jueves, 28 de mayo de 2009

La escuela de la tele

Manuel Gil Antón
El Universal/28 de mayo de 2009

Durante años, el programa que tuvo más audiencia en la televisión fue —y quizá lo seguiría siendo— aquel en que durante media hora se recreaba (¿?) lo que pasa en una escuela. ¿Su título? La Escuelita, así, para empezar, en diminutivo.
¿Ingredientes? Una profesora obesa que lleva por peinado la versión exagerada de pastel de cumpleaños y su compañero de tarima, el profesor, al que el traje de cuadros le queda corto. Ambos, más, mucho más que emplear gis y borrador, esgrimen sin cesar una regla con la forma de las que usan los payasos en el circo: doble, para hacer notorio el ruido del golpe al momento de aporrear con ella a algún alumno.
Del otro lado del salón, la ensalada es previsible. Un estudiante homosexual blanco de continuas mofas; la condiscípula guapa, que para evitar que su atribuida condición de tonta y niña perpetua aflore (inmadurez manifiesta en una paleta, parte imprescindible de su atuendo), no escatima ocasión para mostrar su cuerpo como única posibilidad de ser tomada en cuenta; el estudiante aplicado y al que se le margina e insulta por su condición de lambiscón irredento. Otra alumna, muy gorda, que intenta ser vista sin que la obesidad le ocasione ser objeto de escarnio; el muchacho “tonto”, que siempre responde de manera equivocada pero chusca y, no podía faltar, el más “simpático” de todos, el actor central, el que coordina la discriminación como director de orquesta.
Con los personajes en escena —estereotipos arraigados y previsibles—, la acción tiene ejes infaltables: golpes y preguntas insulsas por parte de los maestros para dar pie a la mofa, a la agresión al otro, al predominio del gandaya que se pasa la clase jugando balero. La guapa ofrece lo que en los medios se llama atractivo visual y sus respuestas erróneas son absueltas dado lo que muestra. El grupo, profesores incluidos, atacan al homosexual, ridiculizan al que funge como tonto, se burlan de la muchacha con sobrepeso que no para de comer, cada que el estudiante aplicado ofrece una respuesta correcta el clamor es unánime por parte de sus compañeros: ya cállate, presumido. El actor central lanza los misiles, y todos, sin falta, reciben como proceso educativo golpes y gritos desesperados por parte de los mentores.
Esa es la imagen de la escuela y lo que ocurre en ella. Dicen mis mayores que era parte de los entremeses en los antiguos espectáculos de las carpas. Viene de lejos. Caldo de cultivo que consagra, reproduce o invita a ejercer como cosa natural la homofobia, la misoginia, el abuso, el rechazo al otro por distinto, el salón de clases como sistema social en el que el que es listo lo es por la velocidad con que ofende y se aprovecha de los demás (roba tortas, acusa sin pruebas, descalifica) y una escuela signada por la violencia, el autoritarismo ramplón y el vacío. Y ese programa unía a la gran familia mexicana como ningún otro durante años. Hoy se debate sobre un caso de discriminación en la televisión. ¿Cuándo lo haremos sobre los programas que muestran como natural, por ejemplo, una escuela llena de prejuicios y arbitrariedad?
Dos asuntos importantes están en juego. ¿Esa imagen de la educación escolar que divierte a millones retrata una realidad cotidiana en los salones de clase del país? ¿Contribuye a generarla? ¿La justifica dado el poder de los medios, pues lo que ahí ocurre es lo real y deseable o, al menos, normal? ¿La experiencia escolar es contraria a lo representado, al ser la escuela una institución donde los valores de la tolerancia y el respeto son centrales? ¿Aporta elementos para consolidar, en las relaciones diarias con los otros, la discriminación, al provenir de la misma escuela, esa experiencia que hoy vive, de manera directa, un tercio de la población: 33 millones desde el preescolar al posgrado?
Y por otro lado: ¿es ese enfrentamiento con el otro, el pastelazo simbólico o efectivo, el daño al de junto, la mofa y el descrédito la raíz del humor que predomina? El humor es cosa seria, es asunto de inteligencia, no de tonterías que reafirman lo peor de nosotros: el placer obsceno de aplastar al diferente. El humor con base en el ingenio, en la ruptura de la lógica esperada y la alegre sorpresa es muy difícil de lograr. Pero Andrés Bustamante, el Güirigüiri, lo conseguía en nuestros tiempos. Es posible y se le extraña.
Si la tele muestra una escuela llena de discriminación y basada en la pedagogía de la burla y el golpe, si lo que ahí ocurre no es sólo otro ladrillo en la pared, sino un muro que obstaculiza la modernización de nuestra convivencia, si el humor se aplasta con la risa derivada del ridículo más grosero, entonces puede esperarse un nivel de tolerancia a la intolerancia en la sociedad muy grande. Una de las raíces del complejo problema de la discriminación reside, a mi juicio, ahí. Si no recuerdo mal, hubo una temporada que la escuelita estuvo integrada por personajes muy conocidos. Se le llamo La Escuelita VIP. Faltaba más: hasta los más famosos son así. Hay miga, creo, en este tema.

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