El Universal/21 de marzo de 2009
En estas líneas, intentaré explorar el carácter y los resultados —visibles y previsibles— de las dos líneas de acción de la Alianza por la Calidad de la Educación (ACE) que tienen un efecto más rápido y directo sobre lo que ocurre en la realidad cotidiana de las aulas y las escuelas: la reforma curricular y la evaluación externa y uniforme del aprendizaje de los alumnos de educación básica. Hay que plantear para empezar una pregunta central: ¿tenían los gestores de la alianza —el grupo dirigente del SNTE y la SEP— una idea clara de las dimensiones y las causas que, dentro de las escuelas, han generado la baja calidad y la fragilidad de los aprendizajes fundamentales que una proporción muy elevada de los alumnos adquiere a lo largo de la educación básica?
No me refiero sólo a los resultados de exámenes externos distintos, como Enlace y Excale, aplicados por la SEP y el INEE y que se focalizan en la memorización de información y el dominio de competencias intelectuales, predominantemente de baja complejidad, o a los de PISA, aplicados al final de la educación básica por la OCDE en más de 50 países y focalizados en la capacidad de razonamiento y la aplicación del conocimiento a problemas no convencionales y de complejidad creciente. En esos exámenes, aunque evaluaron logros diferentes, los resultados globales de los estudiantes mexicanos —como los de otros países latinoamericanos— han sido bajos. Cada vez que se hacen públicos resultados así, la reacción social es más o menos la misma: los medios anuncian que somos “un país de reprobados” y dejan de lado el tema cuando sucede algo más llamativo; el gobierno se compromete con rostro solemne a mejorar los resultados; los padres y los maestros más sensibles entran en un confuso estado de ansiedad; y la educación, sobre todo la pública, recibe un nuevo golpe en su ya disminuida credibilidad.
Lo que muy pocos se preguntan es qué significan esos resultados y por qué los obtienen nuestros alumnos. Preguntarlo con honestidad y con rigor intelectual. No lo hicieron ni el gobierno de Felipe Calderón ni el poderoso grupo de líderes sindicales y funcionarios públicos en torno a Elba Esther Gordillo. Pero no han sido sólo ellos. Tampoco ha surgido la reflexión que nos hace falta en la mayoría de los sectores de maestros disidentes agrupados en la CNTE, ni en los organismos privados que se cubren con el generoso manto de la “sociedad civil”.
La ACE fue lanzada sin un argumento articulador. De ahí su apariencia miscelánea, que incluye lo indiscutible, como fortalecer la deteriorada infraestructura de las escuelas o apoyar el acceso de los alumnos a la salud y la nutrición; lo que no tiene fundamentos, como suponer que la tecnología por sí misma puede mejorar el aprendizaje al margen de una pedagogía renovada o que es razonable seleccionar a un maestro sólo con un examen de conocimientos; lo injusto, como creer que un maestro es responsable del aprendizaje de un grupo en un año determinado, sin considerar dónde y a quién enseña ni cuáles fueron las experiencias previas de sus alumnos en la escuela; lo riesgoso, como anunciar reformas curriculares sin definir sus rasgos centrales; y lo dañino, como etiquetar a alumnos, escuelas y maestros con un examen único, anticuado y en buena parte banal.
¿Es posible encontrar, en el funcionamiento típico de las escuelas básicas, una causa central que explique el origen de la deficiente calidad formativa de la mayoría de nuestros estudiantes y que se combina con causas sociales como pobreza, desigualdad y una diversidad cultural e individual ignorada, así como con el burocratismo y la corrupción que invaden a un sistema escolar que se resista al cambio sustancial? Estoy convencido de que esa explicación es posible y de que es indispensable someter a la discusión hipótesis fuertes que alienten un debate sin tibieza y sin generalidades piadosas.
