El Universal/25 de marzo de 2009
Recientemente se ha venido difundiendo la idea de que el secretario ejecutivo del IFE, Edmundo Jacobo Molina, está acumulando mucho poder dentro del órgano electoral. Se trata de información y trascendidos que evidentemente fueron generados dentro del propio instituto en un delicado y desgastante juego de definición de equilibrios.
Esa historia no es nueva, aunque buena parte de sus protagonistas sí lo son. Baste recordar el lamentable golpeteo del que fue objeto la entonces secretaria ejecutiva, María del Carmen Alanís, por parte de varios consejeros que veían con recelo su creciente influencia sobre la estructura ejecutiva del IFE. Ello, sumado a las crecientes diferencias con Luis Carlos Ugalde y a la incapacidad de éste para confrontar las presiones del resto de los miembros del Consejo, provocaron la renuncia de Alanís en la víspera del proceso electoral de 2006.
Lo que siguió fue lamentable: la Secretaría Ejecutiva fue casi desmantelada a causa de la inseguridad de Ugalde, por un lado, y el chantaje de varios consejeros, por el otro. El ejemplo más plástico de eso fue la decisión de convertir la oficina del secretario ejecutivo en un “salón de descanso” para los consejeros.
Desde su fundación, el diseño del IFE respondió a una estructura dual: la rama de decisión (encabezada por el Consejo General) y la rama ejecutiva (encabezada por la Junta General Ejecutiva y coordinada por el secretario ejecutivo). La intención era diferenciar los órganos que tomaban las decisiones del instituto de los que tenían a su cargo la operación de los procesos electorales.
A partir de 1997, sin embargo, luego de un complicado proceso de redefiniciones internas, los consejeros, a través de la creación de numerosas comisiones (llegaron a ser 17), adquirieron un incrementado poder y control sobre la estructura ejecutiva. No obstante, una presidencia fuerte y la vocación institucional de la mayoría de los consejeros permitieron (no sin ciertas anomalías) que la vida del IFE transcurriera sin sobresaltos.
A partir de 2003 el panorama se desdibujó. La debilidad y falta de liderazgo de Ugalde —vuelto rehén de los consejeros— provocó que el IFE se feudalizara y que el control y poder de los consejeros, generalmente agrupados en bloques claramente definidos, aumentara desproporcionadamente.
La reforma electoral buscó romper ese arreglo institucional viciado reforzando consistentemente el área ejecutiva. El secretario ejecutivo es, en efecto, más fuerte que antes, pero no por extrañas artimañas de su actual titular, sino porque así lo quiso el legislador. No entenderlo es, simplemente, no saber (o querer) entender la ley.
Crear una unidad autónoma de fiscalización, hacer del secretario ejecutivo el sustanciador único de los procedimientos sancionatorios, limitar la posibilidad de crear comisiones de consejeros, restringir su integración a sólo tres miembros, hacer rotativas sus presidencias son sólo algunos ejemplos de cómo la ley buscó rescatar el espíritu originario del IFE: el de una estructura técnica, capacitada y profesional que se hace cargo de la ejecución de los procesos electorales, y de una rama paralela que toma las decisiones institucionales y que, por supuesto, vigila y supervisa (que no es lo mismo que controlar) a la primera.
Dicho de otro modo: la ley quiso deshacer los entuertos de un arreglo interno que sumió al IFE en el peor bache de credibilidad de su historia.
Algunos en el IFE, sin embargo, no están dispuestos a entender eso y han desatado un golpeteo interno con el que el único perjudicado es la propia institución. Es un juego perverso —y suicida— en el que los únicos beneficiados de esa historia son los grandes y poderosos detractores de la reforma electoral y quienes mezquinamente le apuestan a un IFE débil, mancillado y sumido en la desconfianza.
Investigador y profesor de la UNAM
Esa historia no es nueva, aunque buena parte de sus protagonistas sí lo son. Baste recordar el lamentable golpeteo del que fue objeto la entonces secretaria ejecutiva, María del Carmen Alanís, por parte de varios consejeros que veían con recelo su creciente influencia sobre la estructura ejecutiva del IFE. Ello, sumado a las crecientes diferencias con Luis Carlos Ugalde y a la incapacidad de éste para confrontar las presiones del resto de los miembros del Consejo, provocaron la renuncia de Alanís en la víspera del proceso electoral de 2006.
Lo que siguió fue lamentable: la Secretaría Ejecutiva fue casi desmantelada a causa de la inseguridad de Ugalde, por un lado, y el chantaje de varios consejeros, por el otro. El ejemplo más plástico de eso fue la decisión de convertir la oficina del secretario ejecutivo en un “salón de descanso” para los consejeros.
Desde su fundación, el diseño del IFE respondió a una estructura dual: la rama de decisión (encabezada por el Consejo General) y la rama ejecutiva (encabezada por la Junta General Ejecutiva y coordinada por el secretario ejecutivo). La intención era diferenciar los órganos que tomaban las decisiones del instituto de los que tenían a su cargo la operación de los procesos electorales.
A partir de 1997, sin embargo, luego de un complicado proceso de redefiniciones internas, los consejeros, a través de la creación de numerosas comisiones (llegaron a ser 17), adquirieron un incrementado poder y control sobre la estructura ejecutiva. No obstante, una presidencia fuerte y la vocación institucional de la mayoría de los consejeros permitieron (no sin ciertas anomalías) que la vida del IFE transcurriera sin sobresaltos.
A partir de 2003 el panorama se desdibujó. La debilidad y falta de liderazgo de Ugalde —vuelto rehén de los consejeros— provocó que el IFE se feudalizara y que el control y poder de los consejeros, generalmente agrupados en bloques claramente definidos, aumentara desproporcionadamente.
La reforma electoral buscó romper ese arreglo institucional viciado reforzando consistentemente el área ejecutiva. El secretario ejecutivo es, en efecto, más fuerte que antes, pero no por extrañas artimañas de su actual titular, sino porque así lo quiso el legislador. No entenderlo es, simplemente, no saber (o querer) entender la ley.
Crear una unidad autónoma de fiscalización, hacer del secretario ejecutivo el sustanciador único de los procedimientos sancionatorios, limitar la posibilidad de crear comisiones de consejeros, restringir su integración a sólo tres miembros, hacer rotativas sus presidencias son sólo algunos ejemplos de cómo la ley buscó rescatar el espíritu originario del IFE: el de una estructura técnica, capacitada y profesional que se hace cargo de la ejecución de los procesos electorales, y de una rama paralela que toma las decisiones institucionales y que, por supuesto, vigila y supervisa (que no es lo mismo que controlar) a la primera.
Dicho de otro modo: la ley quiso deshacer los entuertos de un arreglo interno que sumió al IFE en el peor bache de credibilidad de su historia.
Algunos en el IFE, sin embargo, no están dispuestos a entender eso y han desatado un golpeteo interno con el que el único perjudicado es la propia institución. Es un juego perverso —y suicida— en el que los únicos beneficiados de esa historia son los grandes y poderosos detractores de la reforma electoral y quienes mezquinamente le apuestan a un IFE débil, mancillado y sumido en la desconfianza.
Investigador y profesor de la UNAM
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