La Jornada/22 de marzo de 2009
Ha pasado ya desde hace tiempo la época en que la derecha de todo el mundo combatía los intentos renovadores o revolucionarios de la sociedad en nombre de los valores inmarcesibles y siempre superiores del pasado en contra, por supuesto, de experimentos peligrosos y desquiciantes de quienes luchaban por un cambio en las relaciones sociales. Desde los años setenta, cuando se dio la llamada revolución derechista en Estados Unidos, la reacción aprendió a combatir a la izquierda alegando una visión del futuro que pretendía ser mucho más avanzada y progresista que la de su contraparte. Los revolucionarios fueron convertidos en conservadores y reaccionarios y los derechistas en los verdaderos transformadores de la sociedad hacia lo mejor.
Hay que decir que la izquierda y los liberales progresistas acusaron el golpe casi sin meter las manos, agobiados por la eficacia del discurso reaccionario. No fueron capaces de dar una respuesta convincente a los argumentos derechistas, como no fuera, en una posición francamente suicida, una absurda defensa del pasado, que era, justo, lo que la derecha ya esperaba. La desacralización del pasado corrió pareja con una política agresiva y demoledora de valores que ya no pudieron sostenerse y que fueron directo al naufragio. En el México de los años setenta fue impactante lo inane intelectual y político de la izquierda nacionalista priísta en el poder, absolutamente incapaz de reorientar al país que cada vez más y más se le escapaba de las manos.
El deterioro del gobierno priísta estaba a la vista de todo el mundo y no había modo de hacérselo ver a sus exponentes. El tradicional burocratismo priísta cayó rápidamente en un tecnocratismo de las cavernas que, desde entonces, se deslizó de un error a otro. Las crisis económicas y financieras empezaron entonces y fueron, todas ellas, devastadoras. No había rumbo, como decían muchos priístas de la época. Por fortuna, en esos tiempos no tuvimos en México una derecha tan convencida de sus ideas y de sus planteamientos como en Estados Unidos. La revolución derechista fue sólo objeto de debates académicos sin ningún eco.
Fue el propio gobierno priísta el que comenzó a hacer suyos los argumentos de esa revolución derechista y mandar al desván su tradición nacionalista. Fue entonces cuando se comenzó a hablar de la obsolescencia de las fórmulas del pasado y del agotamiento del sistema. Los argumentos de la derecha, de pronto, se volvieron convincentes, adecuados y hasta conducentes para la situación mexicana, sin que nadie fuera capaz de desenmascarar sus más íntimos propósitos. Aún así, debimos esperar hasta la llegada de De la Madrid al poder para que se nos dijera abiertamente que el nacionalismo mexicano (con todos sus principios sociales y económicos, como el proteccionismo de los trabajadores del campo y de la ciudad, el control estatal de la economía y una política internacional defensora de los intereses nacionales) era cosa del pasado.
De la Madrid tronó contra el Estado adiposo y lo planteó con toda claridad: no podemos seguir con un Estado que lleva casi por entero la carga, no sólo de la economía de la nación, sino, además, de su dirección. La economía tenía que marchar por su propia cuenta y riesgo sin sustitutos al lado. El Estado debía reducirse al papel de simple gobernante y regulador de la vida social. Los panistas comenzaron a lloriquear desde entonces afirmando que los malosos priístas les estaban saqueando desvergonzadamente sus principios de doctrina. Nadie supo hasta dónde llegaba eso, hasta que, al correr de los años, empezamos a ver que de lo que se trataba era de entregar a los privados toda la riqueza de la nación. La fórmula resultaba, por lo demás, atractiva: disponer del colosal patrimonio de la nación acumulado en manos del Estado al mejor postor (privado); así entraban a las arcas públicas cantidades descomunales de dinero que podían usarse por la vía rápida, casi siempre en mero gasto corriente.