Personalmente, encuentro esa explicación en las creencias, las formas organizativas y las prácticas de enseñanza que conciben a la escuela como un aparato de transmisión de información y de adiestramiento en rutinas intelectuales elementales. Un aparato regimentado y plano, que no admite prioridades, variaciones o preferencias y que actúa verticalmente a lo largo de una jerarquía de autoridad, que disciplina al maestro e ignora el interés y la individualidad de los alumnos, en aras de un “saber necesario” que se cristalizó hace mucho en la cultura escolar y que en buena parte ha perdido su vigencia para los tiempos que corren y los que vienen. Un aparato que, sin importar los enormes avances que las ciencias han generado para entender el aprendizaje humano, sigue creyendo, como escribía Jerome Bruner, que la gente aprende por el simple hecho de ser expuesta al conocimiento, y de aprender reproduciendo uniformemente lo que le dijeron que debería saber. Si no lo aprende, el responsable es el alumno, porque el conocimiento estaba ahí, a su disposición.
Este modelo se sostiene sobre tres pilares: un currículum que va creciendo exponencialmente conforme se avanza en la educación básica. Se inicia sensatamente en preescolar, con una propuesta que es excepcionalmente sensible a las potencialidades de los niños, pero que todavía no se arraiga en un ambiente de viejas tradiciones.
Ya en los primeros años de primaria esa fluidez encuentra el obstáculo de las antiguas visiones sobre la lectura, la escritura y la aritmética, y en las nociones arcaicas del orden y de la disciplina. A partir del tercer grado se van incorporando más y más contenidos informativos, con una presentación protodisciplinaria, con muy poco tiempo para asegurar la comprensión, la exploración por parte de los propios niños, el ejercicio genuino de la lectura, la redacción y la construcción del razonamiento matemático.
Sin embargo, es en la secundaria en donde estalla el enciclopedismo. Parecería que los autores de cada programa disciplinario pensaron que la suya era la única materia y que era la última oportunidad de enseñarlo todo. Para cada maestro aplicar esos programas es una carrera contra el tiempo, sin posibilidad de priorizar, profundizar o atender las dificultades y curiosidades de los alumnos. Los estudiantes, muchos de los cuales viven una adolescencia difícil en una sociedad hostil y en el nuevo mundo de la tecnología de lo virtual, reciben un diluvio de información en trozos, inconexa, lejana a su vida y a sus referentes de comprensión. Parafraseando a los críticos anglosajones, se trata de un currículum de un kilómetro de superficie y tres centímetros de profundidad.
La secundaria fue siempre enciclopédica, desde sus orígenes como un selectivo ciclo propedéutico para los estudios universitarios. Conservó ese carácter esencial tras varias reformas y lo acentuó la más reciente, iniciada en el gobierno de Fox y que en este ciclo alcanza a toda la secundaria. Dado que en el considerado “conocimiento necesario” la tasa de mortalidad de los contenidos es cercana a cero y la de nacimiento es muy alta, la vastedad curricular, que sólo los alumnos experimentan en su conjunto, ha alcanzado niveles que no dudo en calificar de demenciales.
A los otros dos pilares me referiré más brevemente. Uno es el de las prácticas de los maestros, casi sin remedio, sometidas al imperativo de transmisión impuesto por los programas de estudio. Los profesores exponen, señalan lecturas, hacen preguntas confirmativas, señalan tareas y ponen ejercicios que consumen todo el tiempo. Es paradójico en este sentido que en la presentación de los nuevos programas se sugieran numerosas actividades didácticas de virtud diversa. Pero ¿quién tiene tiempo de realizarlas en serio?
Todo lo devoran la información y la ejercitación y las actividades que podrían ser hasta placenteras se desvirtúan. Vaya usted a un museo, tan formidable como el Nacional de Antropología. Siempre hay grupos de estudiantes de secundaria. ¿Qué hacen cuando no están echando relajo? ¿Están mirando las piezas expuestas? No. Están copiando las cédulas informativas.
El triángulo se cierra con la evaluación, entendida como aplicar exámenes y llevar la cuenta de los trabajos entregados: “investigaciones” bajadas de internet, ejercicios, resúmenes, maquetas. Por supuesto, la evaluación es confirmativa y poco se aprovecha el potencial educativo de una evaluación para formar y fortalecer.
Si lo que digo es fundamentalmente cierto, es explicable que el efecto más común de este modelo sean el olvido acelerado y la ausencia de comprensión. Por eso muchos alumnos tienen resultados deficientes en los exámenes como Enlace, porque la memoria suele “limpiarse” después del examen más reciente. Como lo puede constatar cualquier adulto, pueden quedar vagos recuerdos. Estoy seguro de que “lo vimos”, dice uno. Pero como decía Jorge Ibargüengoitia de la guerra de 30 años: duró 30 años… creo.
