domingo, 26 de octubre de 2008

Los secretarios de Hacienda: una apología

Carlos Monsiváis
El Universal/26 de octubre de 2008


En los sexenios recientes, los secretarios de Hacienda han sido el poder delante del trono, la última palabra, los que, por así decirlo, saben lo que le conviene al país, así jamás aclaren en qué época ni a qué país. Son “expertos en el más alto nivel”, es decir, sólo ellos conocen lo que los demás ignoran para siempre, sólo ellos viven el instante orgásmico en que se traza la ruta de la economía. Y los que tengan que pasarla mal y los que deban pasarla muy bien acepten que su sacrificio (en los dos casos) es por el bien de México, porque así lo dicen los Hacedores.
¿Cuáles son algunas de las características de un secretario de Hacienda? Me fío de dos ejemplos más que ilustrativos: Francisco Gil Díaz y Agustín Carstens. En ambos, advierto, entre otros rasgos:
—Aire imperturbable propio de quien empuña las Tablas de la Ley (que no rentan).
—Aspecto de inocencia profesional: “No me reclamen nada, échenle bronca al Presidente. Yo nada más tomo las decisiones”.
—Ausencia de teoría en las explicaciones que se ve forzado a dar. ¿Para qué tirarle margaritas a los cerdos? (La expresión bíblica parece muy ruda, pero es tímida en relación con lo que el secretario de Hacienda piensa de la gente.) Así que nada de alegatos con citas de Hayek, Milton Friedman, Alan Greenspan o Antonio Ortiz Mena. ¿Para qué? Si la gente no ahorra ni defiende su peso como un hueso, qué va a entender de razonamientos sofisticados… ¡Ah! Imagínense si algún naco de esos pregunta: “¿Y quién fue Antonio Ortiz Mena?”. Y tendría que venir la respuesta: “Alguien que creyó en el desarrollo estabilizador, lo que simplemente, quiere decir…”.
Un secretario de Hacienda que en sus declaraciones se apoya en teorías es como un presidente de la República que cree de veras en las encuestas que manda hacer.
—Rasgos inertes. En este rubro el semblante a lo Gil Díaz es perfecto porque sólo trasluce el tedio que causa almacenar tanto desprecio; en cambio, es una desventaja “el semblante Carstens” porque la robustez extrema suele con frecuencia inspirar simpatía, y si algo no necesita un secretario de Hacienda es la simpatía de los demás. Al fin y al cabo son muy pocos lo que piensan que les ha ido muy bien en la vida.
—Omisión de refranes o frases ocurrentes, porque una vez emitidos retornan como envíos de la guillotina. Doy ejemplos. Nada de “A la buena hora un plato de avena”, o de “Donde comen 10 es que había 15”, o de “Si llevas ya un año sin conseguir empleo, lárgate a un buen resort playero, éntrale al cocofizz y regresa tatemadito por el sol y purificado del alma”.
—Fe en que decir siempre lo mismo embota los sentidos de los oyentes: “Repite, repite, que alguien duerme”.
—Eliminación en lo posible la emisión de risas y sonrisas, que resulta clara expresión de condescendencia, o de algo peor: de populismo. Imagínense, ¿un secretario de Hacienda populista? Eso es como imaginarse a un ahorrador que sólo espera las devaluaciones para ser feliz.

***

¿Qué más? Examino otra vez la conducta ejemplar en menos de un sentido de don Francisco Gil Díaz. Lo han acusado de todo, con inmensas posibilidades de que las acusaciones sean ciertas, ¿y qué logran los críticos? Un endurecimiento del semblante de don Paco, que pone las cosas en su lugar. ¿Cuál es el mensaje de los rasgos pétreos? Uno por este estilo: “Si creen que me van a hacer sentir culpable por ser ahora funcionario de una empresa a la que beneficié, están fregados. Si yo sintiera culpas, sería en la vida nada más un contribuyente”.

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