jueves, 23 de octubre de 2008

Los rankings y la tradición universitaria


Wietse de Vries*

Volvimos a clases y reaparecieron los afamados rankings o prelaciones de las universidades. Tema de debate siempre, para ver quién subió y quién descendió. Los rectores que vieron su institución bajar siempre alegarán que la metodología es dudosa, los que subieron indicarán que la historia les hizo justicia o que su atinado plan de desarrollo rindió fruto. Incluso, hay quienes, hábilmente, argüirán distintas posiciones cada año, según los vaivenes.Diferentes rankings arrojan distintos resultados. Hay aquellos basados en la opinión de pares, como el de Times Higher Education Supplement (THES) o varias prelaciones mexicanas organizadas por los periódicos. Éstas han mostrado ser altamente volubles, con universidades que pasan de un año al otro de la excelencia al olvido, o al revés. Se prestan a campañas publicitarias y metodologías poco transparentes. Más confiables son aquellos que contemplan la producción científica, medida en artículos, citas o premios Nobel.Pero si vemos la producción científica desde una visión histórica, muy poco parece haber cambiado a lo largo de los años, décadas o incluso siglos. Imaginémonos, por un momento, que la Universidad Jiao Tong, de Shangai, la que hace el ranking más aceptado en la actualidad, hubiera hecho una prelación hace 75 años, en 1933. Apuesto que los resultados hubieran sido, a grosso modo, los mismos que hoy: Harvard, Oxford, Cambridge, University of California-Berkeley, Stanford, etcétera.Un aspecto que destaca en la lista de la Universidad Jiao Tong es que prácticamente casi todas las universidades del top 100 existían antes de 1900 y que la rivalidad entre las principales universidades en cada país ya estaba dada: la Sorbona en París (principios del siglo XII) competía en Francia con la Ecôle Normale Superieur (1794); Heidelberg (1386) rivalizaba con Göttingen (1734), en Alemania. En los Países Bajos, Utrecht (1636) contendía contra Leiden (1575).Comparado con 1933 hay muy pocos cambios. Por supuesto, hay algunas universidades que en ese entonces no existían o eran de reciente creación: la Australian National University se creó en 1946; la Universidad de Aarhus (Dinamarca) en 1934; la University of British Columbia (Canadá) abrió en 1915, y la Hebrew University en Jerusalén se inauguró en 1925, en lo que todavía era un protectorado inglés, pero con un consejo directivo que incluía a Einstein, Freud y Buber.En el caso latinoamericano, la UNAM recién se había fundado (1910) y la Universidad de Sao Paulo abriría un año más tarde (1934). Pero ya existían instituciones de educación superior hasta en los lugares más alejados del mundo, como la Universidad de Melbourne (1854), la de Moscú (1755), la de Toronto (1827) o la de Tokio (1876).