Eso explicaría también los fracasos en exámenes como los de PISA, centrados en competencias de comprensión y aplicación a problemas del saber adquirido. ¿Cómo afrontar esos retos con un nivel de complejidad intermedia o avanzada, cuando probablemente nunca se tuvo la oportunidad sistemática de entender y relacionar, explicar y argumentar, enfrentar problemas intelectuales reales sin el temor a equivocarse?
Frente a este panorama, ¿cuál ha sido hasta ahora la respuesta de la alianza? En primer lugar, proponer una reforma curricular a la educación primaria, justificada en la necesidad de “articulación” de un ciclo básico continuo, cuyos componentes fueron declarados obligatorios en momentos distintos y nacieron con propósitos y destinatarios sociales muy diferentes. Ese fenómeno ha preservado dos rupturas formativas radicales, una entre preescolar y primaria, otra entre primaria y secundaria.
La alianza y sus impulsores tuvieron la oportunidad de alentar la reconstrucción de todo el ciclo básico y de repensar sin ataduras con el pasado cuáles deberían ser los aprendizajes indispensables realmente para los niños y los adolescentes que vivirán en el México difícil del siglo XXI. Era una opción de largo aliento, pero exigente, arriesgada, demandante de consensos sólidos y que sin duda no podría ser realizada en un sexenio.
Pero se dejó pasar esa oportunidad, si es que alguna vez se le consideró y se optó por una articulación de remendones, limando ciertas asperezas entre los tres niveles, pero esencialmente tomando como punto de llegada la secundaria en tránsito de reforma.
Dos comentarios sobre la reforma de primaria, uno de procedimiento y otro de fondo. Sobre lo primero, se planteó una etapa de prueba piloto con duración de un año, con una cobertura de 5 mil escuelas, antes de generalizarla en cada grado escolar. En el ciclo escolar en curso el piloteo resultó un desastre, si lo que se quería era evaluar y corregir la propuesta. El número de escuelas era demasiado grande como para lograr el control de operación y la evaluación de resultados en más de 30 mil grupos escolares. Los programas y materiales se distribuyeron con retraso y la información y orientación para los directivos y profesores involucrados fue tardía y superficial. Todo eso hace imposible obtener conclusiones fundadas sobre la etapa piloto, si es que alguna intención seria se tenía al realizarla.
El fondo del asunto es más preocupante. Si se revisan los programas de estudio propuestos para la reforma, resulta evidente que los contenidos informativos y de procedimientos de rutina aumentaron significativamente, tanto porque se conservaron muchos que ya existían como porque se modificaron y agregaron otros.
Otra vez aparece la contradicción entre un lenguaje con pretensiones modernistas, lenguaje de trapo en el cual todo lugar común está presente, y una enorme cantidad de contenidos, con frecuencia confusos y deshilvanados, que vuelven impensable toda renovación relevante de las prácticas escolares.
Todo esto se complica más aún por la incorporación irreflexiva del término “competencias”. Esta noción, tema de una seria discusión internacional y que en todo caso debe tener un significado preciso y restringido, se utiliza indiscriminadamente como la conclusión a que debe llegar todo aprendizaje. ¿Cómo explicarles que amar a la patria o conmoverse con la poesía son atributos valiosos, pero no son una competencia?
Termino con una referencia a la prueba Enlace, que se aplicará por cuarto año consecutivo en primaria y secundaria. Con las limitaciones de mi conocimiento, puedo afirmar que es el peor examen estandarizado que he visto en mi vida. No sólo es memorista y poco expresivo en relación con rasgos muy valiosos que los alumnos pueden poseer. Es también caprichoso en su selección de preguntas con frecuencia poco claras, algunas sin respuesta disponible, otras con varias respuestas razonables.
Enlace está dañando las limitadas posibilidades de aprendizaje auténtico y de creatividad que sobreviven en la escuela. Con la mayor mezquindad pedagógica, ahora hay que enseñar para contestar preguntas tipo Enlace y entrenar a los alumnos para resolver este examen agobiante, por las consecuencias que sus resultados tienen para los alumnos, los maestros y las escuelas.
