Excélsior/16 de marzo de 2009
El sábado 21 de marzo se celebra el natalicio de don Benito Juárez. Pero como no cayó en día hábil, se iba a desperdiciar una ocasión de asueto, así que su festejo quedó para hoy. Eso de desperdiciar días de descanso no es un uso o una costumbre nacional. Más bien se trata de un sacrilegio. Además de agradecerle a Juárez disfrutar de un día más de asueto al año, tenemos muchas otras razones por las cuales estarle agradecidos. Juárez es considerado la prueba palpable de que México es un país igualitario y meritocrático: cualquiera, hasta un pastor indígena, puede acceder al máximo cargo público del país. Lo malo es que eso es más bien una excepción. Juárez simboliza nuestro indigenismo. Nuestra voluntad para no discriminar a los indígenas, de ninguna manera. En su época, la situación de los indios no era muy distinta de la prevaleciente durante la Colonia, y así lo expresaba el Benemérito: “Del Virreinato sólo se obtuvo nuestra miseria, nuestro embrutecimiento, nuestra degradación y nuestra esclavitud por 300 años”. Gracias a lo cual “persiste la estúpida pobreza en que yacen los indios, nuestros hermanos”. Quizá por eso mismo, Juárez hizo cuanto pudo por “blanquearse” (incluso el matrimonio de todas sus hijas con blancos, fuesen criollos o españoles).
Pero los liberales del siglo XIX, incluido Juárez, no hicieron mucho por mejorar la situación de las comunidades indígenas. Al contrario, afectaron la propiedad de sus tierras comunales. En realidad, los veían como un gran obstáculo al desarrollo nacional. En cambio, promovieron la migración a nuestro país de europeos y facilitaron su residencia proporcionándoles tierras a bajo precio. El rotativo liberal El Siglo XIX editorializaba: “Sin inmigración (europea) es perdida la esperanza de salvación para la República mexicana”.
Sin embargo, la historia que se enseña en las aulas, todavía hoy, exalta el indigenismo como un valor supremo de nuestro país, e incluso se considera igual que si fuera la única fuente de nuestra nacionalidad y etnicidad (y por eso se dice que los españoles “nos conquistaron”, cuando en realidad hubo una derrota de los aztecas a manos de españoles, ayudados por tlaxcaltecas, chalcas y otomíes, también oriundos de estas tierras, como los mexicas). En los recientes libros de texto de Formación Cívica y Ética, para primaria, se dice: “Quienes tienen rasgos predominantemente indígenas deben sentirse orgullosos por la civilización y tradiciones de sus antepasados”. Pero los que no tienen esos rasgos étnicos, también deben sentir orgullo porque “por lo menos algún abuelo suyo fue indio”. Y los que ni eso, también, “por el hecho de que ellos y sus padres han vivido entre nosotros”.
La realidad es muy otra. La población indígena sigue siendo objeto de discriminación de tipo social, económico, político y jurídico. Escribía González Casanova en su clásica obra sobre la democracia mexicana (1964): “La sociedad indígena tiene las características de la sociedad colonizada. Pero, este hecho no ha aparecido con suficiente profundidad ante la conciencia nacional. Las resistencias han sido múltiples y son muy poderosas. Acostumbrados a pensar en el colonialismo como un fenómeno internacional, no hemos pensado en nuestro propio colonialismo”.
El colonialismo interno hacia los indígenas no parece haber cambiado como consecuencia de nuestra reciente simulación democrática. A propósito del caso de Florence Cassez, Felipe Calderón recién declaró enfáticamente: “Nadie se encuentra por encima de la ley, sea hombre, mujer, mexicano, francés, rubio o moreno” (13/mar/09). Es probable que no se conceda la repatriación de Cassez. Pero eso no significa que la ley se aplique —cuando se aplica— de forma equitativa. Tenemos, por ejemplo, los casos recientes de tres mujeres indígenas capturadas de manera injusta, hace dos años y medio. Jacinta Francisco, Alberta Alcántara y Teresa González fueron aprehendidas por “secuestrar” a seis policías de la AFI (lo que, de ser así, explicaría los estragos que hacen los narcotraficantes a las agencias de seguridad). Un comportamiento abusivo y destructor de esos agentes de la AFI —que para eso sí son excelentes— en el tianguis donde trabajan estas mujeres (en Santiago Mexquititlán, Querétaro), provocó que los mercaderes sometieran a los agresores. Los superiores jerárquicos de éstos reconocieron los destrozos y dejaron a un agente en garantía de que los daños serían reparados (algo que difícilmente podría considerarse un secuestro). Al ser reparados los perjuicios, el agente quedó en libertad, según lo convenido. Más tarde, y como probable acto de venganza, la autoridad rompió el pacto hecho con los mercaderes y capturó a las tres mujeres indígenas, por encabezar la “rebelión”.
