Milenio/22 de marzo de 2009
Resulta que, en pocas palabras, somos un país que no entiende lo que lee. Imagínese lo que esto puede significar: que no tiene caso hacer instructivos de uso de aparatos y que es cierto que nadie se interesa en ellos; que nada hay más peligroso que enviar una carta de amor, pues será entendida en su contra y en el mejor de los casos acabará casándose la próxima semana; que hay que tener cuidado hasta con las recetas médicas; que estamos destinados a no conocer la voz de los actores del cine extranjero porque se nos escapan los subtitles, y que ni Alfonso Reyes ni Juan Rulfo ni Agustín Yáñez ni Octavio Paz han tenido una influencia importante en la cultura mexicana. Los expertos dicen que si bien somos un país alfabetizado y podemos identificar palabras, un gran porcentaje tropieza cuando se describen situaciones o conceptos.
La escuela mexicana ha sido mala maestra de lectura. En las últimas pruebas PISA de la OCDE, 49 por ciento de nuestros quinceañeros no comprendió las lecturas que se incluían en la evaluación. Si esto ha sido así durante años, ha determinado nuestro modo se ser: está claro entonces por qué nadie hace lo posible por leer un contrato, mucho menos entenderlo, y que se necesita un abogado hasta para comprar un refrigerador porque el asunto de la garantía resulta complicadísimo. Y lo peor, está claro que con los libros de texto hemos hecho un monumental despilfarro de papel.
Estos resultados en comprensión, comentan los expertos, “nos permiten ver que hay problemas de concentración, pero también notamos limitaciones en las habilidades para generar imágenes o para hacer asociaciones de conceptos”. En la torre, esto quiere decir que sólo podemos entender las telenovelas facilonas. Y que las campañas políticas ni caso tiene que sean propositivas y analíticas. Tal vez deberíamos organizar unas luchitas entre candidatos, sería el método más adecuado de selección y en una de esas hasta tendríamos la inesperada ventaja de sacar por fin de la jugada a alguno.
El martes próximo se aplica la siguiente prueba de la OCDE y no hemos cambiado gran cosa. Lo bueno es que los resultados tardan en llegar. Habrá tiempo para inventarse un “mire amá, lo que pasa es que ese maestro Pisa es perrísimo”, y lograr una respuesta complaciente: “no se preocupe m’ijo, usté no está hecho para eso”. Así que no se preocupen Maestra, señora Secretaria, señor Presidente.
La escuela mexicana ha sido mala maestra de lectura. En las últimas pruebas PISA de la OCDE, 49 por ciento de nuestros quinceañeros no comprendió las lecturas que se incluían en la evaluación. Si esto ha sido así durante años, ha determinado nuestro modo se ser: está claro entonces por qué nadie hace lo posible por leer un contrato, mucho menos entenderlo, y que se necesita un abogado hasta para comprar un refrigerador porque el asunto de la garantía resulta complicadísimo. Y lo peor, está claro que con los libros de texto hemos hecho un monumental despilfarro de papel.
Estos resultados en comprensión, comentan los expertos, “nos permiten ver que hay problemas de concentración, pero también notamos limitaciones en las habilidades para generar imágenes o para hacer asociaciones de conceptos”. En la torre, esto quiere decir que sólo podemos entender las telenovelas facilonas. Y que las campañas políticas ni caso tiene que sean propositivas y analíticas. Tal vez deberíamos organizar unas luchitas entre candidatos, sería el método más adecuado de selección y en una de esas hasta tendríamos la inesperada ventaja de sacar por fin de la jugada a alguno.
El martes próximo se aplica la siguiente prueba de la OCDE y no hemos cambiado gran cosa. Lo bueno es que los resultados tardan en llegar. Habrá tiempo para inventarse un “mire amá, lo que pasa es que ese maestro Pisa es perrísimo”, y lograr una respuesta complaciente: “no se preocupe m’ijo, usté no está hecho para eso”. Así que no se preocupen Maestra, señora Secretaria, señor Presidente.
lpetersen@milenio.com
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