas que necesitamos se diluyen en debilidad e incoherencia. Desde luego, quienes entienden la negociación como un fastidio se refugian en otras cosas: lamentan la existencia de un gobierno dividido; denuncian el abuso de las minorías y cuestionan (con razón) su representatividad. Pero los circunloquios académicos y políticos expresan, en realidad, reproches a la negociación. Se ha colado en el ánimo nacional un hartazgo de la negociación que bosqueja la ilusión de que el país sería mejor si no fueran necesarios los pactos.

El fastidio no es casual. Hemos padecido, sin duda, negociadores muy torpes y pagamos el costo de muy malas negociaciones. Desde hace varios lustros, hemos la acumulación de pactos de corto plazo que no trazan un rumbo de cambios ambiciosos. Acuerdos que apenas nos mantienen flotando. Los negociadores han escondido su incompetencia culpando a sus interlocutores y a las instituciones. Los otros no quieren el cambio y las reglas no nos dejan hacer las cosas. Ni modo: es lo que se puede. Lo notable es que esa coartada de los ineptos está funcionando. Se empieza a formar la convicción en sectores importantes de la clase política y en inteligencias influyentes de que el problema de México son las demasiadas negociaciones. Estaríamos mejor si negociáramos menos. El país caminaría después de años de atasco, si el gobierno pudiera decidir con facilidad, con el terreno despejado, con palancas eficaces que tradujeran automáticamente sus deseos en actos. Nadie puede negar que hemos padecido problemas de negociación política. Pero, ¿estamos dispuestos a concluir que nuestro problema es la negociación?
Mientras el famoso populista gritaba ¡al diablo con las instituciones!, nuestros tecnócratas impacientes gritan: ¡al diablo con las negociaciones! Hay que eliminarle obstáculos al gobierno. ¡Ya! Las demasiadas negociaciones están paralizando al país. ¡No hay tiempo que perder! Nos hace falta un mecanismo institucional que elimine el fastidio de negociar. Cambiemos las reglas para que, quien gane la presidencia, tenga asegurada la mayoría en el Congreso. Los problemas del país se resolverían si se encuentra la palanca que traduzca las buenas ideas en decisiones políticas. Los mayoritistas ofrecen sus razones. No las examino aquí porque quiero subrayar lo que veo debajo de ellas. Bajo el mayoritismo se esconde, en primer lugar, una expectativa ilusa. Quienes proponen barrer los obstáculos a la presidencia sugieren que, con el campo libre, el Ejecutivo impulsará las reformas que nos hacen falta. La pregunta es, ¿por qué se cree que esa confeccionada mayoría tendría perfil reformista? ¿No debemos diseñar instituciones desde la anticipación contraria—es decir, desde la intuición de que los agentes políticos suelen tener malas ideas? La necesaria negociación sigue siendo en un país como México una de las vacunas fundamentales para impedir la arbitrariedad. En segundo término, sorprende la estrechez de su noción de lo político. No solamente confían en que la razón se alojará en el poder, sino que creen que las instituciones son el poder. Valdría preguntar aquí: los obstáculos al cambio que buscan ¿están dentro de las instituciones representativas o fuera de ellas? Finalmente, la noción democrática que subyace a la propuesta es francamente tenue. La lógica tecnocrática se esconde en el prestigio del mandato electoral. Despreciando el componente deliberativo de la democracia, subrayan el imperativo de un supuesto mandato electoral. Eliminamos obstáculos a la presidencia porque los votos le han dado la orden de impulsar cierto proyecto. Vale, en esto, recordar a Robert Dahl quien exhibió claramente que la teoría del mandato es, simplemente, una patraña. Los votos no instruyen al gobierno, sólo lo integran.

El debate de hoy nos recuerda que la democracia tiene que abrirse paso entre la demagogia del populista y la impaciencia del tecnócrata. Instituciones y negociación.


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