¿Hay alguna posibilidad de detener todo eso? ¿Podemos defender a la escuela, evitar que la dañen la improvisación, la ignorancia y la falta de responsabilidad de quienes deberían velar por ella?
Al final, no puedo evitar que me venga a la mente el primer mandamiento del juramento por el cual, según se dice, los médicos grecorromanos se comprometían al recto ejercicio de su incierta profesión: no hacer daño.
Ex subsecretario de Educación
No me refiero sólo a los resultados de exámenes externos distintos, como Enlace y Excale, aplicados por la SEP y el INEE y que se focalizan en la memorización de información y el dominio de competencias intelectuales, predominantemente de baja complejidad, o a los de PISA, aplicados al final de la educación básica por la OCDE en más de 50 países y focalizados en la capacidad de razonamiento y la aplicación del conocimiento a problemas no convencionales y de complejidad creciente. En esos exámenes, aunque evaluaron logros diferentes, los resultados globales de los estudiantes mexicanos —como los de otros países latinoamericanos— han sido bajos. Cada vez que se hacen públicos resultados así, la reacción social es más o menos la misma: los medios anuncian que somos “un país de reprobados” y dejan de lado el tema cuando sucede algo más llamativo; el gobierno se compromete con rostro solemne a mejorar los resultados; los padres y los maestros más sensibles entran en un confuso estado de ansiedad; y la educación, sobre todo la pública, recibe un nuevo golpe en su ya disminuida credibilidad.
Lo que muy pocos se preguntan es qué significan esos resultados y por qué los obtienen nuestros alumnos. Preguntarlo con honestidad y con rigor intelectual. No lo hicieron ni el gobierno de Felipe Calderón ni el poderoso grupo de líderes sindicales y funcionarios públicos en torno a Elba Esther Gordillo. Pero no han sido sólo ellos. Tampoco ha surgido la reflexión que nos hace falta en la mayoría de los sectores de maestros disidentes agrupados en la CNTE, ni en los organismos privados que se cubren con el generoso manto de la “sociedad civil”.
La ACE fue lanzada sin un argumento articulador. De ahí su apariencia miscelánea, que incluye lo indiscutible, como fortalecer la deteriorada infraestructura de las escuelas o apoyar el acceso de los alumnos a la salud y la nutrición; lo que no tiene fundamentos, como suponer que la tecnología por sí misma puede mejorar el aprendizaje al margen de una pedagogía renovada o que es razonable seleccionar a un maestro sólo con un examen de conocimientos; lo injusto, como creer que un maestro es responsable del aprendizaje de un grupo en un año determinado, sin considerar dónde y a quién enseña ni cuáles fueron las experiencias previas de sus alumnos en la escuela; lo riesgoso, como anunciar reformas curriculares sin definir sus rasgos centrales; y lo dañino, como etiquetar a alumnos, escuelas y maestros con un examen único, anticuado y en buena parte banal.
¿Es posible encontrar, en el funcionamiento típico de las escuelas básicas, una causa central que explique el origen de la deficiente calidad formativa de la mayoría de nuestros estudiantes y que se combina con causas sociales como pobreza, desigualdad y una diversidad cultural e individual ignorada, así como con el burocratismo y la corrupción que invaden a un sistema escolar que se resista al cambio sustancial? Estoy convencido de que esa explicación es posible y de que es indispensable someter a la discusión hipótesis fuertes que alienten un debate sin tibieza y sin generalidades piadosas.
Personalmente, encuentro esa explicación en las creencias, las formas organizativas y las prácticas de enseñanza que conciben a la escuela como un aparato de transmisión de información y de adiestramiento en rutinas intelectuales elementales. Un aparato regimentado y plano, que no admite prioridades, variaciones o preferencias y que actúa verticalmente a lo largo de una jerarquía de autoridad, que disciplina al maestro e ignora el interés y la individualidad de los alumnos, en aras de un “saber necesario” que se cristalizó hace mucho en la cultura escolar y que en buena parte ha perdido su vigencia para los tiempos que corren y los que vienen. Un aparato que, sin importar los enormes avances que las ciencias han generado para entender el aprendizaje humano, sigue creyendo, como escribía Jerome Bruner, que la gente aprende por el simple hecho de ser expuesta al conocimiento, y de aprender reproduciendo uniformemente lo que le dijeron que debería saber. Si no lo aprende, el responsable es el alumno, porque el conocimiento estaba ahí, a su disposición.
