Epigmenio Carlos Ibarra
Milenio/7 de mayo de 2010
Quizá sólo unos cuantos propagandistas despistados y paradójicamente, el igualmente despistado secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, quien debería ser uno de los hombres mejor informados del país, apuestan a que habrá de producirse una disminución de la violencia en los próximos años.
México, aunque en un arrebato místico-lírico así lo haya declarado Felipe Calderón Hinojosa, no está y menos en este aspecto “del otro lado”. Al contrario. La guerra desatada por este gobierno —y eso lo sabe quien sigue con detenimiento y objetividad el curso de las operaciones— llegó para quedarse y no habrá de terminar antes de que Calderón entregue el poder.
Guerra contra el narco y sucesión son, en estas circunstancias tan aciagas para el país —en esa llaga ha puesto el dedo Washington—, un binomio indisoluble. No se puede pensar ya en el cambio de mando sin ligar éste a la marcha de las operaciones policiaco-militares; a los éxitos o fracasos que se sufran en el terreno, a la cifra de vidas que se pierden.
Puede que en México esto aún no se ponga con toda la contundencia que el hecho tiene sobre el tapete —a ningún partido o precandidato le conviene asociarse al asunto—, pero al norte del Bravo es ya una tan grave preocupación que ha llegado incluso, por boca del subdirector de Inteligencia de la DEA, Anthony Plácido, a la propia colina del Capitolio.
El funcionario estadunidense, en lo que puede significar una nueva espiral de violencia y muerte en nuestro país, habla de acelerar, en estos dos años que le quedan a Calderón en el poder, las acciones táctico-operativas para “tumbar a los jefes de los cárteles”.
Ya sabemos cómo y a qué costo “tumban” los estadunidenses a quienes consideran sus enemigos y cómo, además, en tanto no son ellos los que ponen los muertos, meter el acelerador en México, “porque nadie sabe quién va a ser el próximo Presidente —declaró Placido ante la Comisión de Control del Narcotráfico del Senado— y si va a tener las mismas ganas de perseguir a los delincuentes”, es algo que harán sin recato alguno.
A Washington, en asuntos de seguridad la prisa le gusta. Actuar masiva, radicalmente y aceleradamente contra enemigos potenciales es algo que por doctrina suelen hacer. Poco cuidado ponen en la selección de blancos cuando tienen prisa y más cuando no empeñan fuerzas propias en la tarea.
Pero además, para Washington, meter el acelerador tiene beneficios políticos y económicos adicionales. Mientras en el frente interno una acción decidida contra una amenaza real y presente, como los capos, viste bien al gobierno y a sus agencias, en el frente externo el incremento del nivel de dependencia de éste y del próximo gobierno mexicano viene muy bien a los intereses del Departamento de Estado.
En lo económico, y como va siendo costumbre, ganan los estadunidenses por los dos lados; hacen negocio los contratistas de defensa y también, por supuesto, los proveedores de armas para los narcos.
Pero volvamos a la sucesión presidencial en México y a cómo está ya contaminada por la guerra que, sin declarar, libra Felipe Calderón Hinojosa.
Puede esperarse que en los próximos meses escalen los narcos sus acciones; tanto militares como de corrupción. Habrán de empeñarse pues y muy a fondo, en ello les va la sobrevivencia, en repartir más plata y más plomo; para corromper o quebrar a los mandos civiles y militares.
Les conviene a los narcos que el Ejército siga en las calles y eso habrá de buscarlo enfocando sus baterías contra mandos civiles y cuerpos policiacos. Quieren, necesitan atraerlo, mantenerlo fuera de sus cuarteles, hacerlo además, cometer errores para distanciarlo de la población civil, desgastarlo a fondo.
En la modalidad operativa adoptada por la Secretaría de la Defensa, con decenas de miles de efectivos desplegados en las calles, resulta sencillo a los capos no sólo operar, sino además, aprovechar a su favor y con relativamente bajo costo, el incremento de las bajas civiles que, con tanta tropa en la calle, se produce.
Burlar un retén, detectar una movilización de tropa, establecer los usos y costumbres de un batallón o una compañía es más fácil que burlar la labor de zapa de una pequeña unidad de inteligencia policiaca, más todavía cuando los narcos tienen entre sus filas desertores del Ejército que conocen muy bien el pensamiento y las debilidades de jefes y oficiales.
Hacer campaña política bajo la mirada atenta de Washington, que tiene prisa, desconfianza y busca golpes contundentes, y en medio del paisaje desolado de autoridades civiles y policiacas sometidas o sitiadas por los narcos, con la tropa en la calle y el general, el coronel y el capitán convertidos en nuevos protagonistas de la correlación política cambiará las reglas del juego democrático y pesará, no importa la ideología, sobre cualquiera que quiera ser Presidente de este país.
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