Desde luego, la versión oficial es, como siempre, que se está aplicando la ley. Pero, de ser el caso, los penalizados hubieran debido ser los agentes agresores, y no la población agredida, que simplemente reaccionó en su defensa ante un flagrante abuso de autoridad. Ya resulta norma en todo el país que, cuando hay una confrontación entre grupos sociales y agentes de seguridad, como reacción de los primeros ante abusos e injusticias de los segundos, las sanciones se aplican a los civiles y la impunidad prevalece para los uniformados (a los amigos, justicia y gracia, decía Juárez). Y luego nos extraña que la comunidad internacional dude de nuestro sistema de justicia. Afirma el sociólogo Moisés González Navarro que, en el siglo XIX, los indígenas “sólo servían para colonizar las cárceles”. Todo indica que esa situación no ha cambiado dramáticamente, aunque en la escuela se nos infunda gran orgullo por nuestro polo indígena.
Pero los liberales del siglo XIX, incluido Juárez, no hicieron mucho por mejorar la situación de las comunidades indígenas. Al contrario, afectaron la propiedad de sus tierras comunales. En realidad, los veían como un gran obstáculo al desarrollo nacional. En cambio, promovieron la migración a nuestro país de europeos y facilitaron su residencia proporcionándoles tierras a bajo precio. El rotativo liberal El Siglo XIX editorializaba: “Sin inmigración (europea) es perdida la esperanza de salvación para la República mexicana”.
Sin embargo, la historia que se enseña en las aulas, todavía hoy, exalta el indigenismo como un valor supremo de nuestro país, e incluso se considera igual que si fuera la única fuente de nuestra nacionalidad y etnicidad (y por eso se dice que los españoles “nos conquistaron”, cuando en realidad hubo una derrota de los aztecas a manos de españoles, ayudados por tlaxcaltecas, chalcas y otomíes, también oriundos de estas tierras, como los mexicas). En los recientes libros de texto de Formación Cívica y Ética, para primaria, se dice: “Quienes tienen rasgos predominantemente indígenas deben sentirse orgullosos por la civilización y tradiciones de sus antepasados”. Pero los que no tienen esos rasgos étnicos, también deben sentir orgullo porque “por lo menos algún abuelo suyo fue indio”. Y los que ni eso, también, “por el hecho de que ellos y sus padres han vivido entre nosotros”.
La realidad es muy otra. La población indígena sigue siendo objeto de discriminación de tipo social, económico, político y jurídico. Escribía González Casanova en su clásica obra sobre la democracia mexicana (1964): “La sociedad indígena tiene las características de la sociedad colonizada. Pero, este hecho no ha aparecido con suficiente profundidad ante la conciencia nacional. Las resistencias han sido múltiples y son muy poderosas. Acostumbrados a pensar en el colonialismo como un fenómeno internacional, no hemos pensado en nuestro propio colonialismo”.
El colonialismo interno hacia los indígenas no parece haber cambiado como consecuencia de nuestra reciente simulación democrática. A propósito del caso de Florence Cassez, Felipe Calderón recién declaró enfáticamente: “Nadie se encuentra por encima de la ley, sea hombre, mujer, mexicano, francés, rubio o moreno” (13/mar/09). Es probable que no se conceda la repatriación de Cassez. Pero eso no significa que la ley se aplique —cuando se aplica— de forma equitativa. Tenemos, por ejemplo, los casos recientes de tres mujeres indígenas capturadas de manera injusta, hace dos años y medio. Jacinta Francisco, Alberta Alcántara y Teresa González fueron aprehendidas por “secuestrar” a seis policías de la AFI (lo que, de ser así, explicaría los estragos que hacen los narcotraficantes a las agencias de seguridad). Un comportamiento abusivo y destructor de esos agentes de la AFI —que para eso sí son excelentes— en el tianguis donde trabajan estas mujeres (en Santiago Mexquititlán, Querétaro), provocó que los mercaderes sometieran a los agresores. Los superiores jerárquicos de éstos reconocieron los destrozos y dejaron a un agente en garantía de que los daños serían reparados (algo que difícilmente podría considerarse un secuestro). Al ser reparados los perjuicios, el agente quedó en libertad, según lo convenido. Más tarde, y como probable acto de venganza, la autoridad rompió el pacto hecho con los mercaderes y capturó a las tres mujeres indígenas, por encabezar la “rebelión”.
Desde luego, la versión oficial es, como siempre, que se está aplicando la ley. Pero, de ser el caso, los penalizados hubieran debido ser los agentes agresores, y no la población agredida, que simplemente reaccionó en su defensa ante un flagrante abuso de autoridad. Ya resulta norma en todo el país que, cuando hay una confrontación entre grupos sociales y agentes de seguridad, como reacción de los primeros ante abusos e injusticias de los segundos, las sanciones se aplican a los civiles y la impunidad prevalece para los uniformados (a los amigos, justicia y gracia, decía Juárez). Y luego nos extraña que la comunidad internacional dude de nuestro sistema de justicia. Afirma el sociólogo Moisés González Navarro que, en el siglo XIX, los indígenas “sólo servían para colonizar las cárceles”. Todo indica que esa situación no ha cambiado dramáticamente, aunque en la escuela se nos infunda gran orgullo por nuestro polo indígena.
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