El Universal/6 de mayo de 2010
Es ahora la Suprema Corte de Justicia de la Nación la que habrá de decidir si se mantiene la marrullera versión oficial que sostiene que los de Atenco son secuestradores. O, por el contrario, se esclarece que son los atenquenses víctimas de un secuestro de Estado perpetrado desde las más altas esferas del poder.
En estos días decisivos vale recordar que en el sexenio foxista sus habitantes ejercieron su sacratísimo derecho a oponerse a su extinción. Que eso y no menos significaba la pérdida casi total de su territorio por un gobierno voraz que estaba obsesionado por realizar el negocio del siglo con la construcción de un nuevo aeropuerto. Una propuesta abusiva e ignorante que les arrojaba unas cuantas monedas a cambio de la desaparición de un señorío de siglos desde los tiempos de Tenochtitlán y Texcoco. Lo que generó una respuesta decidida y a ratos feroz en defensa de sus tierras hasta que el proyecto de la avaricia se vino abajo.
Una insolencia colectiva que nunca perdonaron ni los panistas del gobierno federal ni los priístas del estado de México. Hasta que en los días 3 y 4 de mayo de 2006 ejercieron con brutalidad su venganza en un operativo irracional e inédito de las fuerzas federales y estatales en contra de un poblado. Una ofensiva devastadora que destrozó puertas y ventanas para sacar y arrastrar a los atenquenses a los que macaneó inmisericordemente. Un aplastamiento encarnizado y cruel que mató a Javier Cortés y Alexis Benhumea sin que hasta ahora haya responsables. Pero más todavía, una embestida enferma que torturó y violó a 26 de sus mujeres mientras eran llevadas a prisión. Todo un episodio vergonzante sobre el que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha exigido un informe al actual gobierno calderonista, que por supuesto ha hecho caso omiso.
En sentido contrario, los gobiernos federal y del estado de México, que encabeza Enrique Peña Nieto, se han ensañado con los de Atenco a quienes acusaron de secuestro equiparado —por retener de cinco a siete horas a funcionarios públicos— y en un proceso inquisitorio los sentenciaron y metieron a la cárcel. Con penas inéditas en la historia de este país. Ignacio del Valle está condenado a 112 años de prisión; sus compañeros Felipe Álvarez y Héctor Galindo a 67 años; escarmientos que quintuplican a los impuestos a los más probados asesinos, secuestradores o narcotraficantes de toda la historia de este país. Además en condiciones extremas de castigo físico y sicológico como las que impone el penal de máxima seguridad del Altiplano. También hay otros nueve detenidos de Atenco, recluidos en el penal Molino de Flores y sentenciados a 32 años de prisión.
Por eso y mucho más he sostenido y sostengo que los de Atenco son sujetos de una venganza oficial y un secuestro de Estado. Una injusticia aberrante que ahora la Corte podría reparar en una oportunidad irrepetible e histórica.
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