Un balance de lo que nos ha pasado después de aplicar esa política está a la vista de todos: un país devastado por el despilfarro y las crisis sucesivas que nos han llevado a la ruina. Siempre se justificó todo ello en nombre de la modernización o, también, de la lucha contra un pasado obsoleto. Ni los mismos derechistas tienen cara para alegar que los problemas de nuestro país, lejos de resolverse, se han agravado todos. Hoy tenemos más pobres y miserables que nunca y una concentración de la riqueza que es la envidia de todas las derechas del mundo; un estancamiento económico que ningún economista puede negar; una injusticia generalizada y un predominio de la delincuencia que en los viejos tiempos de ese pasado obsoleto (como todos lo cacarean) jamás se conoció.
Hoy todos aquellos valores que la revolución derechista en Estados Unidos supo inculcar y volver hegemónicos en el mundo entero ya están en una lamentable ruina, y no por sí mismos, sino porque su aplicación ha llevado al mundo de un desastre a otro y muchos están convencidos de que es algo que no tiene remedio. Por eso sorprende que los enanos derechistas que hoy nos gobiernan y que sólo se han dedicado a saquear a México nos sigan diciendo que restaurar la vieja tabla de valores de la justicia social y del desarrollo con equidad son posiciones obsoletas o nostálgicas y cosas peores. La historia para ellos es nada y no pueden admitir que esa vieja tabla fue fruto de un pueblo en lucha por sí mismo. Si los que pensamos que debemos partir de nuestra herencia del pasado para renovarnos somos nostálgicos, ellos son, claramente, nihilistas, ignorantes del pasado, extraviados por completo en un presente que no saben cómo gobernar.
Tener una sociedad justa, con una economía que sirva para satisfacer las necesidades de todos y no para enriquecer a unos cuantos privilegiados; tener un Estado capaz de gobernar y no uno tan inepto como el que hoy tenemos, incapaz no sólo de combatir la pobreza, sino de dirigir bien nuestra economía e impotente para combatir la criminalidad; tener un Estado de verdad democrático y un ordenamiento jurídico en el que la guía sea la ley; restaurar el patrimonio de la nación para dotar al pueblo mexicano de una base segura para su futuro desarrollo; buscar por todos los medios que nuestra sociedad sea más igualitaria y tantas y tantas cosas más que nos vienen del pasado, de las luchas de nuestro pueblo, no son obscenidades ni nostalgias obsoletas. Lo obsoleto es este régimen panista que no sabe gobernar.
Hay que decir que la izquierda y los liberales progresistas acusaron el golpe casi sin meter las manos, agobiados por la eficacia del discurso reaccionario. No fueron capaces de dar una respuesta convincente a los argumentos derechistas, como no fuera, en una posición francamente suicida, una absurda defensa del pasado, que era, justo, lo que la derecha ya esperaba. La desacralización del pasado corrió pareja con una política agresiva y demoledora de valores que ya no pudieron sostenerse y que fueron directo al naufragio. En el México de los años setenta fue impactante lo inane intelectual y político de la izquierda nacionalista priísta en el poder, absolutamente incapaz de reorientar al país que cada vez más y más se le escapaba de las manos.
El deterioro del gobierno priísta estaba a la vista de todo el mundo y no había modo de hacérselo ver a sus exponentes. El tradicional burocratismo priísta cayó rápidamente en un tecnocratismo de las cavernas que, desde entonces, se deslizó de un error a otro. Las crisis económicas y financieras empezaron entonces y fueron, todas ellas, devastadoras. No había rumbo, como decían muchos priístas de la época. Por fortuna, en esos tiempos no tuvimos en México una derecha tan convencida de sus ideas y de sus planteamientos como en Estados Unidos. La revolución derechista fue sólo objeto de debates académicos sin ningún eco.