Este modelo se sostiene sobre tres pilares: un currículum que va creciendo exponencialmente conforme se avanza en la educación básica. Se inicia sensatamente en preescolar, con una propuesta que es excepcionalmente sensible a las potencialidades de los niños, pero que todavía no se arraiga en un ambiente de viejas tradiciones.
Ya en los primeros años de primaria esa fluidez encuentra el obstáculo de las antiguas visiones sobre la lectura, la escritura y la aritmética, y en las nociones arcaicas del orden y de la disciplina. A partir del tercer grado se van incorporando más y más contenidos informativos, con una presentación protodisciplinaria, con muy poco tiempo para asegurar la comprensión, la exploración por parte de los propios niños, el ejercicio genuino de la lectura, la redacción y la construcción del razonamiento matemático.
Sin embargo, es en la secundaria en donde estalla el enciclopedismo. Parecería que los autores de cada programa disciplinario pensaron que la suya era la única materia y que era la última oportunidad de enseñarlo todo. Para cada maestro aplicar esos programas es una carrera contra el tiempo, sin posibilidad de priorizar, profundizar o atender las dificultades y curiosidades de los alumnos. Los estudiantes, muchos de los cuales viven una adolescencia difícil en una sociedad hostil y en el nuevo mundo de la tecnología de lo virtual, reciben un diluvio de información en trozos, inconexa, lejana a su vida y a sus referentes de comprensión. Parafraseando a los críticos anglosajones, se trata de un currículum de un kilómetro de superficie y tres centímetros de profundidad.
La secundaria fue siempre enciclopédica, desde sus orígenes como un selectivo ciclo propedéutico para los estudios universitarios. Conservó ese carácter esencial tras varias reformas y lo acentuó la más reciente, iniciada en el gobierno de Fox y que en este ciclo alcanza a toda la secundaria. Dado que en el considerado “conocimiento necesario” la tasa de mortalidad de los contenidos es cercana a cero y la de nacimiento es muy alta, la vastedad curricular, que sólo los alumnos experimentan en su conjunto, ha alcanzado niveles que no dudo en calificar de demenciales.
A los otros dos pilares me referiré más brevemente. Uno es el de las prácticas de los maestros, casi sin remedio, sometidas al imperativo de transmisión impuesto por los programas de estudio. Los profesores exponen, señalan lecturas, hacen preguntas confirmativas, señalan tareas y ponen ejercicios que consumen todo el tiempo. Es paradójico en este sentido que en la presentación de los nuevos programas se sugieran numerosas actividades didácticas de virtud diversa. Pero ¿quién tiene tiempo de realizarlas en serio?
Todo lo devoran la información y la ejercitación y las actividades que podrían ser hasta placenteras se desvirtúan. Vaya usted a un museo, tan formidable como el Nacional de Antropología. Siempre hay grupos de estudiantes de secundaria. ¿Qué hacen cuando no están echando relajo? ¿Están mirando las piezas expuestas? No. Están copiando las cédulas informativas.
El triángulo se cierra con la evaluación, entendida como aplicar exámenes y llevar la cuenta de los trabajos entregados: “investigaciones” bajadas de internet, ejercicios, resúmenes, maquetas. Por supuesto, la evaluación es confirmativa y poco se aprovecha el potencial educativo de una evaluación para formar y fortalecer.
Si lo que digo es fundamentalmente cierto, es explicable que el efecto más común de este modelo sean el olvido acelerado y la ausencia de comprensión. Por eso muchos alumnos tienen resultados deficientes en los exámenes como Enlace, porque la memoria suele “limpiarse” después del examen más reciente. Como lo puede constatar cualquier adulto, pueden quedar vagos recuerdos. Estoy seguro de que “lo vimos”, dice uno. Pero como decía Jorge Ibargüengoitia de la guerra de 30 años: duró 30 años… creo.
Eso explicaría también los fracasos en exámenes como los de PISA, centrados en competencias de comprensión y aplicación a problemas del saber adquirido. ¿Cómo afrontar esos retos con un nivel de complejidad intermedia o avanzada, cuando probablemente nunca se tuvo la oportunidad sistemática de entender y relacionar, explicar y argumentar, enfrentar problemas intelectuales reales sin el temor a equivocarse?
