Editorial de La Jornada/2 de marzo de 2009
El secretario general del Sindicato de Trabajadores de la UNAM (STUNAM), Agustín Rodríguez, advirtió ayer que unos 40 mil alumnos que se encontraban matriculados en instituciones educativas privadas han buscado continuar su educación en la máxima casa de estudios, y atribuyó tal cambio a la crisis económica presente.
El dato desmiente las opiniones que el subsecretario de Educación Media Superior, Miguel Székely Pardo, formuló hace un par de semanas, pues da cuenta del efecto devastador de esa crisis en las clases medias y medias altas, lo que es indicativo del desempleo que afecta o que afectará en el futuro inmediato a docentes y administrativos de las escuelas privadas –y no sólo en los niveles medio superior y superior–, y plantea, para las universidades públicas, empezando por la UNAM, un riesgo que no debe ser soslayado: el incremento súbito y masivo de la demanda de plazas, el consiguiente aumento en el número de rechazados (pues estas instituciones no pueden extender de la noche a la mañana sus cupos) y la gestación de brotes de descontento de jóvenes y padres de familia que, sin una comprensión cabal e integral de la circunstancia por la que atraviesa el país, podrían derivar en la exigencia de una ampliación de la matrícula.
De ocurrir, esas previsibles presiones sociales sobre el sistema público de educación superior se presentarán en un entorno particularmente adverso para ellas, habida cuenta de que, ante la inflación y la devaluación, los recursos que les fueron otorgados para el presente año resultarán por demás insuficientes para cubrir sus gastos operativos en los actuales niveles de cobertura. A los obstáculos de la presente coyuntura ha de agregarse el rezago provocado en la educación superior del país por décadas de una política económica neoliberal y privatizadora aún vigente, que ha relegado a las universidades públicas y propiciado la proliferación de empresas o de organismos privados que instauran planteles carentes, en muchos casos, de calidad académica, que aportan muy poco o nada a la investigación –uno de los motores del desarrollo y, por extensión, de la recuperación económica– y que, en la presente circunstancia, ante la imposibilidad de muchas familias de pagar las cuotas correspondientes, expulsarán a una porción aún indeterminada de su población escolar hacia las instituciones del Estado.
Tales consideraciones deben llevar al gobierno federal a cobrar conciencia de la importancia de las instituciones públicas de enseñanza media superior y superior como factores irrenunciables de la economía y del desarrollo, pero también como mecanismos de amortiguamiento social. En este sentido, sería pertinente, así fuera como medida de contención de la crisis, emprender el establecimiento de nuevas universidades públicas –en la capital de la República se ha fundado sólo una en casi cuatro décadas– que amplíen la cobertura, ofrezcan alternativas a los estudiantes de familias depauperadas, contribuyan a elevar el nivel educativo general del país y absorban una demanda que, de otro modo, puede convertirse en un acoso social indeseable para las instituciones existentes.
En suma, al igual que en el conjunto del quehacer gubernamental, en materia de educación superior es también necesario un viraje de rumbo: ante las preocupantes perspectivas que enfrentarán la UNAM y el resto de las universidades públicas, los funcionarios del sector educativo tendrían que acusar recibo de las dimensiones del problema y abstenerse, en lo sucesivo, de minimizar o negar la realidad.
El dato desmiente las opiniones que el subsecretario de Educación Media Superior, Miguel Székely Pardo, formuló hace un par de semanas, pues da cuenta del efecto devastador de esa crisis en las clases medias y medias altas, lo que es indicativo del desempleo que afecta o que afectará en el futuro inmediato a docentes y administrativos de las escuelas privadas –y no sólo en los niveles medio superior y superior–, y plantea, para las universidades públicas, empezando por la UNAM, un riesgo que no debe ser soslayado: el incremento súbito y masivo de la demanda de plazas, el consiguiente aumento en el número de rechazados (pues estas instituciones no pueden extender de la noche a la mañana sus cupos) y la gestación de brotes de descontento de jóvenes y padres de familia que, sin una comprensión cabal e integral de la circunstancia por la que atraviesa el país, podrían derivar en la exigencia de una ampliación de la matrícula.
De ocurrir, esas previsibles presiones sociales sobre el sistema público de educación superior se presentarán en un entorno particularmente adverso para ellas, habida cuenta de que, ante la inflación y la devaluación, los recursos que les fueron otorgados para el presente año resultarán por demás insuficientes para cubrir sus gastos operativos en los actuales niveles de cobertura. A los obstáculos de la presente coyuntura ha de agregarse el rezago provocado en la educación superior del país por décadas de una política económica neoliberal y privatizadora aún vigente, que ha relegado a las universidades públicas y propiciado la proliferación de empresas o de organismos privados que instauran planteles carentes, en muchos casos, de calidad académica, que aportan muy poco o nada a la investigación –uno de los motores del desarrollo y, por extensión, de la recuperación económica– y que, en la presente circunstancia, ante la imposibilidad de muchas familias de pagar las cuotas correspondientes, expulsarán a una porción aún indeterminada de su población escolar hacia las instituciones del Estado.
Tales consideraciones deben llevar al gobierno federal a cobrar conciencia de la importancia de las instituciones públicas de enseñanza media superior y superior como factores irrenunciables de la economía y del desarrollo, pero también como mecanismos de amortiguamiento social. En este sentido, sería pertinente, así fuera como medida de contención de la crisis, emprender el establecimiento de nuevas universidades públicas –en la capital de la República se ha fundado sólo una en casi cuatro décadas– que amplíen la cobertura, ofrezcan alternativas a los estudiantes de familias depauperadas, contribuyan a elevar el nivel educativo general del país y absorban una demanda que, de otro modo, puede convertirse en un acoso social indeseable para las instituciones existentes.
En suma, al igual que en el conjunto del quehacer gubernamental, en materia de educación superior es también necesario un viraje de rumbo: ante las preocupantes perspectivas que enfrentarán la UNAM y el resto de las universidades públicas, los funcionarios del sector educativo tendrían que acusar recibo de las dimensiones del problema y abstenerse, en lo sucesivo, de minimizar o negar la realidad.
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