Fue el propio gobierno priísta el que comenzó a hacer suyos los argumentos de esa revolución derechista y mandar al desván su tradición nacionalista. Fue entonces cuando se comenzó a hablar de la obsolescencia de las fórmulas del pasado y del agotamiento del sistema. Los argumentos de la derecha, de pronto, se volvieron convincentes, adecuados y hasta conducentes para la situación mexicana, sin que nadie fuera capaz de desenmascarar sus más íntimos propósitos. Aún así, debimos esperar hasta la llegada de De la Madrid al poder para que se nos dijera abiertamente que el nacionalismo mexicano (con todos sus principios sociales y económicos, como el proteccionismo de los trabajadores del campo y de la ciudad, el control estatal de la economía y una política internacional defensora de los intereses nacionales) era cosa del pasado.
De la Madrid tronó contra el Estado adiposo y lo planteó con toda claridad: no podemos seguir con un Estado que lleva casi por entero la carga, no sólo de la economía de la nación, sino, además, de su dirección. La economía tenía que marchar por su propia cuenta y riesgo sin sustitutos al lado. El Estado debía reducirse al papel de simple gobernante y regulador de la vida social. Los panistas comenzaron a lloriquear desde entonces afirmando que los malosos priístas les estaban saqueando desvergonzadamente sus principios de doctrina. Nadie supo hasta dónde llegaba eso, hasta que, al correr de los años, empezamos a ver que de lo que se trataba era de entregar a los privados toda la riqueza de la nación. La fórmula resultaba, por lo demás, atractiva: disponer del colosal patrimonio de la nación acumulado en manos del Estado al mejor postor (privado); así entraban a las arcas públicas cantidades descomunales de dinero que podían usarse por la vía rápida, casi siempre en mero gasto corriente.
Un balance de lo que nos ha pasado después de aplicar esa política está a la vista de todos: un país devastado por el despilfarro y las crisis sucesivas que nos han llevado a la ruina. Siempre se justificó todo ello en nombre de la modernización o, también, de la lucha contra un pasado obsoleto. Ni los mismos derechistas tienen cara para alegar que los problemas de nuestro país, lejos de resolverse, se han agravado todos. Hoy tenemos más pobres y miserables que nunca y una concentración de la riqueza que es la envidia de todas las derechas del mundo; un estancamiento económico que ningún economista puede negar; una injusticia generalizada y un predominio de la delincuencia que en los viejos tiempos de ese pasado obsoleto (como todos lo cacarean) jamás se conoció.
Hoy todos aquellos valores que la revolución derechista en Estados Unidos supo inculcar y volver hegemónicos en el mundo entero ya están en una lamentable ruina, y no por sí mismos, sino porque su aplicación ha llevado al mundo de un desastre a otro y muchos están convencidos de que es algo que no tiene remedio. Por eso sorprende que los enanos derechistas que hoy nos gobiernan y que sólo se han dedicado a saquear a México nos sigan diciendo que restaurar la vieja tabla de valores de la justicia social y del desarrollo con equidad son posiciones obsoletas o nostálgicas y cosas peores. La historia para ellos es nada y no pueden admitir que esa vieja tabla fue fruto de un pueblo en lucha por sí mismo. Si los que pensamos que debemos partir de nuestra herencia del pasado para renovarnos somos nostálgicos, ellos son, claramente, nihilistas, ignorantes del pasado, extraviados por completo en un presente que no saben cómo gobernar.
Tener una sociedad justa, con una economía que sirva para satisfacer las necesidades de todos y no para enriquecer a unos cuantos privilegiados; tener un Estado capaz de gobernar y no uno tan inepto como el que hoy tenemos, incapaz no sólo de combatir la pobreza, sino de dirigir bien nuestra economía e impotente para combatir la criminalidad; tener un Estado de verdad democrático y un ordenamiento jurídico en el que la guía sea la ley; restaurar el patrimonio de la nación para dotar al pueblo mexicano de una base segura para su futuro desarrollo; buscar por todos los medios que nuestra sociedad sea más igualitaria y tantas y tantas cosas más que nos vienen del pasado, de las luchas de nuestro pueblo, no son obscenidades ni nostalgias obsoletas. Lo obsoleto es este régimen panista que no sabe gobernar.
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