miércoles, 2 de julio de 2008

Otra manera de vivir la fe y la ciencia


Por: Dr. Pablo Latapí Sarre
La Crónica de Hoy/2 de julio de 2008

Hace ocho días (Crónica, 25 de junio) intenté mostrar que el pensamiento científico actual, después de la revolución cuántica, está muy lejos de la antigua concepción mecánica del universo y de la epistemología que le era propia; y por ello la ciencia tiene una idea de sí misma mucho más problematizada que en la época del racionalismo triunfante. Es una paradoja que sean precisamente sus maravillosos descubrimientos los que la llevan a comprender los límites de su “razón científica”. Por lo mismo, la mayoría de los científicos contemporáneos no son arrogantes; no ven con lástima o condescendencia a los que aceptan la religión (“analfabetos científicos” en espera de ser salvados por la ciencia); muchos de ellos asumen una actitud de humildad, derivada del asombro.
Hoy me ocuparé del otro polo de la relación ciencia-fe: la fe religiosa. Si hace 50 años algunos científicos entusiastas proclamaban que la ciencia acabaría con la idea de Dios y con el ámbito de la experiencia religiosa, y si también algunos hombres religiosos recurrían a la razón para “probar” la existencia de Dios o construir una apologética de las verdades de su fe, hoy el escenario es muy distinto. Una mente reflexiva puede ver en la ciencia —dialogando con ella y asumiendo sus incertidumbres— una invitación a la aceptación del misterio, el misterio no como residuo que queda sin explicar por la triunfante ciencia, sino como realidad insondable que está presente en el fondo de lo que somos, y que nos invita a aceptar otro orden de la existencia: el religioso. Ciencia y religión pueden ir de la mano, en beneficio de ambas; religión y ciencia son dos caminos complementarios que se enriquecen recíprocamente en la indagación de nuestras preguntas últimas.
Las múltiples perplejidades por “lo que no sabemos” llevan a todo espíritu honrado a la actitud de admiración; a preguntarnos por “lo que hay detrás” y a intentar construir puentes hacia esas realidades misteriosas; eso no es aún fe religiosa, aunque puede prepararla. Fe es experiencia de Dios, en uno mismo y en lo que percibe, en lo que entiende y en lo que no entiende; experiencia vital, a veces respuesta, las más de las veces sólo silencio ante un infinito que nos sobrepasa. El enigma está ahí, no obstante la fe: “un enigma que no puede resolverse únicamente por los avances del conocimiento objetivo, porque lo que le otorga su carácter único es la raíz de la libertad de cada individuo” —en, Theobald, Christof, et al., L’univers n’est pas sourd. Pour un nouveau rapport sciences et foi, Bayard, París, 2006, p.358—.
Muchos científicos y muchos teólogos están replanteando la relación ciencia-fe. Han superado la antigua posición de “conflicto insuperable”, también la de “total independencia” entre ellas; y han entrado a un “diálogo constructivo” que las enriquezca a ambas. Un caso que en lo personal me resulta ilustrativo es el de John Polkinghorne, notable físico cuántico y matemático inglés que, en paralelo con su profesión científica, estudió teología y se ordenó de pastor en la iglesia anglicana; con buen conocimiento, tanto de la ciencia como de la teología, busca la conciliación entre ambas, indagando “una mutua inteligibilidad de doble dirección”. Su argumento central es la “verosimilitud” de la fundamentalidad creadora de Dios. En vez de citar sus libros, remito al magnífico ensayo de Javier Monserrat, “John Polkinghorne: Ciencia y religión desde la física teórica”, en, Pensamiento: Revista de Investigación e Información Filosófica, vol. 61, No. 231 (2005), pp. 363-393.
Para Polkinghorne Dios es una hipótesis de “fundamentalidad necesaria”, más verosímil y de mayor fuerza explicativa que la hipótesis atea de la autosuficiencia necesaria y absoluta del mundo físico, o de la posición que remite al azar cuanto no podemos explicar, o de la que sostiene la incomunicación total entre la ciencia y la religión. Llega a afirmar: “La búsqueda de comprensión que es natural al científico es, al fin de cuentas, la búsqueda de Dios; así es como la religión continuará floreciendo en esta Era de la Ciencia”.
Otros científicos que no se resignan al inmanentismo, recurren a explicaciones panteístas (Dios se identifica con el mundo) o panenteístas (Dios está presente en toda la creación); Polkinghorne va más allá: se adscribe al concepto bíblico de un Dios personal que se comunica con nosotros. Lo que me interesa destacar es que existe hoy un diálogo serio entre científicos y teólogos, que está replanteando la relación entre ciencia y fe en los términos que exige el presente. Un presupuesto necesario es aceptar la limitación y los condicionamientos de la razón científica.
Hay diversas formas de conocer, muchas aún muy poco exploradas. Reducir nuestro ámbito cognoscitivo a la razón científica sería lamentable, incluso para la ciencia misma. Me acerco a realidades inasibles para la razón cuando la música me traslada a otras dimensiones; no puedo negar el universo de Mahler o de Mozart por el hecho de que la razón científica sea incapaz de penetrar en él. Me acerco a realidades metacientíficas también cuando me envuelve la mirada de un retrato de Rembrandt, o me sumerjo en los versos de Piedra de Sol de Octavio Paz, o me enternece la sonrisa de un niño o la mirada amorosa de una madre. Somos más que razón; somos vivencias de amor, temor y esperanza, conciencia de nuestra vulnerabilidad, seres éticos, obligados a solidaridades con los demás; somos quizá símbolos o indicios de otra realidad. No nos reduzcan, por favor, a una ecuación de relaciones ni a un pequeño modelo de insumos y productos.
Todos los seres humanos tenemos más preguntas que respuestas; es ésta una asimetría existencial que nos persigue de la infancia a la vejez, como característica esencial de nuestra especie. Las preguntas fundamentales, las “de sentido” –¿qué soy, qué es mi vida, qué es mi muerte, qué puedo conocer, qué debo hacer, qué puedo esperar, hay Dios y es posible comunicarme con él?— están en pie. Ante ellas las ciencias tienen muy poco que decir; ante ellas, a veces, la experiencia de Dios puede iluminarnos, si se dan ciertas condiciones: silencio interior, humildad, desprendimiento de las cosas, aceptación de nuestros desamparos y apertura amorosa al prójimo. Esto es para mí la fe.
Todo lo dicho hasta aquí lo dijo de una manera más bonita y sencilla Einstein: “Hay dos maneras de vivir: una, como si nada fuese milagro; otra, como si todo fuese milagro”. Misterio es también por qué elegimos entre una y otra.


*Investigador Titular C en el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, UNAM
*Investigador Nacional de Excelencia
y Emérito del SNI
*Miembro del Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia (CCC)

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