Notables ausencias
Desde 1933 desaparecieron algunas universidades de la probable lista de las 100 mejores. El caso más notable es el de la Universidad de Berlín, hoy Humboldt Universität. Casa de notables investigadores —como Humboldt— y premios Nobel (siete hasta 1939, entre ellos, Max Planck y Erwin Schrödinger), fue víctima primero de la quema de libros por el régimen nazi en la década de los años treinta, y después de los azares de la guerra: a partir de 1945 quedó ubicada en la zona soviética de Berlín, lo cual, quizá, contribuyó a la elaboración de planes quinquenales de desarrollo integral, pero no a la investigación científica.Otras notables ausencias, también por razones sociopolíticas, son la Universidad de Salamanca (1218) y la de Bolonia (1088). Y una de las universidades más viejas del mundo, la de París o la Sorbona, cambió su posición en el ranking más bien por razones político-burocráticas: la universidad fue dividida en 13 planteles después de 1968 (enumerados imaginativamente como París I hasta XIII). Aún así, París VI y XI aparecen en los lugares 42 y 49 en 2008.La historia parece tener un fuerte peso: 95 universidades de las primeras 100 ya existían antes de 1900. Se podría inferir, entonces, que el establecimiento de una universidad de investigación de fama mundial es cuestión de una buena planeación —agrupando académicos, estudiantes y el plan de estudios— seguido por una etapa cuidadosa de maduración.Tendría sentido también suponer que una universidad como la UNAM tuvo desventajas por el proceso atropellado e improvisado de su reapertura en 1910, tal como Garciadiego describe en “Rudos contra científicos”.Sin embargo, una revisión somera de la historias de fundación del top 100 revela que prácticamente todas nacieron de forma atropellada y poseen un pasado lleno de rarezas y contratiem-pos. Para empezar, casi todas las universidades fueron creadas por decretos de reyes y papas o por ocurrencias de personajes privados, generalmente ricos.Hay una notable ausencia de secretarías de educación superior (que datan del siglo XX) revisando planes o haciendo estudios de factibilidad. De esta forma, la ciudad de Leiden, Holanda, se ganó una universidad en 1575, por decreto de Guillermo I, por su heroica resistencia ante los españoles, sin que haya evidencia de que alguien en la ciudad hubiera solicitado tal privilegio. A su vez, Jorge II (1683-1760), siendo rey de Inglaterra, fue un verdadero internacionalista, creó por decreto a las universidades de Göttingen, Alemania, y la de Columbia, en Nueva York, Estados Unidos. Entre los personajes privados destacan John Harvard, quien fue el primer benefactor de Harvard (heredando su biblioteca y la mitad de su fortuna cuando murió en 1638); Leland Stanford (ex gobernador de California, fundador de la universidad que lleva su apellido) y John D. Rockefeller (fundador de la Universidad de Chicago en 1891). La Universidad de Osaka inició (en 1838) con una escuela de Rangaku, lo cual significa el estudio de las ciencias occidentales, pero el único idioma extranjero reconocido para hacer tales estudios era el holandés.Quizá la leyenda constituyente más bonita es la de la Universidad de Arizona. Relata que en una reunión del consejo legislativo de la región había muchas demandas de dinero y privilegios desde varias ciudades ahí en el desierto, así que el consejo decidió, en 1885, asignar el manicomio a la ciudad de Phoenix, dar categoría de capital del estado a Prescott, y abrir una universidad en Tucson (que no había pedido tal cosa, pero se otorgó como premio de consolación). La Universidad de Arizona se abrió con una donación de 25 mil dólares, justo un cuarto del presupuesto que se había asignado al manicomio de Phoenix.

A más prestigio, más inversión
Una constante, sin embargo, es que todas las universidades han tenido fuertes inversiones para la investigación científica en años posteriores. Estas inversiones permitieron atraer investigadores prestigiados y productivos, establecer laboratorios, conducir experimentos, atraer estudiantes talentosos y aumentar el prestigio. Y entre más prestigio, más inversiones, más proyectos, etcétera.Los rankings como el del Jiao Tong, de Shangai parecen contribuir a ello: entre mejor lugar, más atractiva la universidad para los académicos, estudiantes e inversionistas. Las universidades mejor situadas tienen presupuestos de millones de dólares para la investigación.Esta constante parece difícil de romper. El hecho de que solamente cinco universidades creadas después de 1900 están en el top 100 debe dar a pensar más, porque en el mundo se han creado miles de instituciones en el siglo XX (la OCDE calcula que existen más de 17 mil).Tampoco la planificación audaz parece tener mayor impacto: de las cinco “universidades emprendedoras” estudiadas por Burton Clark hace una década, ninguna se ha podido colocar entre las mejores 100. Es improbable que la elección de otros indicadores —como los resultados de aprendizaje de estudiantes, un proyecto que propone la OCDE— cambiará gran cosa, pues las universidades más prestigiadas atraen a los estudiantes mejor calificados.Lo único que parece factible, si se quiere figurar entre las mejores 100, es apostar fuertes sumas de dinero —público o privado— al desarrollo de la ciencia y la tecnología dentro de contadas universidades y mantener este esfuerzo durante décadas, con la esperanza de que los investigadores descubran algo interesante.Al final de cuentas, lo característico de la investigación científica —pero lo desconcertante para la política pública— es que nunca se sabe qué se va a descubrir. Lo único que sabemos de antemano es que sin los recursos adecuados se suele descubrir o inventar poco.

* Investigador de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
Tomado de: http://www.campusmilenio.com.mx/

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