Frente a este panorama, ¿cuál ha sido hasta ahora la respuesta de la alianza? En primer lugar, proponer una reforma curricular a la educación primaria, justificada en la necesidad de “articulación” de un ciclo básico continuo, cuyos componentes fueron declarados obligatorios en momentos distintos y nacieron con propósitos y destinatarios sociales muy diferentes. Ese fenómeno ha preservado dos rupturas formativas radicales, una entre preescolar y primaria, otra entre primaria y secundaria.
La alianza y sus impulsores tuvieron la oportunidad de alentar la reconstrucción de todo el ciclo básico y de repensar sin ataduras con el pasado cuáles deberían ser los aprendizajes indispensables realmente para los niños y los adolescentes que vivirán en el México difícil del siglo XXI. Era una opción de largo aliento, pero exigente, arriesgada, demandante de consensos sólidos y que sin duda no podría ser realizada en un sexenio.
Pero se dejó pasar esa oportunidad, si es que alguna vez se le consideró y se optó por una articulación de remendones, limando ciertas asperezas entre los tres niveles, pero esencialmente tomando como punto de llegada la secundaria en tránsito de reforma.
Dos comentarios sobre la reforma de primaria, uno de procedimiento y otro de fondo. Sobre lo primero, se planteó una etapa de prueba piloto con duración de un año, con una cobertura de 5 mil escuelas, antes de generalizarla en cada grado escolar. En el ciclo escolar en curso el piloteo resultó un desastre, si lo que se quería era evaluar y corregir la propuesta. El número de escuelas era demasiado grande como para lograr el control de operación y la evaluación de resultados en más de 30 mil grupos escolares. Los programas y materiales se distribuyeron con retraso y la información y orientación para los directivos y profesores involucrados fue tardía y superficial. Todo eso hace imposible obtener conclusiones fundadas sobre la etapa piloto, si es que alguna intención seria se tenía al realizarla.
El fondo del asunto es más preocupante. Si se revisan los programas de estudio propuestos para la reforma, resulta evidente que los contenidos informativos y de procedimientos de rutina aumentaron significativamente, tanto porque se conservaron muchos que ya existían como porque se modificaron y agregaron otros.
Otra vez aparece la contradicción entre un lenguaje con pretensiones modernistas, lenguaje de trapo en el cual todo lugar común está presente, y una enorme cantidad de contenidos, con frecuencia confusos y deshilvanados, que vuelven impensable toda renovación relevante de las prácticas escolares.
Todo esto se complica más aún por la incorporación irreflexiva del término “competencias”. Esta noción, tema de una seria discusión internacional y que en todo caso debe tener un significado preciso y restringido, se utiliza indiscriminadamente como la conclusión a que debe llegar todo aprendizaje. ¿Cómo explicarles que amar a la patria o conmoverse con la poesía son atributos valiosos, pero no son una competencia?
Termino con una referencia a la prueba Enlace, que se aplicará por cuarto año consecutivo en primaria y secundaria. Con las limitaciones de mi conocimiento, puedo afirmar que es el peor examen estandarizado que he visto en mi vida. No sólo es memorista y poco expresivo en relación con rasgos muy valiosos que los alumnos pueden poseer. Es también caprichoso en su selección de preguntas con frecuencia poco claras, algunas sin respuesta disponible, otras con varias respuestas razonables.
Enlace está dañando las limitadas posibilidades de aprendizaje auténtico y de creatividad que sobreviven en la escuela. Con la mayor mezquindad pedagógica, ahora hay que enseñar para contestar preguntas tipo Enlace y entrenar a los alumnos para resolver este examen agobiante, por las consecuencias que sus resultados tienen para los alumnos, los maestros y las escuelas.
¿Hay alguna posibilidad de detener todo eso? ¿Podemos defender a la escuela, evitar que la dañen la improvisación, la ignorancia y la falta de responsabilidad de quienes deberían velar por ella?
Al final, no puedo evitar que me venga a la mente el primer mandamiento del juramento por el cual, según se dice, los médicos grecorromanos se comprometían al recto ejercicio de su incierta profesión: no hacer daño.
Ex subsecretario de Educación
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